El 3 de abril de 1875 (unos meses antes de fundar la Sociedad Teosófica) Blavatsky se casó con Michael C. Betanelly quien era un importador de Georgia que vivía en Filadelfia.
La boda fue dirigida por el reverendo William H. Furness en la Primera Iglesia Unitaria de Filadelfia.
Blavatsky aceptó ese matrimonio después de que su pretendiente insistió mucho y él estuvo de acuerdo en que ella podía conservar su nombre y su independencia, y que era solo un matrimonio nominal.
El coronel Olcott estaba asombrado por la decisión de Blavatsky quien más tarde le dijo que esa situación era el resultado de complicaciones kármicas de vidas pasadas.
A finales de junio de 1875 Blavatsky se alejó del Sr. Betanelly quien después de unos meses solicitó el divorcio, el cual finalmente se otorgó el 25 de mayo de 1878, en el que William Judge actuó como abogado de Blavatsky.
TESTIMONIO DE HENRY OLCOTT
El coronel Olcott en su libro "Las Hojas de un Viejo Diario I" comentó lo siguiente sobre ese segundo matrimonio:
« Puesto que he hablado del Sr. B., debo a la memoria de H.P.B. la obligación de decir cual fue con exactitud la naturaleza de sus relaciones con él.
Se ha insinuado que no tenían nada de muy honradas y que eso era un misterio, que más valía no sondear. Pero esto es como todo el resto de los numerosos y malvados rumores que han corrido acerca de ella.
Ahora H.P.B. ya ha muerto y está fuera del alcance de los juicios del mundo y de los esfuerzos de los calumniadores, pero a juzgar por mí mismo, todos aquellos que aman su recuerdo, estarán satisfechos al saber la verdad, de boca de uno de los raros amigos que la supo.
Hela aquí: una de mis cartas de Chittenden al Daily Graphis interesó a este señor B., súbdito ruso, y lo decidió a escribirme a Filadelfia para manifestarme su vivo deseo de ver a mi colega y hablar del espiritismo.
H.P.B. no tuvo inconveniente y él vino a verla a Nueva York hacia fines del 1875. Nacieron en él inmediatamente muy vivos sentimientos de admiración que expresó primero verbalmente, y después por carta a ella y a mí.
Ella lo rechazó resueltamente cuando vio que aquello tendía al casamiento y se disgustó de su insistencia. Pero esto no hizo más que aumentar el entusiasmo del Sr. B. y por fin amenazó con matarse si ella no aceptaba su mano.
Mientras tanto, y antes de este momento crítico, ella había ido a Filadelfia, donde habitaba en el mismo hotel que él y recibía sus visitas cotidianas.
Él juraba por todos los dioses que no pretendía más que el honor de protegerla; que su único sentimiento era una adoración desinteresada hacia su grandeza intelectual y que jamás reclamaría sus derechos de marido.
En fin, la atormentó tanto que un buen día – en que ella me hizo el efecto de estar loca– terminó por aceptar su palabra y consintió en ser aparentemente su mujer; sin embargo con la condición de que ella conservaría su nombre y la perfecta libertad de que siempre había disfrutado.
Fueron, pues, muy legalmente unidos por un respetable clérigo unitario de Filadelfia, y transportaron sus penates a una casita de la calle Samson en donde me recibieron cuando hice mi segunda visita a Filadelfia, después de la publicación de mi libro.
En realidad, la ceremonia tuvo lugar durante mi residencia en la casa, pero no fui testigo de ella. Los vi a su vuelta de casa del sacerdote, después del casamiento.
Cuando al hallarme a solas con H.P.B. le expresé mi estupefacción, y que yo consideraba como una perfecta tontería suya ese casamiento con un hombre más joven que ella, muy inferior desde el punto de vista intelectual y que además no podría nunca serle una agradable compañía –sin hablar de sus escasos medios, pues él no había aún organizado sus negocios–.
H.P.B. me respondió que era una desgracia inevitable. Que sus suertes estaban momentáneamente ligadas por un Karma inexorable y que esta unión sería para ella una penitencia por su terrible orgullo y su carácter combativo, los cuales retardaban su evolución espiritual.
Y que en cuanto al joven, no sufriría por ello mucho tiempo. El resultado inevitable fue una pronta separación. Al cabo de pocos meses, el marido olvidó sus promesas de desinterés y se transformó, con amargo disgusto de su mujer, en un amante exigente.
Blavatsky se enfermó gravemente
En junio, H.P.B. cayó peligrosamente enferma como consecuencia de una caída que sufrió en Nueva York el invierno anterior y por la que se había estropeado una rodilla en la acera.
Resultó de eso una violenta inflamación del periostio y la gangrena de una parte de la pierna.
H.P.B. abandonó definitivamente a su marido inmediatamente después de su curación (la que se produjo en una noche de manera casi milagrosa, después que un eminente cirujano hubo declarado la necesidad de dejarse practicar la amputación o morir).
Después de varios meses, cuando el marido vio que ella no volvería más y que sus negocios estaban bastante afectados por su negligencia, se entendió con un abogado y pidió el divorcio por abandono.
H.P.B. recibió la notificación en Nueva York, y el señor Judge se hizo cargo de su defensa; el divorcio fue pronunciado el 25 de mayo de 1878.
Los documentos originales estuvieron siempre después bajo mi custodia. He ahí toda la historia.
Se ve que no hubo de parte de H.P.B., ni falta, ni ilegalidad, ni prueba de que hubiese sacado de este casamiento otra ventaja material que una situación de las más molestas, durante algunos meses.
Retrato hecho fenoménicamente
Antes de que el señor B. desaparezca de mi relato, citaré una variante de precipitación de la que fui testigo.
Él hablaba siempre de una difunta abuela, a quien, según decía, quiso entrañablemente, y le pedía a H.P.B. que le procurase un retrato de esa abuela, puesto que su familia no tenía ninguno.
H.P.B. cansada de su insistencia, un día que estábamos los tres juntos, tomó una hoja de papel de cartas, fue a la ventana y sostuvo allí el papel apoyado contra el vidrio, bajo las palmas de sus dos manos.
Al cabo de un par de minutos, le dio el papel, en el cual vi el retrato al lápiz de una rara viejecita de piel negra, cabellos negros, la cara arrugada y una gran verruga en la nariz.
El señor B. declaró con entusiasmo que el parecido era notable. »
(Capítulo 4)
Tal vez el karma al que se refería era el que le cabría si el tipo cumplía su amenaza de matarse si ella no aceptaba, de modo que sería kármicamente responsable de su muerte, aunque fuese de esta manera indirecta.
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