(Esta es la primera
parte del libro “Una Aventura en la Mansión de los Adeptos Rosacruces” escrito
por Franz Hartmann.)
Capítulo 1
LA EXCURSIÓN
AL MISTERIOSO VALLE
Escribo
estas líneas en un villorrio de las montañas alpinas, en la Baviera del Sur, a
corta distancia de la frontera austríaca. Las impresiones ayer sentidas
permanecen todavía vívidas en mi memoria, ya que los hechos que las causaron
fueron para mí de tan intensa realidad que sobrepuja a todo acontecimiento de
la vida cotidiana. Y a pesar de su extraordinaria naturaleza, no creeré jamás
que fueran simplemente un sueño.
Al
terminar un largo y enojoso trabajo de investigación en la historia de los
Rosacruces, después de haber leído las carcomidas páginas de volúmenes
antiquísimos y empolvados manuscritos ilegibles con los años, transcurriendo
mis días y buena parte de mis noches en las bibliotecas de los conventos y en
las tiendas de los anticuarios, reuniendo y compilando cuanto me parecía de
algún valor para mi objetivo, y habiendo, por fin terminado mis estudios,
decidí tomarme unas vacaciones y resolví pasarlas en medio de los parajes
sublimes de los Alpes tiroleses.
Las
montañas permanecían todavía cubiertas de nieve a pesar de la avanzada
primavera; anhelaba huir del trajín de la capital y aspirar una vez más el aire
puro y diáfano de las cimas montañosas, otear los lucientes glaciares
resplandecer como vastos espejos a la luz del sol naciente y compartir las
sensaciones de Byron cuando escribía:
¿Quieres escalar los
montes hasta la cumbre? ¡Mira! Los picos más altos son los que con preferencia
cubre la nieve. El bardo vencedor se eleva sobre el vulgo de la humanidad y
contempla a sus pies a la multitud y sus míseras tareas. En lo alto brilla
magnificente el sol con sus refulgencias esplendorosas. Abajo, la tierra
inmensa y el profundo océano; en torno, rocas de hielo, y la victoria truena
con la tempestad al rozar su frente.
Habiendo
tomado el tren en K., pronto llegué a S., y de allí partí a pie, ansioso de
respirar, libre ya de la insana atmósfera de las calles pletóricas, respirar el
aire puro de la campiña; impregnado del aroma de los pinos y las margaritas que
asomaban sus cabecitas en los lugares donde la nieve estaba ya derretida.
El
camino ascendía con la planicie del río y a medida que avanzaba era más
estrecho el valle y más abruptos los flancos de la montaña. Aquí y allá agrupados
cortijos y rústicas cabañas se agarraban a las turgencias rocosas de los montes
como buscando protección contra los vientos huracanados que a menudo soplan en
aquellos valles.
Cuando
el sol, hundiéndose en el horizonte occidental, vertía su luz dorada sobre los
nevados picos y la cruz de cobre de la pequeña iglesia del lugar, cuya campana
llamaba en aquel momento al silencio del Ave María, llegué a O., el lugar
electo como término de mi excursión.
Una
vez hallado tuve conveniente hospitalidad en la posada de la villa, me acosté
en seguida ávido de reposo, y a la mañana siguiente me levanté temprano
desvelado por el tintineo de las esquilas de las cabras que salían en rebaños
en busca del pasto campesino.
Ya
vestido, me asomé a la ventana. Las sombras nocturnas empezaban a desvanecerse ante
la proximidad del día. Apuntaba el alba y ante mis ojos se alzaban los viejos
picos de las montañas en hilera sublime. Y me vino a la memoria la descripción
que hace Edwin Arnold del panorama que se divisaba desde los ventanales del
Vishramvan, del palacio del príncipe Siddartha:
Hacia el norte se
erguían inhollados, admirables, inmensos, en interminables cuestas, los albos
picos de los Himalayas que en alineadas hileras de blancura deslumbradora,
intentaban asaltar el cielo. Y aquel universo de crestas y picos, de mesetas y
cumbres, de verdes pendientes y agujas de hielo, de quebrados barrancos y
escarpados precipicios, levantaban a tal altura el pensamiento que parecía
llegar al cielo y departir con los dioses.
Pronto
emprendí el camino con dirección al valle, a lo largo del río; ahí la
cristalina corriente se estrechaba y se convertía en un riachuelo cuyas aguas
bulliciosas, saltando entre peñas, se desvanecían a lo lejos, tranquilas y
majestuosas, abriendo sus brazos a través de la llanura.
El
valle por el cual avanzaba parecía cortado a trechos por las montañas, mientras
otros y otros se abrían sucesivamente a través de ellas. Algunos de esos valles
me eran ya de tiempo conocidos. Hacía unos veinte años había vagado entre sus
bosques explorando las ocultas cavernas y las soledades misteriosas.
Pero
yo tenía conocimiento de un todavía más misterioso valle escondido, que no
había explorado antes y que conducía a un picacho elevadísimo, partido en dos,
cuyas crestas inaccesibles no había hollado jamás planta mortal alguna, y hacia
ese valle me pareció que me empujaba una fuerza irresistible jamás sentida.
Avanzaba
guiado por el convencimiento de que las aspiraciones secretas y mal definidas
de mi corazón podrían quizá ser satisfechas en aquellas soledades inexploradas,
como si anduviera tras la revelación de un misterio que no pueden desentrañar
los libros y que me aguardaba al pie de la montaña inaccesible.
El
sol no había traspuesto aún el horizonte de la cordillera y los bosques tupidos
a derecha e izquierda tenían un matiz uniforme. A la entrada del valle estrecho
y misterioso, el sendero ascendía gradualmente introduciéndose en la sombra del
follaje sobre el flanco de la montaña.
Lenta
y casi imperceptiblemente subía. Pronto me hallé cerca del riachuelo retozón y
a medida que avanzaba el murmullo de la torrentera se oía más y más distante, y
el tropel de espuma parecía desaparecer en la lejanía.
Al
fin, el tupido bosque se hizo más claro, la corpulenta espesura se extendía
detrás de mí. Ante mis ojos, en los confines del bosque, se alzaba la desnuda
muralla del monte inabordable. Y a pesar de ello, el camino seguía ascendiendo.
Pronto
llegó a mis oídos el rumor distante de un salto de agua y hallé de nuevo el
lecho del riachuelo montaraz que parecía ahora un montón de rocas desmenuzadas
por algún poder gigantesco, esparcidas acá y allá en salvaje desorden, mientras
la blanca espuma danzaba entre los peñascales.
De
trecho en trecho aparecían pequeñas islas cubiertas de verdor y permanecían lo
mismo que tablas aisladas en un desierto, ya que la combinada acción del aire y
del agua había roído y descompuesto buena parte de sus cimientos, semejando
terraplenes sostenidos sobre pequeños pedestales: a pesar del tiempo que así
permanecían; parecía inminente su desmoronamiento final por efecto del lento
desplome de sus fundamentos.
Yo
seguía trepando por el sendero que faldeaba de tanto en tanto el lecho del río
y se alejaba a veces, escalando otras los peñascos perpendiculares o
descendiendo a las honduras de las barrancas formadas por las nieves
derretidas. Y así fui penetrando en el valle misterioso, cuando el alba
clareaba con sutiles resplandores las pequeñas cumbres sobre mi cabeza.
Una
de ellas aparecía coronada por un halo de luz que iluminaba débilmente las
hondonadas del valle. Un ligero vientecillo estremecía las copas de los árboles
y el follaje de los abedules que salpicaban los pinares, parecía temblar en los
brazos acariciadores de la brisa matutina. No se oía ruido alguno más que de
vez en cuando, el piar de un ave, o más resonante aún el grito de un gavilán
que se elevaba formando espirales en el espacio, oteando la presa del día.
Entonces
las rocas salientes y las crestas grises empezaron a platear bañadas por un
tinte pálido, mientras que en las hendeduras y anfractuosidades de las rocas
las brumas azules parecían defenderse de la luz. Bajando los ojos vi la larga
perspectiva del valle, y a lo lejos la corriente que se dilataba en la planicie
abarcando más lugar a medida que avanzaba formando pozuelos y estanques en
medio de las praderas.
En
la parte opuesta del valle se hundían las montañas sus cimas afiladas en el
cielo y entre sus profundos intersticios se veían elevarse otras cimas.
El
pie de la cordillera aparecía recubierto de oscura vegetación; las pendientes
de las montañas ofrecían infinita variedad de colores, desde el negro casi puro
de las rocas cercanas al llano hasta la etérea blancura de los últimos
picachos, donde las cintas delicadas parecían confundirse con el pálido azul
del cielo.
Aquí
y allá aparecía el suelo con manchas de luz, que esclarecían a hurtadillas las
resquebrajaduras de las peñas y clareaban la selva entre las ramas de los
árboles, presagiando el dominio del astro del día. Así los elevados picos
gozaban de la cálida luz matutina antes que su brillo hiriera los profundos
valles; mas, a medida que el sol rociaba de esplendores la cumbre de la
montaña, se disipaban las sombras de las profundidades.
Por
fin llegó el momento solemne: el sol se alzó con divina majestad sobre las
elevadas cimas apareciendo visible para todos; las sombras se esfumaron y un
raudal de luz cayó sobre el valle iluminando el bosque sombrío y penetró en las
cavernas abiertas en las rocas y resplandeció su lumbre reflejada como en un
espejo cegador sobre los glaciares y las planicies nevadas, puliendo las
superficies rocosas y orlándolas de matices infinitos.
El
camino contorneaba un recodo de la montaña y súbitamente columbré enfrente de
mí la cima inaccesible. Entre el paraje donde me encontraba y la base del monte
se extendía una llanura casi estéril, hollada de pedruscos que parecían la
mayor parte desprendidos de la montaña misteriosa, fraccionándose al caer.
Aquí
y allá pequeños trechos cubiertos de musgo o de una raquítica arborescencia,
extendían sus verdes ramas de formas fantásticas en la falda de la montaña,
hacia las murallas grisáceas de la cumbre o hasta los gigantes centinelas de
temible aspecto, eternamente velantes, que inmóviles, parecían defender la
fortaleza contra los ataques de la vegetación, que rechazaban hacia el valle.
Y
así el perpetuo combate librado desde edades incalculables continuaba, más el
frente de los dos ejércitos cambiaba insensiblemente de año en año. Inmutables
como las verdades eternas se erguían las rocas grises sobre las cimas calvas.
Alguna
vez la vegetación intentó invadir su reinado, como las ilusiones se aproximan a
la realidad, pero la muerte vencía; cada año desaparecían las manchas verdes
bajo la tumba de las rocas desprendidas, pero de rechazo la vida se alzaba
victoriosa ya que entre el resbalar de las rocas en decrepitud brotaba la vida
nueva sobre sus caras yermas.
En
la formación calcárea de las montañas alpinas las rocas carcomidas por las
lluvias y los vientos tomaban a menudo los aspectos más fantásticos y cuyas
formas sugerían los nombres dados a las montañas.
Poca
imaginación requería la visión del Wilden Kaiser para contemplar en la
estructura de su cumbre la figura del emperador Federico I Barbarroja, con su larga
barba bermeja, su corona y su espada, insensible al frío del invierno como a
las ardencias estivales, esperando su resurrección; descubriendo en las formas
del Hochvogel un águila con las alas tendidas, en Widerhorn los cuernos de un
macho cabrío, y así sucesivamente.
En
la base del monte y en el valle aparecía el suelo cubierto de breves peñascos
esparcidos y de montones de arena, en medio de los cuales la planta llamada pie
de asno (Tussilago farfara) extendía sus largas hojas verdes y las azules
campanillas del capuchón de monje (Aconitum napellus) se balanceaba sobre sus
tallos.
En
algunos parajes solitarios se enramaba la célebre edelweiss (Guaphalium leontopodium)
semejando por su talla los que crecen sobre el Popocatepetl, en México o en las
cordilleras de la América del Sur. Podemos encontrar también la Genciana
montañosa, la Rosa alpina, la Mandrágora, el Arnica montana, la misteriosa
Hipericón y muchas otras curiosas plantas, llenas de virtudes curativas y de
propiedades maravillosas.
Siempre
que una cantidad suficiente de tierra se acumulaba permitiendo el arraigue de
un árbol, un más fecundo género de vegetación aparecía, ya que el pequeño
espacio de tierra no era bastante profundo para ofrecer una sólida base a las
raíces de un árbol corpulento. Podían alcanzar una cierta altura, más un día un
furioso huracán barrería las cumbres de la montaña y empezaría la devastación.
Cadáveres
de viejos árboles, cuyas raíces se agarraban en la mole gris, mostraban aquí y
allá sus troncos sin corteza, como huesudos brazos tendidos al cielo,
implorando socorro en la hora postrera, sin ser escuchados; pequeñas
extensiones de arbustos los rodeaban, cubriéndolos como parásitos sobre los
cadavéricos despojos.
La
primavera avanzaba y en el corazón de las montañas las estaciones se
entrelazan. Las hojas amarillas y rojas, pintadas por el otoño se mezclaban con
la verde pompa de los pinos menudos. El musgo, agarrado a las escarpaduras de
los precipicios mostraba su rojizo matiz cual fruto de su caída, y en multitud
de hendeduras y cavernas, retardaba el deshielo la nieve acumulada en el pasado
invierno.
Más
por encima del rojo y verde y de la nevada albura, la masa gris de las cumbres se
elevaba en una sucesión de picachos y pilares con sus cúpulas y campanarios,
semejando una ciudad construida por los dioses. A lo lejos, se extendía: la
comba azul y gris del cielo.
Pequeñas
cataratas desprendidas de la altura chocaban, al caer, en los salientes
promontorios y descendían convertidas en abanicos de espuma hasta las vastas profundidades.
Las rocas, horadadas, indicaban el empuje y la fuerza que esas pequeñas
pendientes podían alcanzar cuando se unían a ellas el ímpetu desbordante de las
licuadas nieves de las cimas.
Cobré
nuevos bríos, contemplando breves instantes la sublimidad de la escena, y
proseguí el camino, aproximándome a un pequeño riachuelo desviado de la
catarata distante seguí bordeándole.
El
agua era tan clara que se distinguían admirablemente los minúsculos guijarros
del fondo. Tan pronto aparecía inmóvil como un cristal líquido atravesado por
los rayos del sol, como detenido por algún obstáculo espumeaba la corriente en
su lecho rocoso en un acceso de rabia súbita, mientras que en otros lugares
brincaba en pequeñas cascadas sobre las peñas lucientes, formando minúsculas
cataratas de variados colores.
Nada
en esos contornos acusaría la presencia del hombre, si algún tronco mutilado no
mostrara las humanas tendencias destructivas. Algunas viejas ramas podridas
habían retenido en sus cavidades el agua de la lluvia, que relucía al sol como
pequeños espejos en los que sin duda se contemplan las ondinas; alrededor de
ellos crecían diminutas setas, que la imaginación transforma en sitiales, mesas
y pabellones para los ellos y las hadas. Aquí, el musgo alfombraba el suelo y
alguno que otro abeto extendía sus hojas ásperas a la luz del sol.
A
corta distancia divisé un bosquecillo de pinos, como una isla en un desierto y
hacia allí encaminé mis pasos. Una vez en él decidí reposar admirando las
bellezas naturales. Me tendí sobre la hierba, a la sombra de un gran pino. La
música del riachuelo se percibía algo lejana y ante mis ojos ofrecía la
perspectiva una cascada que las rocas prominentes rompían con estrépito en
lluvia de perlas, y a través de ellas, al caer, divisábamos todos los colores
del iris.
Más
abajo se descomponían las perlas en una blanca nube, que caía en la hondonada
que formaba una ancha roca y por un tajo tapizado de musgo se precipitaba el caudal
espumante hacia el valle para unirse al curso principal del río.
Durante
largo tiempo seguí examinando el curso del agua, y cuanto más lo contemplaba,
más vivo parecía tomando formas extraordinariamente singulares: seres
sobrehumanos de extraordinaria belleza parecían danzar entre la espuma, sacudiendo
sus cabezas al sol y desprendiendo de sus cabellos ondulantes las gotas del
líquido argentino. Sus risas resonaban como las de los saltos de Minehaha y por
entre las hendeduras rocosas asomaban sus rechonchas caras los pigmeos y los
gnomos, mirando disimuladamente el danzar de las hadas.
Encima
de la cascada, parecía vacilar la corriente antes de lanzarse al precipicio y
al aproximarse a él los obstáculos irritaban su marcha plácida, impacientes de
precipitar su curso, mientras que abajo en el vallé en el momento de unirse con
su hermano bramaba éste gozoso como dándole la bienvenida por su retorno,
celebrando juntos su unión final con exaltado júbilo.
¿Cuál
es la razón de que imaginemos tales cosas? ¿Por qué dotamos de humana
conciencia y de sensación los llamados objetos inanimadas? ¿Por qué en nuestros
momentos de expansión no estamos satisfechos de vivir dentro de un cuerpo y
nuestra conciencia aspira a huir de su prisión para fundirse en la vida del
Universo? ¿Es acaso nuestra conciencia nada más que un producto de la actividad
orgánica de nuestro cuerpo denso, o bien una fracción de la vida universal
concentrada, por decirlo así, en un recinto en el interior de la materia
física? ¿Depende la existencia de nuestra conciencia personal de la vida del
cuerpo y una vez éste desaparecido, muere con él, o bien existe aparte de la
entidad transitoria una conciencia espiritual, invisible y superior al hombre,
unida temporalmente a la envoltura física, pero susceptible de existencia
independiente de ella?
Si
mentalmente podemos flotar sobre la comba de las cimas montañosas deslizándonos
gradualmente en las profundidades y ascender otra vez a las alturas, examinando
las cosas que a nuestra imaginación aparecen, ¿por qué nos sentimos invadidos
de esa sensación de plenitud y de goce, como si estuviéramos realmente allí,
dejando el cuerpo tras de nosotros, ya que su grosera materialidad le impide
acompañar el vuelo del espíritu hacia las cumbres inescalables?
La
verdad es que una parte de nuestra vida y de nuestra conciencia debe integrar
la material envoltura a fin de que pueda continuar viviendo durante nuestra
ausencia, presidiendo al mismo tiempo las funciones vitales. Todos conocemos
los relatos de sonámbulos y de personas en estado extático en donde el alma,
acompañada de todo su poder consciente de sensación y de percepción, permanece
ausente de la forma, muerta en apariencia, y visitando los lugares distantes,
yendo y viniendo con la rapidez del pensamiento, transmitiendo y describiendo
los acontecimientos que allí ocurren y cuya exactitud corroboramos luego.
¿Por
qué descubrimos doquiera el hálito de la vida, incluso en la inanimado, si
solamente nos concentramos en un estado que nos permite percibirlas como si en
realidad vivieran?
¿Puede
existir la materia inerte en el Universo? ¿No existe la piedra por efecto de la
cohesión de sus partículas y atraída al corazón de la tierra por la ley de la gravitación?
Y
esta cohesión y esta gravitación, ¿no son acaso la energía aquélla y ésta el
alma, el principio interno llamado fuerza y que produce una manifestación
exterior llamada materia y que debe ser, en último caso, idéntica a la fuerza,
a la substancia, sea cual fuere el nombre con que denominemos un hecho de cuya
realidad no poseemos noción alguna?
Si
es verdadero este punto de vista, entonces, todas las cosas tienen vida, todas
tienen alma y pueden existir otros seres y otras almas cuyas formas exteriores
no sean tan groseras como las nuestras y que permanecen por lo tanto,
invisibles para nuestros sentidos físicos aunque son susceptibles de que los
perciba el alma.
En
el silencio de la naturaleza los pensamientos se transforman en sueños lúcidos
y los sueños se convierten en visiones. En medio de aquella quietud solemne
hubiera querido permanecer todo el resto de mi vida compartiéndola con los
amigos afines a mis ideas.
Pensaba
cuán felices y unidos podríamos ser y adquirir la sabiduría por común interés,
vislumbrando idéntico objeto. Aquí, lejos de la vanidad y el vacío de la vida
mundana, desenvolveríamos una más clara visión mental, una más firme
concentración de pensamiento y un más elevado concepto de la verdad sobre los
misterios de la vida y del hombre.
Nuestros
sentidos se agudizarían en la percepción de las cosas internas como en las
externas. ¡Qué altos vuelos tomaría el conocimiento de nuestra propia
naturaleza! ¿Qué valor tendría entonces la vulgaridad de la esclavizante
mentira societaria, y qué nos importarían los cotidianos acontecimientos de ese
manicomio llamado mundo? Aquí, podríamos vivir placenteramente la vida
interior, al abrigo de las necrománticas prácticas de la sociedad, que todos
los días y a todas horas nos fuerza a vivir hipócritamente exteriorizados y a
reverenciar la deidad de la moda, que menospreciamos en nuestro fuero interno.
¿Sería
tal vida útil y conveniente para nosotros y para los demás? Si es cierto que el
mundo y nosotros formamos juntos una correlación de ideas, ¿qué mejor que estas
soledades para hallar las más benefícienles condiciones y absorbiéndonos en
ellas, intensificar y mejorar las ideas?
Es
imposible que ellas y los pensamientos no sean más que existencia real, tan
real y quizá más duradera que ilusiones; deben tener necesariamente una
existencia real, tan real y quizá más duradera que las cosas objetivas, ya que
nosotros sabemos que las ideas, como los frutos, están sujetos a la ley de
nacimiento y madurez; cada vez que alcanza una idea: su estado de sazón aparece
en el horizonte mental del mundo y a menudo sucede que espíritus igualmente
predispuestos, la perciben a un tiempo mismo.
Un
hombre capaz de comprender y readaptar ideas exaltadas a la material expresión,
puede hacer mucho más para bien del mundo viviendo aislado en la soledad, que
no entre el mundanal bullicio, donde su obra puede ser entorpecida por los
quehaceres de ínfima importancia y donde mueren de inanición, cayendo otra vez
sobre el gran espejo, la luz astral, y yaciendo de nuevo en la memoria del
mundo, aguardando el momento de ser aprovechadas por otros.
¿Qué
es, después de todo, el ser que llamamos hombre? ¿Qué este animal, este
viviente organismo de carne, sangre y huesos que vive algún tiempo y muere y
que la inmensa mayoría tiene en tan grande estima como si fuera su propio
principio inmortal y por el bienestar del cual sacrifican hasta el amor propio,
la dignidad, el honor y la virtud?
¿Y
qué es sino un animal en el que predomina una actividad intelectual de un orden
más elevado que el del común de los animales? ¿Puede ser resultado esta
actividad intelectual de las mecánicas, químicas y fisiológicas actividades de
la materia inerte?
Y
si no lo es, ¿cuál fuera la causa de esta actividad y podría ésta existir
independientemente de la forma? ¿Qué es un hombre sin inteligencia?
Si
es ésta un atributo del espíritu, como debe ser necesariamente, ¿qué es, pues,
el hombre sin espíritu y sin inteligencia espiritual?