Al
final de su libro “El Tercer Ojo” Lobsang
Rampa relató cómo fue su iniciación final para convertirse en un abad (y en
paréntesis añadí mis comentarios):
« Un
día me mandó llamar el abad a cargo de Chakpori.
-
“Amigo
mío” –dijo– “por orden directa del Muy Amado debes ser iniciado como abad, pero
como tú lo has solicitado, puedes seguir recibiendo el tratamiento de "lama".
Sólo te doy el mensaje del Muy Amado.
(Aquí
Lobsang Rampa está cometiendo un error porque en el budismo tibetano a los
sacerdotes que tiene el cargo de abad se los denomina lamas, y fueron los
orientalistas quienes cometieron el error de nombrar lamas a todos los monjes.)
Algún
tiempo después un lama de edad avanzada entró en mi cuarto y me dijo que tenía
que pasar por la Ceremonia de la Pequeña Muerte.
-
“Porque,
hijo mío, hasta que no hayas pasado por la Puerta de la Muerte y regreses, no
puedes saber verdaderamente que no existe la muerte. Tus estudios en viajes astrales
te han llevado muy lejos. Esto te llevará mucho más lejos, más allá de los
reinos de la vida, y al pasado de nuestro país.”
Los
estudios preparatorios fueron severos y prolongados. Durante tres meses llevé
una vida estrictamente supervisada. Cursos especiales sobre hierbas de sabor
horrible agregaron un ítem desagradable a mi dieta diaria. Me ordenaron solemnemente
que mantuviera mis pensamientos "sólo en aquello que es puro y
santo". ¡Como si hubiera mucho que elegir en un lamasterio! Hasta tenía que
tomar té y comer en menor cantidad. Rígida austeridad, disciplina estricta, y
largas horas de meditación.
Por
fin, al cabo de tres meses, los astrólogos dijeron que había llegado el momento
oportuno, los portentos eran favorables. Durante veinticuatro horas guardé ayuno
hasta que me sentí más vacío que un tambor del templo.
Después
me condujeron por aquellos pasajes y escaleras secretas muy debajo del Potala.
Bajamos cada vez más, antorchas relucientes en las manos de los otros, nada en
las mías. Recorrimos los pasillos que ya había visitado antes.
Por
fin llegamos al final de un pasaje. Nos enfrentó la roca sólida. Pero una
piedra enorme fue hecha a un lado cuando nos aproximamos. Entonces surgió otro pasaje,
un senderito oscuro y angosto con el olor del aire estancado, especies e
incienso.
Varios
metros más adelante nos detuvo momentáneamente una imponente puerta cubierta de
oro que se abrió lentamente con el acompañamiento de chirridos que contestaba
el eco como en un amplio espacio. Allí se apagaron las antorchas y se
encendieron lámparas de manteca.
Seguimos
adelante y entramos en un templo escondido tallado en la roca por la acción volcánica.
Esos pasajes y pasillos alguna vez habían conducido lava derretida hasta el
cráter de un volcán en erupción. Ahora diminutos seres humanos hollaban camino
y se creían dioses.
Pero
en ese momento pensé que debía concentrarme en la tarea que tenía entre manos,
y allí apareció el Templo de la Sabiduría Secreta.
Tres
abades me condujeron. El resto de la comitiva de lamas había desaparecido en la
oscuridad. Tres abades, viejos, disecados por la edad y que aguardaban su llamado
a los Campos del Paraíso; tres hombres viejos, tal vez los más grandes
metafísicos del mundo entero, dispuestos a darme mi última prueba de
iniciación. Cada uno llevaba en la mano derecha una lámpara de manteca, y en la
izquierda un grueso bastón de incienso humeante.
Allí
el frío era intenso, extraño, no parecía de este mundo. El silencio era profundo
y los débiles sonidos que se oían no hacían más que acentuarlo. Nuestras botas
de fieltro no hacían ruido. Las túnicas color azafrán de los abades emitían un
suavísimo murmullo.
Para
horror mío sentí hormigueos en todo el cuerpo. Las manos me resplandecían como
si le hubieran añadido una nueva aura. Vi que los abades también resplandecían.
El aire sequísimo y la fricción de nuestras ropas habían generado una carga de
electricidad estática. Un abad me pasó un corto bastón de oro y murmuró:
-
“Lleva
esto en la mano derecha y apóyalo en la pared mientras caminas, y en seguida
pasará la incomodidad.”
Así
lo hice, y con el primer escape de electricidad acumulada casi salté fuera de
las botas, peo después de eso no sentí dolor alguno.
Una
por una, encendidas por manos que no se veían, se encendieron las titilantes
lámparas de manteca. Y cuando fue en aumento la luz amarilla que se mecía, vi
figuras gigantescas, cubiertas de oro, y algunas gemas sin tallar enterradas a
medias.
Un
Buda enorme apareció de la oscuridad, tan enorme era que la luz no iba más allá
de su cintura. Apenas llegaba a
discernir otras formas;
imágenes de demonios, representaciones de vicios y las formas de las
penurias tremendas que tenía que sufrir el Hombre antes de que se realice el
Yo.
Nos
aproximamos a una pared en la que estaba pintada una Rueda de la Vida de cuatro
metros y medio. En la luz vacilante parecía girar y hacía que los sentidos se revolvieran
con ella. Seguimos adelante hasta que tuve la seguridad de que nos
enterraríamos en la roca.
El
abad que abría el camino desapareció: lo que yo había creído sombras era una
puerta muy bien disimulada. Esa puerta daba entrada a un sendero que bajaba por
un sendero angosto, retorcido donde la luz débil de las lámparas de manteca de
los abades sólo parecía intensificar las sombras.
Seguimos
nuestro camino, vacilando a los tropezones, resbalando a veces. El aire era
pesado y opresivo, y parecía que todo el peso de la tierra hacía presión sobre
nosotros. Daba la impresión de que estábamos penetrando en el corazón del mundo.
Una
vuelta final en el tortuoso pasaje, y a nuestra vista se abrió una caverna de
roca resplandeciente de oro: vetas de oro, pepitas de oro. Una capa de roca,
una capa de oro, una capa de roca... así estaba formada. Arriba, muy arriba, el
oro titilaba como estrellas en el cielo de una noche oscura, cuando los trozos
reflejaban la débil luz de las lámparas.
(Nadie
más ha descrito este lugar, y suponiendo que se tratara de un lugar secreto, me
parece inconcebible que un elevado sacerdote budista revelara al público
semejante secreto.)
En
el centro de la caverna había una brillante casa negra que parecía hecha de
ébano pulido. A los costados aparecían extraños símbolos y diagramas como los
que había visto en las paredes del túnel del lago.
Caminamos
hasta la casa y entramos por la puerta ancha y alta. Dentro había tres ataúdes
negros de piedra, curiosamente tallados y marcados. No tenían tapa. Observé
dentro y a la vista de su contenido contuve la respiración y me sentí desmayar.
-
“Hijo
mío” –exclamó el abad principal– “míralos, eran dioses de nuestra tierra en los
días anteriores a las montañas. Se paseaban por nuestro país cuando los mares bañaban
sus costas, y cuando en el cielo había estrellas distintas. Mira, pues
únicamente los Iniciados los han visto.”
Volví
a mirar asombrado y fascinado. Tres figuras de oro, desnudas, yacían delante de
nosotros. Dos hombres y una mujer. Cada línea, cada marca, estaba fielmente reproducida
por el oro.
¡Pero
el tamaño! ¡La mujer debía medir tres metros y los hombres no medían menos de
cuatro metros y medio!
Las
cabezas eran grandes y algo cónicas. Tenían mentones angostos, y bocas
pequeñas, de labios finos. La nariz larga y fina, mientras que los ojos eran
bastante hundidos.
No,
aquéllas no eran figuras muertas sino que parecían dormidas. Nos movíamos sin
ruido y hablábamos a voz baja, como si temiéramos despertarlos.
(¿Serían
atlantes?)
A
un lado vi una tapa de ataúd en la que estaba grabado un mapa de los cielos,
pero qué extrañas parecían las estrellas. Mis estudios de astrología me
permitían conocer perfectamente los cielos nocturnos, pero aquél cielo era muy
distinto.
El
abad principal se volteó hacia mí y dijo:
-
“Estás
a punto de convertirte en un Iniciado, a punto de ver el pasado y conocer el
futuro. El esfuerzo será grande. Muchos mueren y muchos fracasan, pero nadie
sale vivo de aquí a menos que pase la prueba. ¿Estás preparado y deseas
hacerlo?”
Le
respondí que sí. Entonces me condujeron a una losa de piedra que estaba entre
dos ataúdes. Allí, siguiendo sus instrucciones me senté en la posición del
loto, con las piernas dobladas, la columna vertebral erecta y las palmas de las
manos hacia arriba.
Encendieron
cuatro pajuelas de incienso (una para cada ataúd y otra para mi losa), cada uno
de los abades tomó una lámpara de manteca y salieron. Al cerrarse la pesada
puerta negra quedé solo con los cadáveres de aquellos muertos antiquísimos.
Pasó el tiempo y yo medité sobre mi losa de piedra.
La
lámpara de manteca que yo había llevado finalmente se apagó. Durante un momento
vi la lucecita roja de la mecha, después sentí el olor de mecha quemada, hasta
que por fin hasta eso desapareció.
Me
eché de espaldas en la losa y respiré de la manera especial, como me habían
enseñado en el transcurso de los años. El silencio y la oscuridad eran
opresivos. Era ciertamente el silencio de la tumba.
Súbitamente
el cuerpo se me puso rígido, cataléptico. Las piernas se me pusieron frías e
insensibles. Tuve la sensación de morir en aquella tumba viejísima, a más de
ciento veinte metros bajo la luz del sol.
En
mi interior sentí un tirón súbito y violento, y la impresión inaudible de un
roce y un chirrido extraño como el del cuero cuando lo desdoblan. Gradualmente
la tumba se iluminó con una pálida luz celeste, parecida a la luz de la luna en
un paso de montaña muy alto.
Pude
imaginar que estaba otra vez en una cometa, meciéndome y bamboleándome al
extremo de una cuerda. Comprendí que estaba flotando encima de mí cuerpo
carnal. Con la comprensión vino el movimiento. Corno una bocanada de humo me
dejé arrastrar como por un viento no sentido.
Encima
de mi cabeza vi un resplandor, como un halo dorado. De mi cintura pendía una
cuerda de azul plata. Latía de vida y brillaba suavemente de vitalidad.
Miré
hacia abajo, hacia mi cuerpo y supe que mi cuerpo se encontraba como un cadáver
entre cadáveres. Las pequeñas diferencias entre mi cuerpo y los de las figuras
gigantescas se hicieron aparentes. El estudio era absorbente. Pensé en la tonta
vanagloria de la humanidad de esta época y me pregunté cómo explicarían los
materialistas la presencia de aquellas figuras gigantescas.
Pero
entonces sentí que algo interrumpía mis pensamientos. Me pareció que ya no
estaba solo. Me llegaban trozos de conversación, fragmentos de pensamientos no
expresados. Cuadros desperdigados cruzaron como relámpagos mi visión mental.
Desde
muy lejos parecía que alguien estaba golpeando una campana muy grande, muy
grave. Rápidamente se acercó cada vez más hasta que me pareció que estallaba en
mi cabeza, y vi gotitas de luces de colores y relampagueos de clamores
desconocidos. Mi cuerpo astral fue sacudido y arrastrado como una hoja en un
ventarrón de invierno.
(Esto
es una equivocación de Lobsan Rampa porque en las iniciaciones elevadas no se
emplea el cuerpo astral sino las envolturas superiores.)
Torbellinos
de dolor me azotaron la conciencia. Me sentí solo, abandonado, un animalito
perdido en un universo tambaleante. Sobre mí cayó una niebla negra, y con ella
una calma que no era de este mundo.
Lentamente
desapareció la negrura absoluta que me envolvía. De alguna parte llegaba el
rugido del mar y el cascabeleo sibilante de la ripia empujada por las olas. La
escena me resultaba familiar; lentamente me volví de espaldas en la arena
calentada por el sol, y miré hacia arriba, hacia las palmeras. Pero en mi
interior me decía que nunca había visto el mar y jamás había oído hablar de
palmeras.
De
un bosquecillo cercano llegó el rumor de voces y risas, voces que aumentaban de
volumen y de alegría cuando un grupo de gente bronceada por el sol apareció
ante mi vista. ¡Eran gigantes!
Me
miré y vi que yo también era un "gigante". Mis percepciones astrales
captaron las siguientes impresiones: infinitos siglos atrás la Tierra giraba
más cerca del sol, en dirección opuesta a la actual. Los días eran más cortos y
más tibios. Surgieron vastas civilizaciones y los hombres sabían más que ahora.
Pero
de alguna parte del espacio vino un planeta errante que propinó a la Tierra un
tremendo golpe que la sacó de su órbita y la hizo girar en dirección opuesta.
Se levantaron vientos que agitaron las aguas, las cuales, bajo diferentes
fuerzas de gravedad elevaron a la tierra y produjeron inundaciones universales.
Terremotos sacudieron al mundo. Las tierras se hundieron bajo las aguas y otras
se levantaron.
La
tierra tibia y agradable que era Tíbet dejó de ser un lugar bañado por el mar y
se elevó a tres mil seiscientos metros sobre el nivel del mar. A su alrededor
aparecieron poderosas montañas que eructaban lava hirviente. Muy lejos, en las
tierras altas, en la Superficie se abrieron grietas, y continuó prosperando la
fauna y la flora de los años pasados.
Pero
hay demasiado para escribir en un libro, y cierta parte de mi "iniciación
astral" es demasiado sagrada y demasiado secreta para imprimirla.
(Lo
que acaba de contar Lobsang Rampa es falso porque si un planeta golpea fuertemente
a la Tierra, nuestro planeta se destruiría y toda la vida se extinguiría.)
Algún
tiempo después sentí que las visiones se nublaban y se oscurecían. Gradualmente
me abandonó mi conciencia astral y física. Después tuve una incómoda sensación
de frío, frío de estar acostado en una losa, en el frío congelante de una
tumba.
Escuché:
-
“Sí,
ha vuelto a nosotros. ¡Ya vamos!”
Pasaron
varios minutos, y se aproximó un suave resplandor. Los tres viejos abades sosteniendo
las lámparas de manteca, y uno de ellos me dijo:
-
“Te
has portado muy bien, hijo mío. Has estado tres días aquí. Ahora has visto.
Muerto. Y vivido.”
Entonces
me puse de pie con dificultad, estaba endurecido, débil y hambriento. Salimos
de aquel recinto que jamás olvidaré y subimos al aire frío de otros pasajes.
Yo
estaba debilitado por el hambre y confundido por todo lo que había visto y
experimentado. Comí y bebí hasta saciarme, y esa noche cuando estaba acostado
para dormir, supe que pronto abandonaría Tíbet para ir a países extraños, como
habían predicho. »
(Capítulo 17)
CONCLUSIÓN
Por lo que les
comenté arriba y por el hecho que Lobsang Rampa mostró ser muy charlatán, yo
concluyo que este relato fue otra mentira más que inventó ese escritor para
impresionar a sus lectores.
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