Lobsang
Rampa en su libro “El Tercer Ojo” comentó
lo siguiente sobre lo que se le hace al cadáver en el Tíbet después de que una
persona muere:
« Después
de que la persona falleció, sentamos su cadáver en la posición del loto y
mandamos llamar a quienes preparan los cuerpos. Y también mandamos llamar a
otros monjes para que continuaran con las instrucciones telepáticas que se les
da al espíritu que ha partido. (Nota de Cid: esto último es una mentira.)
Esto
continuó durante tres días en los cuales distintos grupos de lamas cumplieron con
su tarea. A la mañana del cuarto día llegó un hombre perteneciente a la colonia
de los Disponedores de los Muertos.
Cuando
él llegó, los lamas cesaron la instrucción, y el cuerpo fue entregado al
Disponedor. Él lo dobló hasta formar un círculo apretado y lo envolvió en una
tela blanca. Con toda facilidad se puso el bulto sobre los hombros y partió.
Afuera
tenía un yac. Sin vacilar ató la masa blanca sobre el lomo del animal y juntos
se alejaron. En el Lugar de la Rotura el Portador de Cadáveres entregaría su
carga a los Destructores de Cuerpos.
El
"Lugar" era una desolada extensión de tierra en que se veían enormes
cantos rodados, y una gran roca plana, lo bastante grande para contener cuerpos
del mayor tamaño. En las cuatro esquinas de la losa había agujeros con postes.
Y otra roca plana tenía agujeros que llegaban a media profundidad.
Se
colocó el cuerpo en la losa y se le quitó la tela que lo envolvía. Los brazos y
las piernas se ataron a los cuatro postes. Entonces el Destructor Jefe tomó su
largo cuchillo y de un tajo abrió el cuerpo. Hizo largas incisiones para poder
quitar la carne en tiras. Después cortó piernas y brazos. Y finalmente cortó y
abrió la cabeza.
En
cuanto los buitres vieron al Portador de Cadáveres, bajaban dando vueltas para
posarse pacientemente en las rocas cercanas como un grupo de espectadores en un
teatro al aire libre. Esos pájaros tenían un orden social estricto y si
cualquier presumido trataba de aterrizar antes que los jefes, se producía un
tumulto.
Ya
estaba abierto el tronco del cadáver, entonces hundiendo las manos en la
cavidad, el Destructor de Cuerpos arrancó el corazón, ante cuya vista el buitre
jefe se dejó caer pesadamente al suelo y aleteando se acercó al hombre para
sacarle el corazón de la mano.
El
pájaro que le seguía en rango aterrizó para tomar el hígado y con él se retiró
a una piedra. Riñones, intestinos, todo se dividió entre los pájaros
"dirigentes". Después se cortaron las tiras de carne que recibieron los
otros pájaros. Un pájaro volvía por la mitad del cerebro y un ojo, tal vez, y
otro llegaba aleteando por otro bocado sabroso.
En
un tiempo sorprendentemente corto todos los buitres comían los órganos y la
carne, dejando sólo los huesos desnudos sobre la losa. Entonces los
destructores cortaron los huesos en tamaños convenientes, como leña, y los metieron
en los agujeros de la otra losa. Se usaron pesadas cuñas para convertir los
huesos en polvo. ¡Y los buitres también se lo comían!
Esos
Destructores de Cuerpos eran hombres muy hábiles. Se enorgullecían de su
trabajo y para propia satisfacción examinaban todos los órganos para determinar
la causa de la muerte. La larga experiencia les permitía hacerlo con enorme
facilidad. Naturalmente, no había ningún motivo para que se sintieran así
interesados, pero era cuestión de tradición determinar la enfermedad causante
de que "el espíritu se separara de su vehículo".
Si
una persona había sido envenenada (accidental o deliberadamente) bien pronto el
hecho se hacía evidente. Sin duda alguna, su habilidad me resultó muy útil
cuando estudié con ellos. Bien pronto adquirí gran práctica para disecar
cadáveres. El Jefe de Destructores se paraba a mi lado y me señalaba rasgos
interesantes.
-
“Este
hombre, Honorable Lama, ha muerto porque la sangre no llegaba al corazón.
Fíjese, vamos a cortar esta arteria, aquí, y si, aquí hay un coágulo que impide
la circulación de la sangre.”
O
podía ser:
-
“Esta
mujer, Honorable Lama, tiene un aspecto muy curioso. Aquí debe fallar una
glándula. Vamos a cortarla y ver.”
Se
producía una pausa mientras cortaba un buen pedazo.
-
“Aquí
está, vamos a abrirla, y sí tiene una piedra dentro.”
Y
así seguía. Los hombres estaban orgullosos de mostrarme todo lo que podían,
sabían que estaba estudiando con ellos por orden directa del Más Recóndito. Y si
yo no estaba allí y un cadáver parecía particularmente interesante, lo
guardaban hasta mi llegada.
De
este modo pude examinar cientos de cadáveres, y sin duda alguna más tarde me
destaqué en cirugía. Este sistema era mucho mejor que el otro por el cual los
estudiantes de medicina tienen que compartir cadáveres en las salas de
disección de los hospitales.
Sé
que con los Destructores de Cadáveres aprendí más anatomía que después, en una
escuela médica completamente equipada.
Los Lamas
Superiores
Todos
los que mueren en el Tíbet son "enterrados" en esta forma, excepto
los lamas más altos que son Encarnaciones Previas. A éstos se los embalsama y
se los coloca en una caja con frente de vidrio donde puedan ser vistos en un
templo, o se los embalsama y se los cubre de oro.
Este
último proceso es interesantísimo. Muchas veces tomé parte en esos
preparativos. Ciertos americanos que han leído mis notas sobre el tema no
pueden creer que realmente usábamos oro; ¡dicen que eso sería superior
"hasta a la habilidad americana"!
Pero
debo precisar que no llevábamos a cabo esto en masa, sino que lo hacíamos con
un solo Lama a la vez. En Tíbet no seríamos capaces de construir un reloj que
se pudiera vender a un dólar, pero podemos cubrir un cuerpo de oro, y a
continuación les cuento cómo:
Una
tarde me llamaron a presencia del Abad quien me dijo:
-
“Una
Encarnación Previa abandonará pronto el cuerpo. Ahora está en la Cerca de la
Rosa. Quiero que vayas para que observes la Preservación del Sagrado.”
De
modo que una vez más tuve que hacer frente a las penurias de la montura y del
viaje. Cuando llegué al lamasterio me condujeron al cuarto del anciano abad.
Sus colores áuricos estaban a punto de extinguirse y una hora más tarde pasó
del cuerpo al espíritu.
Como
era abad y hombre erudito, no había que enseñarle el sendero por el Bardo. Ni
teníamos necesidad de esperar los tres días de costumbre. Sólo esa noche el
cuerpo estuvo sentado en la actitud del loto, mientras que los lamas mantenían
la guardia de los muertos.
A
la mañana siguiente, en cuanto asomó el sol, fuimos en solemne procesión por el
edificio principal del lamasterio; entramos en el templo y por una puerta muy
poco usada bajamos a los pasajes secretos.
Delante
de mí dos lamas llevaban el cadáver en una parihuela. Todavía estaba en la
posición del loto. Detrás de mí los monjes entonaban un cántico profundo, y en
los silencios se oía repicar una campana de plata.
Llevábamos
puestas nuestras túnicas rojas, y encima las estolas amarillas. Sobre las
paredes se reflejaban nuestras sombras que formaban siluetas vacilantes,
danzantes, exageradas y deformadas por la luz de las lámparas de manteca y las
antorchas.
Seguimos
bajando, cada vez más, hasta lugares secretos. Por fin, cuando estábamos a
quince o dieciocho metros bajo la superficie, llegamos a una puerta de piedra
sellada. Entramos, la habitación estaba fría como el hielo.
Los
monjes apoyaron cuidadosamente el cuerpo en el suelo, y después todos se
fueron, con excepción de tres lamas y yo. Se encendieron centenares de lámparas
de manteca que produjeron un resplandor amarillento y áspero. Se quitaron las
vestiduras al cadáver, que se lavó cuidadosamente.
Por
los orificios normales se quitaron los órganos internos, que se colocaron en
jarras cuidadosamente selladas. Se lavó con todo esmero el interior del cuerpo,
se secó y se echó dentro una clase especial de laca.
Esta
laca formaría un caparazón duro dentro del cuerpo, de modo que los rasgos
serían los mismos que en vida. Cuando la laca estuvo seca y dura, se rellenó
con mucho cuidado la cavidad, para no cambiar las formas. Se echó más laca para
saturar el relleno y endurecer el interior cuando se secara.
Se
pintó con laca la superficie exterior y se dejó secar. Sobre la superficie
endurecida se agregó una "solución descortezante" para que las
delgadas láminas de seda que se pegarían en seguida, pudieran quitarse después
sin daño alguno.
Por
fin se consideró adecuado el forro de seda. Se echó más laca (de otra clase), y
el cuerpo quedó listo para la próxima etapa de los preparativos. Se lo dejó una
noche y un día para que se secara completamente.
Al
finalizar ese período volvimos al cuarto y encontramos al cuerpo muy duro y muy
rígido en la posición del loto. Lo llevamos en procesión hasta otro cuarto más
abajo que era un horno construido de tal modo que las llamas y el calor podían
circular por las paredes, en la parte exterior, con lo cual la temperatura era
alta y pareja.
Se
cubrió el suelo con un polvo especial muy espeso, y en él, en el centro, colocamos el cuerpo. Más
abajo los monjes ya estaban listos para encender los fuegos.
Con
todo cuidado llenamos completamente el cuarto con una sal especial de un
distrito de Tíbet, y una mezcla de hierbas y minerales. Después cuando estuvo
lleno del piso al techo, salimos al pasillo y cerramos la puerta y la sellamos
con el Sello del Lamasterio.
Se
dio orden de encender los hornos. Pronto se oyó el crepitar de la madera al
quemarse y el siseo de la manteca quemada cuando aumentaron las llamas. Una vez
bien encendidos los hornos, seguirían quemando manteca inservible para otro uso
y estiércol de yac.
Durante
toda una semana el fuego crepitó allá abajo, enviando nubes de aire caliente
por las paredes huecas del Salón de Embalsamamiento. Al terminar el séptimo día
no se agregó más combustible. Gradualmente los fuegos perdieron vigor y murieron.
Las pesadas paredes de piedra crujieron y gimieron al enfriarse. Una vez más el
pasillo estuvo lo bastante fresco para permitirnos entrar. Tres días estuvo
todo muy quieto, mientras aguardábamos que el cuarto recobrara la temperatura
normal.
El
decimoprimer día a partir de la fecha del sellado se rompió el Gran Sello y se
abrió la puerta. Grupos de monjes rasparon la dura preparación con las manos.
No se usaba instrumento alguno por temor de dañar el cuerpo.
Durante
dos días los monjes rasparon destrozando en las manos el frágil compuesto de
sal. Por fin el cuarto quedó vacío con la excepción del cuerpo amortajado
sentado tan quieto en el centro, todavía en la posición del loto. Lo levantamos
cuidadosamente y lo llevamos a la otra habitación donde a la luz de las
lámparas de manteca podríamos verlo con más claridad.
Le
quitamos la cubierta de seda, trozo por trozo, hasta que quedó el cuerpo desnudo.
La preservación había sido perfecta a no ser porque la piel estaba mucho más
oscura, el cuerpo podía haber sido el de cualquier hombre dormido próximo a
despertar en cualquier momento. Los contornos eran iguales que en vida, y no se
había arrugado.
Se
aplicó otra vez laca al cuerpo desnudo, y los orfebres tomaron la tarea. Eran
hombres de una habilidad incomparable. Verdaderos artífices. Hombres que podían
cubrir de oro la carne muerta. Trabajaban lentamente, colocando capa sobre capa
del oro más delgado, más suave. Oro que fuera de Tíbet costaba una fortuna,
pero que para nosotros no tenía más valor que como metal sagrado... un metal
que era incorruptible, y por lo tanto simbólico del estado espiritual final del
Hombre.
Los
sacerdotes orfebres trabajaron con exquisito cuidado, atentos al menor detalle,
y cuando su trabajo quedó terminado dejaron como testimonio de su enorme
habilidad una figura de oro, exactamente igual que en vida, en la que estaba
reproducida cada línea y cada arruga. Entonces se llevó al cuerpo, pesado con
su oro, hasta el Salón de las Encarnaciones, y como a las demás figuras, se la
colocó en un trono de oro. »
(Capítulo
16)
OBSERVACIONES
Lobsang
Rampa exageró mucho con el conocimiento medico y las destrezas que tienen las
personas que se ocupan de los cadáveres en el Tíbet, pero efectivamente la gran
mayoría de los cadáveres son devorados por los buitres.
En
cambio no he encontrado que a los cadáveres de los grandes lamas se acostumbre
cubrirlos de oro. Buscando en internet solo he encontrado unos pocos casos pero estos fueron efectuados en el siglo XXI, no en los siglos anteriores como lo aseveró Lobsang Rampa, y no se coció el cadáver sino que simplemente se recubrió a la momia que ya estaba petrificada.
Y
desconcierta mucho que Lobsang Rampa no haya mencionado ni una sola vez El Libro
Tibetano de los Muertos que se ha vuelto una pieza muy importante durante los
rituales funerarios tibetanos.
Por
lo que pienso que estos relatos no los vivió personalmente, sino que como
occidental él se informó lo que pudo, pero hubo aspectos importantes (como ese
libro) que no supo, y otros aspectos (como cubrir a los lamas de oro) que lo
inventó para cautivar a sus lectores.
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