(Esta es segunda parte
del libro “Una Aventura en la Mansión de los Adeptos Rosacruces” escrito por
Franz Hartmann, la historia es inventada, y en morado añadí mis comentarios.)
Fin del
capítulo 1
LA
EXCURSIÓN
Mientras
me adentraba cada vez más en las montañas de Baviera y me encontraba sumergido en
mis reflexiones oí una risa estúpida cerca de mí. Tan sumido estaba en mis
propios pensamientos que no me había percatado de la llegada de un extranjero,
y al levantar los ojos vi a un extraño.
Encontrándome
algo sorprendido al mismo tiempo que visiblemente contrariado por esta
desagradable interrupción, le pregunté algo asustado:
-
¿Qué queréis?
Observé
una extraña mueca en su cara de enano, que tal parecía, al tiempo que me
respondía:
-
El Maestro me ha dicho que os guiará hasta su
mansión.
Permanecí
sorprendido por tales palabras, hasta que convenciéndome de que tratándose de
un idiota, no podía esperar ninguna respuesta inteligente, así que le pregunté:
-
¿Quién es vuestro Maestro?
-
Imperator, me contestó.
Y
como al pronunciar esta palabra viera una chispa de inteligencia en sus ojos y
adivinando por el tono de su voz que al Imperator, quienquiera que fuese,
obedecía implícitamente el enano, traté de indagar por todos los medios de
quién se trataba y dónde vivía, pero todos mis esfuerzos para obtener un
definitivo resultado fueron inútiles ante el que aparecía evidentemente como un
idiota, y quien no hacía otra cosa que repetir, gesticulando, las palabras ya
citadas.
En
consecuencia, determiné por fin acompañarle, aguardando el curioso desenlace de
mi aventura.
El
extraño me precedía y yo le seguía camino de la base de la inaccesible montaña.
De cuando en cuando él se volteaba para ver si continuaba siguiéndole, y yo
entretanto marchaba observando su porte y su vestido.
No
medía más que unos tres pies de talla y era visiblemente jorobado. Componía su
equipo un traje color castaño y un capuchón que hacía semejarle un pequeño
monje capuchino de la Orden de San Agustín. La cabeza enorme y el cuerpo
comparativamente largo, descansaban sobre unas piernas cortas y flacas,
mientras que los pies tenían igualmente una dimensión extraordinaria, efecto
probablemente de su baja estatura y del sano aspecto de su colorada faz. Parecía
un niño, pero la considerable largura de la barba gris que orlaba su cara
destruía aquella infantil apariencia. En la mano llevaba un cayado tallado de
una rama seca, que hallara, sin duda, en el camino.
Capítulo 2
EL
MONASTERIO TEOSÓFICO
(Es incorrecto asociar los rosacruces con los teósofos porque
aunque los dos fueron fundados por agentes de los maestros transhimaláyicos, en
realidad corresponden a dos corrientes distintas de organizaciones esotéricas.)
Continué
siguiendo al extraño compañero y pronto volvimos a encontrar el sendero que
bordeaba el lecho del río, éste se deslizaba apaciblemente sobre un fondo
tapizado de blancos guijarros y la profundidad del agua parecía indicar que no
estábamos lejos del manantial. Cuanto más nos aproximábamos a la montaña, más
perpendicularmente talladas aparecían frente a nosotros las rocosas murallas,
inabordables a primera vista para todo ser viviente que no fuera un ave.
Más,
a medida que avanzábamos, descubrí una hendedura, un hueco practicado en el
flanco de la muralla, abierto en forma de túnel o caverna. Franqueamos aquel
obscuro paso y observé que penetraba en el interior de la muralla gigante y que
conducía a la parte ignorada del vecino valle. Pronto llegamos al extremo
opuesto del túnel y una exclamación de sorpresa y de júbilo salió de mis labios
al contemplar la magnificencia del espectáculo que a mis ojos se extendía.
Un
valle rodeado de montañas de inexpugnable altura en donde la naturaleza y el
arte parecían unidos para ornato y gloria de una supra terrestre belleza. Una
bahía inmensa semejaba extenderse ante mí confinando con una especie de
anfiteatro natural. La hierba fina tapizaba el suelo, hollada por una clara
arboleda y por todos lados bosquecillos y selvas y pequeños lagos y
encantadores riachuelos esmaltaban el paisaje.
A
considerable distancia se elevaba un sublime picacho rasgando el éter azul,
presentando una claridad entre sus rocas suspendidas en el vacío y parecía una
ola gigantesca petrificada por un mágico conjuro.
Las
faldas de la montaña formaban rápidas vertientes hacia un declive inferior para
elevarse de golpe hacia una imponente altura.
En
presencia de aquella sublimidad, yo permanecía sumido. Mi acompañante pareció comprender
mi silencio y permaneció también inmóvil y riendo como si estuviera satisfecho
de mi admiración.
La
calma que nos envolvía hubiera sido completa a no ser por una catarata distante
que a nuestra izquierda se precipitaba rugiendo en el escarpado abismo,
semejando un chorro de plata fluida sobre el oscuro fondo gris de la roca.
El
ruido monótono de este salto, opuesto a la apacible calma reinante, me
recordaba el imperio del tiempo sobre el reinado de la eternidad. Me hallaba en
un mundo distinto al que no estaba habitado: el aire parecía más puro, la luz más
diáfana, la hierba más verde; creía encontrarme en el valle de la paz, en el
paraíso de la felicidad y del contento.
Contemplando
las lejanas alturas me parecía distinguir en la cima de un monte algo que se asemejaba
a una fortaleza o una especie de monasterio. A medida que a él me aproximaba
pude convencerme de que se trataba de un edificio de piedra cuyos altos muros,
asomando por encima de la copa de los árboles que le rodeaban, coronaba una
cúpula como si fuese un templo.
La
apariencia exterior indicaba la solidez de los muros. Tenía la construcción
forma rectangular, pero su arquitectura no ofrecía un estilo simétrico ya que
multitud de torrecillas, halcones y galerías orlaban aquí y allá las paredes.
Al
otro lado del valle, la naturaleza no era menos sublime inspiradora. Gigantes
de maciza roca se erguían a extraordinaria altura en el acerado azul del cielo.
Grandes espesuras de blancas nubes rodeaban coronándolas las más altas montañas
y dejando solamente al descubierto las cumbres calvas que parecían separadas
del cuerpo principal de la montaña.
La
parte inferior de las nubes se encontraba oscura, mientras que la superior
aparecía iluminada de un pálido color fantástico que al mirarlo deslumbraba.
Allí donde las masas nubosas descansaban sobre el cuerpo de la montaña yo creía
contemplar un mundo en destrucción. Parecía como si las entrañas montañosas
hubieran sido arrancadas y la informidad desolada de aquel haz rocoso no fuera
interrumpido más que por las franjas de nieve que cubrían las resquebrajaduras
abiertas en sus faldas.
Llegamos
a una amplia avenida que conducía hacia el edificio, y distinguí a lo lejos la
figura de un hombre de imponente y noble apariencia que se aproximaba. Iba
envuelto en una túnica amarilla, y a su paso rítmico flotaba su negra
cabellera.
Cuando
el idiota lo vislumbró, corrió hacia él y se prosternó a sus plantas y
desapareció. Yo me hallaba sorprendido por tan extraordinario encuentro, pero
no tuve tiempo de reflexionar al respecto puesto que el desconocido se dirigió
hacia mí dándome la bienvenida.
Parecía
tener unos treinta y cinco años, era de elevada estatura y su mirada dulce y
bondadosa, penetraba en el fondo de mí ser, pareciendo descubrir mis más
íntimos pensamientos.
-
Es seguramente un Adepto, pensé yo.
-
Sí, respondió el recién venido, leyendo en mi
interior, Os halláis realmente entre los Adeptos en quienes tanto habéis
pensado, y en cuya presencia anhelabais encontraros. Yo os conduciré a nuestro templo
y conoceréis a algunos de los Hermanos de la Rosa-Cruz de Oro.
(Blavatsky explicó que los verdaderos rosacruces existieron
hasta finales del siglo XVIII, la Sociedad de la Rosa-Cruz de Oro fue una
organización creada en ese siglo por varios ocultistas que adoptaron en cierta
medida las enseñanzas rosacruces, pero hasta donde la he estudiado no me da la
impresión que fuera dirigida por verdaderos adeptos.)
Mientras
él hablaba, yo iba analizando su figura y no me parecía desconocida. Descubría
en su persona algo que me era tan familiar como si lo conociera ya desde muchos
años, pero que no podía hallar su imagen en mi memoria.
En
vano esforzaba mi cerebro tratando de descubrir dónde y cuándo le conocí, o
cuando menos a alguien que se le asemejara. Y de nuevo el Imperator de la
Sociedad Rosacruciana, ya que de él se trataba sin duda, respondió a mi
pensamiento de esta manera:
-
Tenéis razón, no somos desconocidos, ya que
muy a menudo he permanecido a vuestro lado, y cerca de vos, aunque no os
percatarais de mi presencia. Yo he dirigido las corrientes de ideas brotadas de
vuestro cerebro mientras, elaborándolas, les dabais forma escrita. Muchas veces
habéis visitado ya este lugar durante el reposo de vuestro cuerpo físico y
conversado conmigo y con mis Hermanos; pero al volver otra vez a vuestro cuerpo
físico, vuestra alma no podía imprimir en la memoria del cerebro el recuerdo de
los acontecimientos vividos y de las experiencias trascendentales que
permanecían olvidadas durante la vigilia, sin medios apropiados para su
consciente transmisión. La memoria de la forma animal no retiene más que las
impresiones grabadas en ella por los sentidos externos; la memoria del espíritu
no se despierta hasta cuando vivimos en el estado espiritual.
Yo
le dije al Imperator que consideraba aquel día el más feliz de mi vida, y que
sólo lamentaba que no me fuera posible permanecer siempre allí ya que me
reconocía todavía indigno de morar en la compañía de tan elevados seres.
-
Os permitiremos el tiempo suficiente para que
os capacitéis de todo lo que se requiera, respondió el Maestro, sabréis cómo
vivimos pero en cuanto a permanecer aquí de una manera definitiva, es por ahora
imposible debido a que hay aún demasiados elementos inferiores y
potencialidades animales adheridos y formando parte de vuestra naturaleza, que
no podrían resistir mucho tiempo la destructiva influencia y el ambiente
espiritualmente puro de este retiro; y como no poseéis todavía en cantidad suficiente
los responsivos elementos verdaderamente puros en vuestro organismo para que
permanezca firme e inalterable, sucumbiríais pronto, falto de poder y fuerzas,
como si os consumierais; caeríais en bajeza en lugar de lograr la felicidad y
moriríais.
-
Maestro, le contesté, ¿no podré siquiera
abrigar la esperanza durante mi permanencia aquí de adquirir los grandes
poderes espirituales que poseéis, con cual ayuda se dice poder transformar las
cosas y transmutar los metales simples en oro?
-
Nada hay de misterioso o de pasmoso en ello,
amigo mío, respondió el Imperator, tales hechos no son más admirables y
asombrosos que los ordinarios fenómenos de la naturaleza que diariamente
contemplamos. Su misterio no existe más que para quienes los prejuicios y las
ilusiones interceptan la visión de la verdad. No debiéramos permanecer más
atónitos ante tales fenómenos que mirando la luna rotar en torno de la tierra u
observando el crecimiento de un árbol. Todo no es más que efecto de este poder
primordial, único, llamado Voluntad, por el cual vino el mundo a la existencia.
Ella puede manifestarse de múltiples maneras y en los siete distintos planos de
actuación como fuerza mecánica o como influjo espiritual; pero es simplemente
el mismo poder divino y único de la Voluntad movida por el armonioso conjunto
instrumental del organismo humano dirigido por la inteligencia.
-
Entonces, dije yo, ¿el intentar fortalecer la
Voluntad debe ser lo más inmediato y necesario?
-
No, me objetó el Imperator, la Voluntad es
una fuerza universal que sostiene entre sí los mundos en el espacio y es causa
de las revoluciones planetarias; existe doquiera y lo penetra todo y no tenéis
necesidad de fortificarla ya que ella es lo suficientemente poderosa para el
logro de lo permitido. Vos no sois más que un instrumento por el cual esta
fuerza universal puede actuar y manifestarse y podéis experimentar la plenitud
de su poderío si no tratáis de ponerle resistencia. Pero si imagináis poseer
una voluntad vuestra en la que la acción difiera de la universal Voluntad, no
hacéis, en realidad, otra cosa que sustraer un fragmento insignificante de
ella, oponiéndola a la grande fuerza original.
Si os imagináis en
posesión de una voluntad exclusiva y propia, entráis al instante en conflicto
con la potencia energética del universo; y siendo una partícula insignificante
de él, seríais anulados, causando vuestra propia ruina.
Vuestra voluntad no
puede usar de su poderío más que cuando corre pareja con la Voluntad del
Espíritu Universal; ella será tanto más fuerte cuanto menos la empleéis en
beneficio propio, y para ello debéis permanecer siempre obediente a la Ley.
-
¿En qué forma podemos entonces llevar esto a
cabo?, le pregunté, si nada podemos lograr por la fuerza de nuestra propia
voluntad. Tanto importa que no tratemos jamás de esforzarnos en el logro de
cualquier cosa, sino dejar que la Naturaleza cumpla su objeto sin nuestra
ayuda.
-
Nada útil podemos alcanzar para nuestro
provecho, respondió el Maestro, pero es legítimo subyugar la razón y la inteligencia
para servicio y guía de la fuerza voluntaria universal existente y en la
Naturaleza para conducirla; y así podemos precipitar el ritmo de la vida
inconsciente de más lento cumplimiento sin nuestro auxilio y ayuda.
El molinero que
emplea el agua del río para dar impulso a su molino, ni crea el agua ni intenta
remontar su corriente de nuevo al manantial, sino que conduce simplemente el
líquido por ciertos canales y se sirve del curso de las aguas, ya existentes,
para el cumplimiento de su objetivo. Del mismo modo obra el Adepto. Conduce,
por medio de su inteligencia, la fuerza latente y con tal procedimiento ajusta
los hechos a la ley natural.
La inteligencia es,
quizá, la única cosa que puede el hombre llamar propia y la más elevada, por la
cual le es dado aspirar a la percepción y la comprensión de la verdad universal.
¿Veis aquella nube que
rodea la cima de la montaña?, continuó el Adepto, allí permanecerá hasta que el
impulso del aire la deshaga o descienda o remonte. Si nosotros la dispersamos
empleando sobre la densa masa las fuerzas universales de la Naturaleza obramos
bajo la guía de la inteligencia.
Y
diciendo estas palabras, tendió el Maestro las manos en dirección a la montaña,
señalando la cumbre que envolvían las circulares nubes y en el mismo instante
pareció como si la vida se infundiera en su densa masa, la cual empezó a danzar
y moverse en torbellinos hasta que por fin se elevó como una columna de humo
hacia la montañosa cresta y hendió la atmósfera, dando al monte el aspecto de
un volcán.
Luego
se condensó otra vez en los aires, formando una nubecilla plateada que
atravesaba el sol con sus rayos.
Yo
estaba sorprendido ante tal manifestación del poder sobre las nubes, pero el
Adepto, leyendo en mi pensamiento, dijo:
-
La vida palpita doquiera y es universal e
idéntica a la voluntad. No es un producto del hombre, y por lo tanto no puede
monopolizarla. De ella recibe éste un limitado patrimonio al venir al mundo. La
Naturaleza le provee y se la presta pero debe restituirla al partir de él. Sólo
el que ha logrado fijar una cierta cantidad de principio vital en su permanente
yo interno puede llamar suya esta energía y retenerla más allá del mundo de la
forma.
Durante
el diálogo nos fuimos aproximando lentamente al monasterio, hasta permitirme a
la distancia el examen minucioso de los detalles de la fachada.
La
construcción de forma cuadrangular parecía no tener más que dos pisos, de
habitaciones muy altas, y estaba rodeado de un vastísimo parque o jardín de
corpulentas encinas y de multitud de otros árboles. Siete gradas de mármol
blanco conducían al vestíbulo principal, protegido por dos macizos pilares de
granito y en el dintel aparecía grabada en letra de oro una inscripción que así
decía:
“Tú que entras, deja
tras de ti los malos pensamientos.”
Franqueamos
la entrada y nos hallamos en el interior del vestíbulo enlosado de piedras
lisas. En el centro se alzaba sobre un pedestal la estatua de Gautama el Buda.
Los muros aparecían orlados de inscripciones doradas representando algunos de
los principales preceptos de la doctrina de los antiguos sabios.
A
derecha e izquierda, varias puertas daban acceso a largos corredores, que
conducían a los diversos departamentos de los Hermanos. Más la puerta
fronteriza a la entrada conducía a un hermoso jardín en el que se divisaban una
multitud de plantas parecidas a las que crecen en los países tropicales. En el
fondo del jardín se alzaba otro edificio de mármol blanco que remataba una
cúpula que yo había divisado de lejos, apenas atravesado el túnel, y sobre cuya
cima aparecía un dragón de plata sobre un globo de oro.
-
Este es el santuario de nuestro templo, dijo
el Imperator, y su puerta debe permanecer cerrada para vos. Si intentarais franquearla,
la muerte inmediata de vuestra personalidad sería la consecuencia. Además que
de nada os serviría, aun siéndoos allí posible la vida ya que en este santuario
todo aparece obscuro para el que no lleva en sí la luz del espíritu, que es la
lámpara inextinguible de la divina inteligencia para alumbrar las tinieblas.
Avanzamos
por uno de los corredores. A nuestra izquierda numerosas puertas conducían a los
cuartos de los Hermanos. Y a la derecha horadaban el muro diversas aberturas
que daban al jardín de plantas tropicales, y tapizaban los intervalos entre
tales aberturas las pinturas de magníficos paisajes. Uno de ellos representaba
una visión de la India con los Himalayas cubiertos de blanca nieve en el fondo,
mientras que en el primer plano representaba una especie de pagoda chinesca, y a
breve distancia un pequeño lago entre verdes colinas.
-
Estas pinturas, explicó el Maestro,
representan los diversos monasterios y lamaserías de nuestra Orden. La que
tenéis al frente se halla situada a la orilla de un lago, en el corazón del Tíbet,
y la ocupan algunos de los más elevados Adeptos. Cada uno de tales cuadros
muestra al mismo tiempo una parte del paisaje donde el monasterio se halla
situado con el objeto de dar una idea ajustada del carácter general de la
localidad. Tales pinturas poseen la oculta propiedad de aparecer vívidas y
reales si concentráis vuestro pensamiento en cualquier punto de la escena.
Hice
lo que se me insinuaba. Enfoqué mi atención en el gran portal de la lamasería y
con gran asombro mío la puerta se abrió y apareciendo un indio de corpulenta
presencia, vestido de ropas resplandecientes y cubierta la cabeza con un
turbante de seda amarillo pálido.
Lo
reconocí inmediatamente como uno de los Adeptos tibetanos que había visto en
mis sueños lúcidos. Él pareció también reconocerme y bajó la cabeza sonriendo,
mientras yo me inclinaba reverentemente ante él. Un servidor enjaezaba un
caballo entretanto; el Adepto lo montó y desapareció después.
(Aquí Hartmann está haciendo alusión al encuentro que él tuvo
con el maestro Morya en Adyar, y al cuadro que representa el lugar que se
encuentra cerca de un río –no de un lago– donde los maestros Kuthumi y Morya
tienen sus casas, y en donde en el primer plano a la derecha aparece “una
especie de pagoda chinesca”.
Y quienes tienen diversos templos alrededor del mundo son los
maestros transhimaláyicos, mientras que en cambio los rosacruces solo se
desarrollaron en Europa.)
Permanecí
mudo y estupefacto; el Imperator sonriendo me condujo de nuevo citándome un
pasaje de Shakespeare, ligeramente modificado que decía: “Infinidad de cosas
existen en el cielo y en la tierra que no conocen ni comprenden vuestros
filósofos”.
Pasamos
luego delante de una amplia pintura, representando una escena egipcia, con un
convento en el primer plano y unas pirámides a cierta distancia. Ofrecía una
apariencia más velada que el primer cuadro, sin duda a causa de los grandes
espacios desiertos que parecían rodearle.
La
pintura siguiente representaba un edificio parecido, situado en un país
tropical y montañoso, y el Adepto me dijo que estaba emplazado en cierto lugar
de las cordilleras de América del Sur. Otro cuadro mostraba un templo
mahometano, con sus minaretes y la media luna en su cúspide.
Expresé
mi sorpresa al ver todos los sistemas religiosos del mundo estando representados
en las órdenes rosacrucianas, ya que siempre había creído que los Rosacruces
constituían una orden eminentemente cristiana.
El
Imperator, leyendo de nuevo mi pensamiento, corrigió mi error.
-
El nombre Orden Rosacruciana u Orden de la
Rosa-Cruz de Oro, dijo el Imperator, es una invención comparativamente moderna
que fue empleada al principio por Juan Valentín Andrea, quien inventó la
historia del caballero Cristián Rosacruz con el mismo fin que inventó Cervantes
su “Don Quijote de la Mancha”, es decir con objeto de ridiculizar los
pretendidos Adeptos reformadores y falsificadores de oro de su época, cuando
escribió su célebre “Fama Fraternitatis”.
Anteriormente a la
aparición de su libelo, el nombre de Rosacruz no significaba una persona
afiliada a una sociedad organizada bajo tal nombre, sino un determinativo
genérico aplicado a todos los Ocultistas, Adeptos y Alquimistas
indistintamente, de hecho o que pretendían estar en posesión de cierto
conocimiento oculto, y que en consecuencia poseían el significado de la Rosa y
de la Cruz, símbolos adoptados por la Iglesia Cristiana y que no pudo inventar
porque fueron empleados por todos los ocultistas millares de años antes de que
Cristo fuera conocido.
Tales símbolos no
pueden partir exclusivamente de la Iglesia Cristiana, y por eso no pueden ser
por ella monopolizados, sino libres como el mismo aire y patrimonio exclusivo
de los capaces de abarcar su significación. Desgraciadamente bien pocos
cristianos lo comprenden limitándose su culto a las formas esotéricas e
ignorando el vital principio que tales formas representan.
(Blavatsky
y en maestro Pastor señalaron que Cristián Rosacruz si existió, fue el texto Fama Fraternitatis el que popularizó el
nombre de rosacruz, el cual se comenzó a utilizar para designar a los
ocultistas en general, y la rosa y la cruz no son símbolos propiamente esotéricos,
los rosacruces los adoptaron para resguardarse de los ataques de la Iglesia Católica.)
-
Entonces, comenté yo, un hombre cualquiera,
espiritualmente despierto, puede convertirse en un miembro de vuestra Orden,
aunque no practique ninguno de los dogmas llamados cristianos.
A
ello el Imperator respondió:
-
No puede de ningún modo convertirse en
miembro de nuestra Orden quien basa su saber en dogmas, credos y creencias o en
opiniones que le han sido enseñadas por cualquiera o que las sabe de oídas o de
leídas. Tal ciencia imaginaria no puede ser la suya real.
Sólo podemos saber lo
propiamente hemos experimentado, lo que por nosotros sentimos, vemos y
comprendemos. Lo que generalmente tenemos por ciencia no pasa de ser un simple
mecanismo de la memoria. Podemos almacenar en ella innumerables cosas que lo
mismo pueden ser verdaderas que falsas. Más aún siendo verdaderas, ningún
provecho reportan al conocimiento real ya que éste no puede ser nunca
comunicado por un hombre a otro hombre, sino sólo servir a éste de guía en el
camino donde le es lícito adquirirlo. Es preciso que por sí mismo alcance la
verdad, no solamente por medio del intelecto, sino intuitivamente, por el
corazón.
Para alcanzar la
verdadera ciencia, debemos sentir la verdad de una cosa y comprenderla,
comprendiendo la razón del porqué no puede dejar de serlo. Creer la verdad a
pie juntillas, sin poseer el profundo conocimiento de ella, es simplemente una
superstición, y consecuentemente todas vuestras especulaciones científicas,
filosóficas y filológicas están basadas en la superstición y no en la percepción
de la realidad. La ciencia y los conocimientos de vuestros científicos,
filósofos y teólogos modernos sufren el continuo peligro de ser tergiversados
por cualquier posterior descubrimiento que no pueden explicar sus artificiosos
sistemas de enseñanza, ya que éstos están basados en la experiencia sensorial y
en la argumentación lógica.
La verdad no puede
mistificarse ni admite la argumentación, y una vez vislumbrada por el
espiritual poder perceptivo y comprendida por la superior inteligencia del hombre,
le comunica el don del conocimiento real y no pueden ofuscarle jamás las
externas perturbaciones.
De consiguiente,
nuestra Orden ninguna labor directa tiene respecto de credos, creencias y
opiniones de todo género, ni les concedemos importancia alguna ya que lo único
verdadero es el conocimiento real. Si nos hallamos en condiciones de recibir la
verdad por medios directos, ninguna utilidad tienen los libros y los
instrumentos, ni tendremos necesidad de la lógica ni de los experimentos. Pero
en cuanto logramos un peculiar estado de perfeccionamiento no nos detenemos
tampoco en eso sino que vivimos en el estado de perpetuo Nirvana.
El hecho es que
continuamos siendo hombres aun después de trascendido el nivel del animal
intelectual, generalmente llamado hombre, y que no está todavía regenerado. Nos
servimos aún de los libros, poseemos una biblioteca y estudiamos las opiniones
de los pensadores, más no aceptamos tales libros como guías infalibles, aun
cuando vinieran del mismo Buda, a menos que lo sancione nuestra íntima razón y
entendimiento. Los veneramos, no obstante, y los usamos pero como servidores y
nunca sujetando nuestro pensar a las teorías que sustentan.
Durante
el curso de tal conversación penetramos en la biblioteca, donde millares de libros
llenaban ordenadamente los estantes. Descubrí multitud de antiguos textos que
había oído citar, pero que jamás había visto; allí se encontraban los libros
sibilinos que se decían habían sido destruidos por el fuego; las obras de
Hermes Trismegisto, de las que tenía entendido existía solamente un ejemplar, y
multitud de obras de valor incalculable para el anticuario o para el estudiante
de la filosofía hermética.
Al
yo preguntar asombrado de qué medios se valieron los Hermanos para estar en
posesión de tales tesoros, el Imperator me respondió:
-
Ciertamente no es extraño que os halléis
sorprendido al considerarnos en posesión de libros que supuestamente ya no
existen y cuyo secreto consiste en que cada cosa y, por consiguiente cada libro
deja su permanente impresión en la Luz astral, y que por ciertos procedimientos
ocultos podemos reproducir tales impresiones que permanecen archivadas en la
memoria universal de la naturaleza, y darles forma visible, tangible y
material. Algunos de nuestros Hermanos permanecen muy ocupados en hacer las
reproducciones, y de aquí que sin ningún gasto hemos adquirido estas joyas que
a ningún precio hubiéramos podido obtener de otro modo.
Quedé
muy satisfecho de aquellas explicaciones que me confirmaron en la creencia de
que la vida de aislamiento no es necesariamente una vida de inutilidad, y que
las ideas son cosas reales que se pueden ver y asimilar con mucha más facilidad
en un lugar tranquilo que en medio del tumulto y de las inquietudes mezquinas
de la vida en “sociedad”.
Respondiendo
a mi pensamiento, dijo el Imperator:
-
Fundaron este monasterio seres
espiritualmente iluminados, guiados por los motivos que ahora pensáis y con tal
objeto eligieron este lugar en un valle escondido, cuya existencia no es
conocida más que de un pequeño número. Y emplearon ciertas fuerzas elementales
de la naturaleza, desconocidas todavía para vos, creando una ilusión que
conserva este lugar infranqueable para los importunos.
Cuantos en su corazón
sienten latir o develar el oculto germen de la divinidad, despertando a la vida
y a la acción, pueden hallar aquí las condiciones requeridas para el completo
desenvolvimiento de aquel germen. Reina aquí la paz, separado este lugar del
mundo exterior por una infranqueable barrera, ya que si alguien lograse
descubrir nuestro retiro, nos sería fácil crear a sus ojos nuevas ilusiones que
le impedirían el paso.
No obstante, no
estamos excluidos enteramente del mundo exterior, aunque no penetremos en él
con los cuerpos físicos. Por medio de nuestros poderes clarividentes y
clariaudientes, podemos en cualquier momento conocer lo que pasa en el mundo, y
si tenemos precisión de entrar en contacto personal con él, abandonamos la
envoltura física y salimos en cuerpo astral. Visitamos a quien nos place y
somos testigos de todo sin que se sospeche nuestra presencia.
Visitamos al hombre
de estado, al ministro, al filósofo y al orador; infundimos en su espíritu
pensamientos útiles, aunque ignoren de dónde proceden. Sus prejuicios y
predilecciones pueden desechar estos pensamientos, más si usan de la razón y
del discernimiento recibirá los silentes avisos y obtendrán de ellos provecho.
La verdad es que usando
de gran cantidad de fuerza voluntaria podríamos obrar entre el género humano
como si lo compusieran autómatas, obligándoles a lo que nos pluguiera, mientras
imaginarían ellos obrar siempre por propia y única inclinación. Pero tal
procedimiento es contrario a las reglas de nuestra Orden y de las que rigen la
Grande Ley que decide que cada hombre debe ser el creador de su propio Karma.
Nos es permitido dar consejos, mas nunca transgredir la individual libertad.
En nuestro círculo admitimos
a quienes quiera que posean las cualidades exigidas para la entrada, sea cual
fuere la creencia religiosa a la que estén afiliados desde antes de adquirido
el conocimiento. Observad que tales preciosas cualidades no son patrimonio de
todo el mundo, ni pueden ser conferidas graciosamente y es verdad reconocida,
aun entre los ocultistas de ínfimo grado, que el Adepto no puede ser hecho,
sino por si mismo desarrollado.
-
Maestro, le dije, ¿no es conveniente, acaso,
que los deseos de perfeccionamiento espiritual y de alcanzar el Adeptado elijan
un retirado paraje donde residir tranquilamente, entregados a la profunda
meditación y a la concentración mental, siguiendo vuestro ejemplo?
Yo sé que hoy día muchas
personas pertenecientes a diversas nacionalidades de distintas partes del mundo
y de diferentes credos han llegado al convencimiento de que las condiciones en
que la mayor parte de hombres y mujeres de nuestra época se desenvuelven, no
les conducirían a la rápida adquisición de un estado espiritual más elevado.
Creen que los motivos
por los que luchan durante su vida comparativamente corta en este globo la
generalidad de las gentes, tales como la satisfacción ambiciosa y el orgullo,
la acumulación de intereses, los goces del amor sexual, la consecuencia del
bienestar y placer corporales, etcétera, no pueden ser el verdadero objeto de
la vida, sino que ésta no es más que una de las numerosas fases de nuestra
existencia eterna y que la vida terrena es un medio en vista de un fin, es
decir suministradora de condiciones a través de las cuales el elemento divino,
germen contenido de cada hombre puede crecer y desenvolverse, obteniendo un
estado superior como el por vos logrado, sustrayéndose a las transformaciones y
a la muerte, y en consecuencia de un valor permanente.
El
Imperator que había escuchado pacientemente mi entusiasta oración, sonrió y me
respondió:
-
Si estas personas están lo suficientemente
avanzadas y son capaces de soportar esta
vida de retraimiento, que lo hagan; pero para ello es necesario que posean
previamente algún conocimiento de la realidad. Sólo los que lo posean serán
capaces de vivir juntos armónicamente. En tanto se muevan solamente en el plano
de las creencias y de las opiniones, las maneras y gustos de cada cual
diferirán hasta cierto punto de los de los demás, y temo que vuestra armónica
sociedad no llegue a alguna desarmonía impropia de la apacibilidad necesaria
para la concentración interior.
No dudo, no obstante,
que a pesar de estos desfavorables auspicios, se pueden obtener considerables
ventajas estableciendo comunidades espirituales en parajes solitarios. Si tuvierais
colegios, seminarios, escuelas o sociedades donde se mostrara la Verdad sin el
accesorio fárrago de errores y de supersticiones teológicas y científicas
acumuladas desde tantos siglos, no cabe duda de que se lograría un verdadero
progreso.
En el actual estado
de civilización, dos métodos hay adoptados para la educación del pueblo: uno,
tiene por medio la llamada ciencia; el otro, la religión. Por lo que a la
ciencia respecta, sus especulaciones y deducciones están basadas en la
observación y la lógica. Su lógica puede ser buena, pero sus facultades de
observación en que reposan los fundamentos en que se basa se reducen a su todavía
muy imperfecta percepción sensoria, y por consiguiente vuestra ciencia está
basada en las percepciones del exterior y por lo mismo es una ciencia
superficial e ilusoria, ignorante de la vida interior que es mucho más
importante que los fenómenos externos.
Vuestra doctrina
sobre las leyes fundamentales de la Naturaleza es errónea y en consecuencia
todas sus deducciones aparecen falsas al instante en que se deja el plano
ilusorio.
Yo
me mostré pensativo.
-
No os equivoquéis respecto de mis palabras, continuó
el Adepto, comprendiendo que no había interpretado su completo sentido, no
quiero decir que vuestra ciencia moderna nada conozca de la apariencia externa
de las cosas. Conoce, sí, lo que ve y comprende, pero es incapaz de percibir
otro hecho por los fenómenos sensorios y externos y no puede asimilar más que
los efectos del exterior y poco o nada entiende de las causas invisibles
productoras de los fenómenos visibles, y tan pronto como especula sobre este
objeto, yerra, ya que las causas no son las consecuencias de sus efectos, sino
consecuencia a su vez de causas todavía más profundas y fundamentales de las
que la ciencia moderna nada conoce, y que naturalmente no pueden servir de base
a sus conclusiones lógicas concernientes a sus últimos efectos.
Ella sabe mucho de
los pequeños detalles de la vida, que son los ínfimos resultados de la Vida
universal; pero nada conoce del Árbol de la Vida, manantial perpetuo de donde
manan los fenómenos transitorios.
En cuanto a vuestra
moderna teología, se asienta sobre una interpretación absolutamente falsa de
términos, que originariamente quieren significar ciertos poderes espirituales,
de los que vuestros sacerdotes y laicos no pueden tener definición concreta,
porque no poseen los poderes espirituales necesarios para concebir tales cosas.
Se disputan entre sí
las cualidades de ciertos principios, mientras que unos y otros ignoran el
objeto de la disputa. Siendo sus espíritus estrechos, los grandes e inmutables
principios y poderes universales activos en el inmenso obrador de la naturaleza
se hallan empequeñecidos en sus concepciones hasta llegar a convertirlos en
personales y limitados. El poder infinito y divino que los hombres llaman Dios,
que existe doquiera y sin el cual no habría posibilidad alguna de existencia se
encuentra reducido en el espíritu de los ignorantes a una divinidad extra
cósmica de tal naturaleza que los mortales pueden incitarle a cambiar de
voluntad y que necesita de sustituto y diputados en la tierra para ejecutar sus
divinas leyes.
Vuestra religión no
es la de un Dios viviente, que siempre vela y que ejecuta su propia voluntad,
sino la religión de un dios impotente y sin vida, hace tiempo fenecido, que ha
dejado a un ejército de sacerdotes gobernar en su lugar. Y que como resultado,
vuestras religiones modernas son sistemas de supersticiones de donde la verdad
está excluida.
El Dios infinito ha
sido derribado de su solio eterno en el corazón humano, y clérigos mortales y
falibles han sido erigidos en su lugar. El amor ha huido y el temor gobierna la
humanidad. Los individuos de ambos sexos buscan su propia felicidad y olvidan
la existencia de los demás. Cada cual quiere ser salvado, en detrimento del
prójimo, aspirando a una recompensa que no ha merecido. Piensan todos que vivir
es el objeto de la vida y pocos reconocen que la vida del hombre no puede tener
más que un objeto razonable: el bien de la humanidad, y que sólo puede lograr
la existencia eterna el que ha obtenido el poder de vivir, no en su yo
perecedero, sino en el elemento espiritual de la humanidad.
Vuestra teología debería
basarse, antes que todo, en el poder de reconocer espiritualmente la verdad. ¿Pero
dónde hallar un ministro de Dios poseedor de la perfección espiritual,
apoyándose más en su propia intuición que en los dogmas prescriptos por su
iglesia?
Aun suponiendo que
osara tener una opinión propia y la afirmara, al instante cesaría de ser
ministro de su iglesia, siendo considerado un hereje.
Capítulo 3
REVELACIONES
INESPERADAS
El
Adepto hizo una pausa y mi mente fue invadida por una multitud de preguntas a
las que no podía encontrar respuesta: ¿Qué es la naturaleza y qué es el hombre?
¿Por qué estoy en este mundo? ¿Existí antes y si así es entonces, de dónde
vengo? ¿Cuál es el objetivo de mi existencia y cómo terminará?
Nuevamente
el Adepto, leyendo mis pensamientos, respondió:
-
El hombre mortal, tal como lo conoces, no es
ni más ni menos que un organismo o instrumento viviente por intermedio del cual
actúa la Vida única universal. Hasta aquí no pasa de ser un animal intelectual.
Pero la organización del hombre, especialmente en su cerebro, es muy superior a
la del reino animal, y como resultado el hombre es capaz de convertirse en un
instrumento apto para manifestar la más elevada potencialidad del universo
llamada Principio de la Sabiduría Divina.
El alma es el
instrumento por cuyo medio actúa de adentro hacia afuera, influyendo sobre el
ambiente, el principio divino. Y el Espíritu Divino indiferenciado halla en
este organismo medio a propósito para acrecentar en forma individualizada el
necesario espíritu para su desenvolvimiento y el elemento de donde puede
extraer la energía.
Durante el período en
que el hombre ignora el evolucionante proceso de este organismo invisible, poco
poder posee para guiar o demorar tal proceso; se asemeja entonces a una planta
cuya existencia depende de los elementos que el azar le aporta
inconscientemente por medio de las lluvias y de los vientos o que
accidentalmente le proporciona el ambiente en el cual se desenvuelve sin poder
detener o provocar su propio crecimiento.
Pero tan pronto
adquiere el conocimiento de la constitución de su propia alma, cuando se hace
consciente del proceso activo de su organismo, aprendiendo a guiarlo y a
dominarlo, entonces puede acelerar su propio desenvolvimiento. Adquiere la
libertad de elegir o rechazar los influjos psíquicos que le rodean,
convirtiéndose en maestro de sí mismo, y alcanza, por decirlo así, el medio de
la locomoción psíquica.
Está entonces a una
altura tan comparativamente superior al hombre ignorante de este conocimiento,
como el animal respecto de la planta: mientras aquél puede correr en busca de
alimento, eligiendo y desechando lo que le plazca, la otra, fija en un mismo
lugar, depende por entero de las condiciones que el suelo le proporciona.
Mientras el ignorante
está sujeto a los hechos por sí mismo determinados, el que sabe puede elegir
las propias condiciones. Durante algunos siglos ha prevalecido entre los
ignorantes, como entre los sabios, la supersticiosa idea de que el hombre era
un ser cabal, incapaz de un superior estado de perfeccionamiento, aun teniendo
por muy sabido que, avanzando en edad, podía aumentar los conocimientos
aprendiendo cosas ignoradas en la juventud.
Pero el pensamiento y
la actividad intelectual han sido considerados como algo incomprensible, como
una fuerza sin materia, como una actividad sin substancia, como nada. Se
ignoraba dónde amasaba el hombre el conocimiento adquirido, y en qué se
convertía después de muerto; si luego de abandonar el cuerpo entraría en
posesión de otro en una más favorable condición para adquirir el conocimiento.
Y si era susceptible de aprender algo más allá de la muerte, y si le era
posible aprender algo después de la muerte, sin poseer cuerpo, ¿de qué le
servía entonces al hombre el cuerpo físico? Nadie podía decirlo.
Eludían los sabios
semejantes tesis como indignas de consideración, aceptando la teoría del
aniquilamiento antes de confesar las lagunas de su saber sobre ciertos
misterios de la inmensa naturaleza.
Las teorías
sustentadas por los teólogos no eran más satisfactorias que las expuestas por
los científicos. Creían, o decían creer al menos, que el hombre era un ser
perfecto salido de manos de su Creador en una forma acabada, y en castigo de
ulteriores maldades, aprisionado en este planeta, sustentando la idea de que si
se conducía un hombre piadosamente durante su vida, o viviendo en pecado,
obtenía al final el perdón de ellos y el favor de Dios, y así se convertía
después de su muerte en un ser superior, entrando en el Paraíso y viviendo en un
estado de gozo sin fin.
Hoy, toda persona de
pensamiento libre, reconocerá que tales teorías no pueden satisfacer a quienes
anhelan conocer la verdad. Pero nadie prueba ni revoca sus asertos, y además,
la multitud no piensa y paga a sus doctores para que piensen por ella.
Desde la publicación
del libro “El Buddhismo Esotérico”,
tanto las opiniones de los sabios como las de los teólogos han sido igualmente
resquebrajadas en sus cimientos. La arcaica verdad reconocida por los antiguos
y casi enteramente olvidada en nuestros modernos tiempos de materialismo,
afirma que el hombre no es un ser perfecto, incapaz de mayor desenvolvimiento
orgánico, sino que su cuerpo, como su espíritu, se hallan sujetos a una
continua transformación y cambio, ya que todo lo substancial sufre modificación
y la fuerza no puede existir sin substancia.
Tal verdad es hoy
casi universalmente reconocida. Ha sido revelada a los sabios la verdad de que
su ciencia se basa en una ínfima porción de este misterioso ser llamado hombre,
no conociendo más que su apariencia externa, su envoltura y no el viviente
poder que actúa tras esta máscara denominada cuerpo físico.
Se ha demostrado a
los presuntuosos teólogos creyentes en que la felicidad o la condenación
eternas del hombre dependían de sus bendiciones o de sus anatemas, que la
justicia no puede separarse de Dios, y que solamente El es inmortal. Apareció
lógicamente comprensible para el intelecto que Dios es el divino elemento
espiritual en el hombre y que continúa viviendo después de disueltos los
elementos inferiores e imperfectos, y que en consecuencia el hombre en quien
Dios no reside espiritualmente no podrá una vez muerto su cuerpo físico, lograr
un estado superior a sus disposiciones e incapaz de alcanzarlo durante su vida.
La exposición de la
constitución esencial del Hombre, conocida por los sabios de la India y
descrita hace 300 años por Teofrasto Paracelso, ha sido expuesta ahora en más
clara y completa forma que nunca por A. P. Sinnett, para humillar el orgullo de
los sabios y la vanidad de los sacerdotes. Y cuando esta verdad sea más
conocida y especializada, probará la ignorancia de los eruditos y trazará una
línea de acción legítima a los clérigos como profesores de moral.
Tal verdad prueba que
el hombre no es todavía un dios por más que algunos imaginen serlo. Prueba que
un hombre puede aparecer como un gigante del intelecto cuando en realidad es un
enano en espiritualidad. Demuestra que la Ley que gobierna el crecimiento de
los organismos en el plano físico, no puede ser invertida cuando actúa en los
organismos supra físicos. Que de la nada, nada puede brotar, y que doquiera se
halle el germen de cualquier cosa, aunque sea el germen invisible, algo puede
surgir de él y desenvolverse.
El crecimiento de
cada germen y de cada ser, como sabemos, depende de ciertas condiciones, y
éstas pueden ser establecidas por medio de la actividad intelectual del ser,
dependiendo de su cuidado o partiendo de causas exteriores sobre las que el
hombre no ejerce poder alguno. Una planta o animal no pueden crecer si no
reciben el alimento y el cuidado que reclaman. Pues bien de la misma manera el
intelecto no puede desplegarse si no se nutre de ideas y no se estimula la
razón para asimilarlas. No puede el espíritu fortalecerse si no halla en los
principios inferiores los materiales requeridos para la adquisición de la
fortaleza y le estimula la lumbre de la sabiduría, absorbiendo lo que para tal
fin necesita.
La resistencia es un
elemento necesario para el desenvolvimiento de la fuerza. Si penetramos en uno
de los vastos pinares de los Alpes o de las Montañas Rocosas de los Estados
Unidos, nos hallaríamos rodeados de árboles cuyos corpulentos troncos,
coronados por ínfimo ramaje se alzan enhiestos como mástiles de navío cubiertos
de una corteza gris, lisa y sin follaje. Sólo en sus cimas sobrepujando a las
sombras que proyectan unos sobre otros las ramas aparecen y elevándose a
inmensas alturas, balancean sus copas a la luz del sol.
El espeso follaje de
tales árboles se desarrolla sólo en las copudas cimas y toda la vida que
extraen del aire y de la luz solar parece como si ascendiera toda a su cabeza,
mientras los troncos, aunque aumentando de talla con el crecimiento, permanecen
raquíticos y desnudos, y pueden crecer así de año en año hasta llegar a la madurez;
pero un día, tarde o temprano, algunas nubes sombrías envuelven los nevados
picos y toman de pronto un aspecto amenazador; el súbito chispear de los
relámpagos aparece en medio de las nubes acumuladas, retumba el trueno, las
flechas de lumbre líquida se deslizan de las nubes desgarradas y súbitamente la
tempestad desciende hacia el valle. Entonces empieza la obra de devastación.
Los árboles de
espesas cabelleras, poco resistentes en su base, son segados por el viento como
briznas de paja en los trigales, y ahora yacen caídos y amontonados unos sobre
otros, obstruyendo los flancos de la montaña.
Más allá del límite
de esta baraúnda, fuera del cuerpo principal del bosque, como los postes de
avance o los centinelas cercanos a las líneas de batalla, se encuentran todavía
aquí y allá algunos pinos solitarios, a quienes no ha podido dañar la
tempestad. Su posición aislada, acostumbrados a todas horas a los embates del
vendaval, les ha hecho inmunes y fuertes ante el peligro. No poseen un espeso
follaje de hojas porque sus ramas, anchas y vigorosas crecieron a a pocos pies
de su base, a ras del suelo, ornando el tronco desde sus raíces a su cumbre y
penetrando en las resquebrajaduras de las rocas aferrándose a ellas como puños
de hierro, templaron su fortaleza desde el principio de su crecimiento y en la
resistencia adquirieron la fuerza.
Asimismo un hombre
intelectual al crecer envuelto por los convencionalismos y las amistades de la
escuela, del Instituto, de la Universidad o quizá entre los muros de un
convento, se halla alejado de las influencias contrarias y posee muy débil
resistencia. Participando de la naturaleza de los que como él piensan, piensa y
vive como ellos; sobre su cabeza ondea el pendón de alguna autoridad aceptada,
en el que se hallan escritos ciertos dogmas que acata sin tratar de poner en
duda su veracidad, y así crecen estos hombres, proyectando unos en otros la
sombra de su ignorancia y obstruyéndose mutuamente la libre visión del sol de
la verdad.
Se llenan el cerebro
de opiniones autorizadas, aprendiendo multitud de detalles de nuestra ilusoria
existencia, que en su error toman por la vida real; su cabeza se vuelve pesada
ya que toda la energía dimanante de la universal fuente de vida acude al
cerebro y el corazón, pero en cambio languidece por falta de alimento y la
fuerza del carácter, que tiene por trono el corazón, se resiente. El intelecto
repleto y el corazón hambriento. Pueden, no obstante, prosperar y confiar en
sus conocimientos, pero vendrá el día, quizá, en que nuevas y extrañas ideas aparecerán
en el horizonte mental, y el soplo de otros vientos derribará la ondeante
bandera de sus dogmas, y con ella, claudicará su orgullo.
Y esto no pasa
solamente en los planos físico e intelectual: la misma ley prevalece igualmente
en el reino de las emociones. Quien desee desenvolver su fuerza no deberá temer
la resistencia. Debe apoyarse en sus propios pies, es preciso que se entrene en
la refriega de las fuerzas contrarias para no ser derribado al chocar contra
las tormentas de la pasión.
Conviene se habitúe a
la convivencia con los que de él difieren en gustos y costumbres y aun a
armonizarse con quienes le parecen hostiles, ya que éstos son los verdaderos
amigos que acrecientan su fuerza. Aprenderá a soportar la calumnia, la
animosidad, la oposición y la envidia. Conservará la entereza: en el
sufrimiento, estimando la vida en su verdadero valor. Las influencias
contrarias a las que está expuesto podrán desencadenar una tempestad en su
corazón, pero entonces habrá adquirido el poder de apaciguarlo y de calmar las
excitadas olas de sus emociones.
Entonces el primer
rayo de sol reverberará en su corazón y ante su lumbre cálida, el frío rayo de
luna enviado por el reflexivo y calculador cerebro será pálido. Un mundo nuevo
y más vasto que el mundo exterior aparecerá ante su visión interna; sentirá la
dicha de vivir y hallará en ella un manantial de inagotable felicidad, ignorado
de los que viven sumergidos en la vida de los sentidos. Desde aquel momento no
tendrá necesidad de especular sobre la verdad reflejada, sino que la descubrirá
directa y clara en su propio corazón.
No necesitará estar
expuesto a los embates de las tempestades y podrá buscar abrigo en un lugar
tranquilo, y no por miedo al huracán, que no podrá ya dañarle, sino para
aplicar sus energías al completo desenvolvimiento del germen espiritual
recientemente despertado, en vez de prodigarlo en vano en el mundo exterior. Y
no esperará recompensa alguna en un futuro cielo. ¿Qué de mejor podría
ofrecerle el cielo comparable a la: felicidad de que goza ya? No anhela otra
dicha que ofrendar la suya para bien del mundo.
Si os fuera posible
establecer monasterios teosóficos donde el desenvolvimiento intelectual y el
espiritual marcharan de la mano; donde pudiera enseñarse una nueva ciencia
basada en las fundamentales leyes del universo y aprendiera al mismo tiempo el
teósofo el propio dominio, proporcionaríais el mayor beneficio a los hombres.
Un Convento semejante
reportaría, además, inmensas ventajas al progreso de las especulaciones
intelectuales. El establecimiento de un cierto número de tales centros de
enseñanza ornaría el horizonte mental de astros de primera magnitud, de los que
emanarían refulgencias que alumbrarían penetrando el entendimiento del mundo.
En un plano mucho más elevado que en el que actúan los sabios materialistas de
nuestro tiempo, un nuevo campo inmensamente más vasto que el vislumbrado por
ellos, se abriría a las tareas de la investigación.
Conociendo las
opiniones de las más prestigiosas autoridades y sin sujetarse a un credo
científico ortodoxo, poseyendo para su servicio los resultados todos de las
investigaciones de los sabios sin encadenarse a sus sistemas por la creencia de
su infalibilidad, alcanzarían la virtud de pensar libremente. Tales conventos
serían focos de inteligencia iluminando al mundo, y si el poder del autodominio
de sus moradores. creciera en iguales proporciones del desenvolvimiento de su
intelecto, se hallarían pronto en condiciones de franquear los umbrales del Adeptado.
Pronunció
el Adepto estas palabras con calor inacostumbrado, como si quisiera con ello
solicitar mi simpatía, incitándome a emplear mis esfuerzos en la fundación de
tales centros. Descubrí en sus ojos una mirada de piedad, como si se condoliera
íntimamente del estado de la pobre humanidad ignorante, cuyo karma no permitía
forzar los acontecimientos, siguiendo las prescripciones de su Orden. Y yo me condolía
de mi falta de aptitud para establecer estos monasterios. Por vez primera
anhelé la riqueza a fin de abordar siquiera una tentativa.
Pero
inmediatamente leyó el Adepto en mi pensamiento y me replicó:
-
Os equivocáis, no es la falta de dinero lo
que impide llevar a cabo esta idea, sino la imposibilidad de hallar individuos
preparados para habitar el monasterio una vez establecido. En verdad seríamos míseros
alquimistas si no tuviéramos el poder de producir el oro necesario en la
cantidad deseada en el caso de que la humanidad percibiera un beneficio real, y
puedo convenceros de ello, si queréis. Pero el oro es una maldición para el
mundo y no debemos aumentar la maldición que hace desgraciada a la humanidad.
Prodigad el oro entre los hombres y no haréis más que intensificar sus
apetitos. Dadles oro y les transformaréis en demonios.
No, no es oro lo que
falta sino hombres sedientos de sabiduría. Millares entre ellos desean la
ciencia, pero bien pocos buscan la sabiduría. El desenvolvimiento del
intelecto, la sagacidad, la destreza, el ingenio se confunden hoy día con el
desenvolvimiento espiritual. Pero tal concepto es erróneo porque el ingenio
animal no es la inteligencia, la habilidad no es la sabiduría, y los más
instruidos de entre vuestros hombres son los últimos que pueden afrontar la
verdad. Muchos de vuestros pretendidos ocultistas y rosacruces han emprendido
sus investigaciones con el simple objeto de gratificar su ociosa curiosidad,
mientras que otros indagan los secretos de la naturaleza para obtener
conocimientos con el fin de aplicarlos a la satisfacción de motivos egoístas.
Dadnos hombres y
mujeres que no anhelen otra cosa que la Verdad, y nosotros velaremos por sus
anhelos. ¿Cuánto dinero se necesitaría para alojar a una persona que no se
inquietara por la ausencia de comodidades? ¿Cuánto costaría proveer la despensa
de los que no apetecen golosinas? ¿Qué biblioteca sería necesaria a los capaces
de leer en el libro de la Naturaleza viva? ¿En el recreo de qué cuadro y de qué
pintura gozarían los que, evitando placenteramente la vida de los sentidos, se
retiraran al interior de sí mismos? ¿Qué panorama terrestre encantaría a los
que viven en el paraíso de sus almas? ¿Qué compañía placería al capaz de
conversar con su Yo superior? ¿Con qué medios podríamos distraer y recrear a
los que viven ante la presencia de Dios?
Aquí
el Adepto hizo una pausa y luego continuó:
-
En verdad, el monasterio teosófico en que yo
sueño, es todavía superior al nuestro. Está situado muy lejos de este mundo y
sin embargo puede ser logrado sin necesidad de preocupación ni dispendio. Sus
adheridos habrían trascendido la esfera del yo. Poseerían un templo de
dimensiones infinitas, donde reina el espíritu de santidad, posesión común a
todos. En él cesa la diferenciación del alma universal para fundirse en la
unidad. Un convento en el que no existen diferencias de sexo, de gusto, de
opinión o de deseo; donde el vicio no penetra; donde no existe ni nacimiento,
ni casamiento, ni muerte; donde se vive como los ángeles. Cada cual constituye
el centro de un poder bondadoso, cada cual vive sumergido en un océano de luz
infinita y es capaz de ver cuanto desea y de conocer cuanto anhela, creciendo
en fuerza y expandiéndose hasta abrazar el Todo siendo uno con él.
Durante
un momento me pareció que el alma del Adepto volaba a las gozosas mansiones
nirvánicas, estado inconcebible para los mortales, pero pronto refulgieron de
nuevo sus ojos excusándose de haberse dejado arrebatar por la sublimidad de la
idea.
Yo
me atreví a objetar que pasarían probablemente millones de siglos antes de que
la humanidad alcanzara tal estado.
-
¡Ah! –exclamó– las condiciones impuestas por
el actual estado de civilización son tales que obligan a la inmensa mayoría a
emplear casi todo su tiempo y energías en fines de orden exterior, en lugar de
aplicarlos a su cultura interna.
Cada hombre posee una
determinada medida de potencialidad que puede llamar propia. Si en la obtención
de los explayes de los sentidos o en las indagaciones del intelecto emplea en
el plano exterior toda esta energía, nada quedará para el desenvolvimiento del
divino germen en su corazón. Si concentra continuamente todo su pensamiento
hacia el exterior, perderá la posibilidad de su propia interiorización,
absolutamente necesaria para adquirir el conocimiento de sí mismos. Las clases
trabajadoras, los comerciantes, eruditos, doctores, legisladores, clérigos,
todos están activamente ocupados en los quehaceres del mundo exterior y no
encuentran momento para dedicarlo a la concentración de sus íntimos poderes.
La mayoría vive
absorta en la continua persecución de ilusiones y sombras que, aun
beneficiándoles momentáneamente, no poseen valor durable y cuya utilidad desaparece
por completo en cuanto deja de latir el corazón. Emplean tiempo y energías en
procurarse lo que llaman “las necesidades de la vida”, y se excusan achacando
la culpa a la necesidad que tienen de procurárselas. Pero la naturaleza no toma
en consideración sus excusas. La ley de causa y efecto no atiende semejante
argumentación. El hombre que en la cima de una montaña bordea un precipicio y
resbala al abismo, está en idéntico peligro de romperse el cráneo que el que se
precipita voluntariamente en él. El individuo incapacitado para el progreso,
permanecerá igualmente rezagado que el que no anhele progresar.
Pero la naturaleza no
es tan cruel como a primera vista parece. Poco es en verdad lo que necesita el
hombre para vivir, y puede usualmente procurárselo con facilidad ya que la
naturaleza es en extremo pródiga con sus criaturas, y si no logran obtener la
parte que les corresponde, es de todo punto necesario que intervenga en ello la
causa de una profunda transgresión, ya sea individualmente o por la organización
a que pertenece.
Existe, no hay duda,
mucha maldad acumulada en los organismos sociales, que nuestros filósofos y
políticos tratan de remediar. Pero no lograrán su objetivo hasta que intenten
armonizar las leyes del mundo humano con las leyes de la naturaleza. Pero tal
acontecimiento no tendrá efecto hasta en un tiempo muy lejano. No hemos llegado
al momento de alcanzarlo todavía. Que trate cada cual de restablecer la armonía
de su organismo individual viviendo según las naturales leyes, y se restablecerá
la armonía del organismo social entero.
La mayor parte de las
llamadas necesidades de la vida las han creado los hombres artificialmente, y
millares de individuos vivieron y envejecieron antes de que muchísimas cosas
creadas por nuestra moderna civilización y consideradas indispensables fueran
descubiertas e inventadas. La palabra necesidad tiene una significación
relativa. Una docena de palacios a un rey o una carroza a un noble, pueden
parecerles tan necesarios como a un mendigo una botella de whisky o a un elegante
un traje de última moda.
Para desembarazarse
inmediatamente de todas esas ilusorias necesidades y del fárrago que
representan, el camino más corto y seguro es el de elevarse por encima de tales
necesidades y considerarlas superfluas. Entonces una enorme cantidad de nuestra
energía quedará libre para emplearla en la adquisición de lo verdaderamente
necesario, eterno y permanente, y que no perece como los objetos transitorios
que devora el tiempo.
Gran número de
individuos se ocupan del análisis de la constitución de los objetos
transitorios, aprendiendo las modificaciones químicas y fisiológicas que en
ellos se operan, sin manifestar jamás la curiosidad de analizar su propia
constitución y las modificaciones que ella sufre. Parece, no obstante, que este
último conocimiento es mucho más importante que aquella investigación.
La ciencia dice que
necesita conocer las leyes de la naturaleza en sus íntimas ramificaciones,
semejando en ello a un insecto arrastrándose sobre una hoja caída e imaginando
que por tal medio aprende la calidad del árbol. Esta es sin duda la
prerrogativa del hombre intelectual: indagar intelectualmente las partes de la
naturaleza. Pero la investigación de las cosas externas es de secundaria
importancia para llegar al conocimiento de nuestros genuinos poderes internos.
Todos los poderes primarios obran en las profundidades del ser; los efectos
siguen a las causas. El que considere más importante el conocimiento de las
cosas del exterior que el estudio de sí mismo, bien poca sabiduría, en verdad
posee.
-
Esas doctrinas, objeté yo entonces, no las
admitirán jamás nuestros escolásticos; incluso la misma palabra Teosofía
desdeñan, creyendo que sólo el conocimiento accesible y comprobable es el único
digno de logro. A tal conocimiento ilusorio le llaman ellos ciencia exacta.
-
Los compadezco por sus imperfecciones,
respondió el Adepto, sin embargo desde su punto de vista pueden sostener sus
razones. Si no aceptan el término Teosofía, es porque desconocen su
significado. Y como a menudo ha sido mal aplicado han formado de él una idea
errónea. Nada podemos conocer si no lo percibimos teosóficamente [o sea a
través de nuestra percepción divina]. Poseemos el conocimiento teosófico cuando
sentimos, vemos y comprendemos una cosa. Su sentido de visión y de sentimiento
no penetra más allá del superficial examen de las cosas y por lo tanto no
conocen teosóficamente más que la apariencia externa, sometiendo muchas veces
las causas a especulaciones que suelen ser erróneas.
El sentido más
utilizado por virtud del cual puede el Adepto penetrar conscientemente en el
interior de las cosas, identificándose durante algún tiempo con el objeto de
observación, compartiendo con él la sensación y sintiendo al mismo tenor del
objeto observado, percibiendo el proceso de las causas íntimas y
consecuentemente comprendiéndolas, lo desconocen por completo los sabios de la
civilización presente.
Cuando
acabó el Adepto de pronunciar esta frase, un sonido parecido al tintineo de
unas campanillas de plata vibró en el aire encima de nuestras cabezas. Alcé los
ojos pero no vi nada que pudiera emitir tal sonido.
-
Esta es, me dijo el Adepto, la señal que
indica que los miembros de nuestra Orden se hallan reunidos en el Refectorio.
Vamos a juntarnos con ellos. Allí haréis honor, presumo, a algún refrigerio.
Capítulo 4
EL
REFECTORIO
Atravesamos
el corredor y penetramos en el jardín. Las palmeras y las plantas exóticas que
nos rodeaban contrastaban Con el paisaje agreste y desolado, lleno de glaciares
y de pinos raquíticos que se extendía allende el encantado valle.
La
espesura de fucsias alternaba con los tupidos rosales. La inmensa variedad de jancitos,
heliotropos y otras plantas en flor, de las que ignoro los nombres, embalsamaban
el aire. Sin embargo no tenía ese lugar el aspecto de un invernadero ya que por
techo resplandecía doquiera el diáfano azul del cielo.
Se
me ocurrió de súbito que tal vez el jardín tendría calefacción subterránea para
poder albergar plantas tropicales en un clima frio, y entonces me vino la idea
de que aquel lujo excesivo que alegraba los sentidos no parecía justificar los
conceptos emitidos por el Adepto cuando él afirmaba que quienes viven en el
paraíso de sus propias almas, para nada apetecen de las sensuales satisfacciones
del exterior.
Pero
el Imperator pareció leer mi pensamiento (aun antes de que llegara a
concretarlo) y me respondió:
-
Hemos creado tales ilusiones para haceros la
estancia en este lugar más agradable sobre toda ponderación. Estos árboles y
estas flores que contempláis no requieren para su cuidado de ningún jardinero y
no cuestan más que un esfuerzo de nuestra imaginación.
Me
dirigí a un rosal y arranqué una de sus rosas. Era una flor real, más real y
hermosa que cuantas había antes contemplado, su aroma era suavísimo y sus
frescos pétalos acababan de abrirse a los rayos del sol de mediodía.
-
¿Es posible –dije yo– que esta rosa que tengo
en mi mano sea una ilusión o una alucinación de mi mente?
-
No, respondió el Adepto. No es efecto de
vuestra imaginación, sino producto de la naturaleza cuyo oculto proceso puede
ser guiado por la voluntad espiritual del Adepto.
El universo entero,
con sus planetas sólidos, formados de montañas de granito, de mares y ríos, la
tierra entera en sus múltiples aspectos no son más que un reflejo de la Mente
Universal, la creadora de todas las formas. Las formas en sí no son reales,
sino simplemente ilusiones o apariencias de la substancia. No es concebible una
forma sin substancia, ni puede existir.
Mas la única substancia,
que apenas conocemos, es el primario elemento universal, el akasha. Este
elemento, doquiera invisiblemente presente, se hace visible cuando adquiere el
grado de identidad suficiente para resistir la influencia de la luz terrestre,
que todo lo penetra, hasta que le alcanza vuestra percepción corporal y toma
para vos una forma objetiva.
El universal poder de
la voluntad penetra todas las cosas. Guiada por la inteligencia espiritual del
Adepto, cuya conciencia abarca cuanto le rodea, la voluntad plasma en el mental
universal las formas que el Adepto imagina, ya que la esfera de este campo
vastísimo, en el que vive y actúa, es su propio mental, y ninguna diferencia
existe entre uno y otro, por más distancia que esta última abarque.
Por medio de un procedimiento
oculto que no puedo revelaros hoy, pero que se basa principalmente en la fuerza
de la voluntad, las formas así creadas en la substancia mental del Adepto se
densifican y se convierten en objetivas y reales para vos.
(Esto
es cierto, pero se requiere de tantísima energía que dudo mucho que los Adeptos
gastarían esa descomunal cantidad de energía solo para agradar a un invitado.)
-
Reconozco –dije– que mi comprensión no
alcanza el sentido de vuestras palabras. Una imagen formada en vuestra mente,
¿Puede acaso salir de ella y condensarse y tomar forma material?
Tal
pregunta, dictada por mi ignorancia, divirtió sin duda al Adepto, ya que me
respondió sonriendo:
-
¿Creéis por ventura que la esfera del
pensamiento donde el hombre vive se reduce a la circunferencia de su cráneo? Me
condolería un hombre así porque nada podría ver ni percibir si su proceso
mental no pasara más allá de su cráneo.
El mundo entero no sería
para él más que tinieblas impenetrables e incomprensibles. Él estaría:
incapacitado para ver el sol y cualquier objeto exterior, ya que nada puede
percibir el hombre que no exista de antemano en su propia mentalidad. Pero
afortunadamente para el hombre, la esfera de cada mentalidad individual se
extiende tan lejos como las estrellas. Alcanza la distancia a que llega su
poder de percepción. Su mentalidad se pone en contacto con todas las cosas, por
distantes que se hallen de su cuerpo físico; pero es su mentalidad, y no su
cerebro, la que recibe las impresiones. Sin embargo tales impresiones llegan a
su conciencia por medio de él, que no es sino el centro que recibe los mensajes
de la mente.
Luego
de concluida la conversación, el Adepto descubriendo sin duda que todavía había
algunas dudas en mi pensamiento, dirigió su mirada hacia un magnolio que a
corta distancia se encontraba. Era un árbol de unos dieciocho metros de altura,
cubierto de grandes flores blancas y hermosísimas.
Al
tiempo que yo lo miraba, me parecía que iba perdiendo poco a poco su densidad.
El follaje verde pálido se convertía en gris, de modo que las flores a duras
penas se destacaban de las hojas. Más y más transparente y vaporoso, según el
tiempo transcurría, pronto me pareció la sombra de un árbol, y por fin
desapareció enteramente de mi vista.
-
Habéis visto, me dijo el Adepto, cómo el
árbol está dentro de la esfera de mi mentalidad, del mismo modo que lo está
dentro de la vuestra. Vivimos mutuamente en la esfera del pensamiento ajeno, y
el que tiene desenvuelto el poder de la percepción espiritual, puede ver en
todo momento las imágenes creadas en la mente de otro.
El Adepto crea sus
propias imágenes; el mortal ordinario vive de la imaginación ajena, sea ella
producto de la creación de la naturaleza o de otras mentalidades. Vivimos en el
paraíso de nuestra propia alma, y los objetos que contempláis existen en
vuestro reino interior. La esfera del alma no se halla limitada, sino que se
extiende muy lejos de nuestros cuerpos visibles y se prolonga hasta fundirse
con el Alma universal y con las grandes almas hermanas de la suya.
La humanidad
desconoce todavía el poder de la imaginación, porque de lo contrario prestaría
mayor atención a tal facultad.
Si un hombre piensa,
tanto en sentido benévolo como maléfico, el pensamiento formulado llama a la
existencia una forma o poder correspondiente con la esfera en que actúa su
mentalidad, y tal forma puede cobrar vida propia, revestirse de cierta densidad
y perdurar aún luego de desaparecido el cuerpo físico de su creador. En la ruta
post-mortem que sigue el alma, le acompañará este fruto de su pensamiento por
la afinidad de la ley de creación.
Entonces
le pregunté en aquel momento
-
¿Cada pensamiento malévolo imaginado llega a
producir el mal que entraña, persistiendo como una entidad actuante y viviente?
-
No es eso, precisamente –me respondió el
Imperator–. Un pensamiento emitido provoca la existencia de la forma o del
poder en el cual pensamos, pero carece de la vida que sólo la Voluntad puede
infundirle. Si la Voluntad no vivifica los pensamientos entonces estos permanecen
tan sólo como sombras impotentes y efímeras.
Si así no fuera,
resultaría que nadie podría jamás leer la descripción de un crimen sin
cometerlo mentalmente, dando forma a los más repugnantes elementarios.
Podéis imaginar a
vuestro albedrío los más perniciosos actos realizables; pero si no poseéis la
firme voluntad de realizarlos, las creaciones de vuestra mente carecerán de
vida. Pero si por lo contrario os proponéis ejecutarlos; si vuestra mala
voluntad intenta llevarlos a la práctica, en el caso que poseáis los medios
exteriores para su ejecución, entonces, el hecho es tan dañoso para vos como si
realmente lo hubierais cometido, creando la permanente posibilidad de aquel mal
viviente, aunque invisible. La Voluntad infunde vida a las creaciones del pensamiento,
ya que Voluntad y Vida son fundamentalmente idénticas.
En
aquel punto de su peroración, el Maestro percibió una duda formulada por mi
pensamiento y me dijo:
-
Si hablo de la voluntad como de una fuerza
vital, hablo también de la fuerza espiritual de la voluntad, que reside en el
corazón. La voluntad ejercida simplemente por el cerebro, es como la fría luz
de la luna que no calienta lo que ilumina.
El poder vital de la
voluntad emerge del corazón, y como los rayos del sol, infunde la vida doquiera
y se posa en los animales, en las plantas y en los minerales. Lo único que
alienta el poder real es lo que desea el hombre con el corazón y no lo que
simplemente formula con el cerebro.
Afortunadamente el poderío
espiritual de la voluntad capaz de cristalizar en forma objetiva las creaciones
de la imaginación, lo poseen muy pocos; si no fuera así poblarían el mundo
multitud de monstruos vivos materializados que devorarían a la humanidad, ya
que en el presente estado evolutivo abundan mucho más los que piensan mal que
los que piensan bien. Pero su voluntad no es suficientemente espiritual para
ser poderosa; proviene del cerebro más que del corazón, y ordinariamente sólo
posee fortalezas para herir a su propio creador, sin perjudicar al prójimo.
Ahora comprenderéis
la conveniencia de que no se llegue a la masa la posesión de los poderes
espirituales hasta que alcance el aspirante el grado de bondad y de virtud
convenientes. Tales son los misterios vedados de antaño, irrevelados al vulgo;
si de ellos os servís, tened cuidado en distinguir los que por su medio pueden
ser beneficiados de aquellos a quienes perjudican y dañan.
Pasábamos
a la sazón bajo un pórtico de estilo gótico, y penetramos en una vasta
estancia. Cuatro altas ventanas iluminaban la habitación de forma octogonal. En
medio de ella, rodeada de sillas, había una mesa. Artísticos muebles orlaban
todos los ángulos de aquella estancia, en la que se hallaban reunidos varios
Hermanos, algunos de los cuales conocía por ciertas representaciones
históricas.
Pero
lo que más me sorprendió, fue la presencia entre ellos de dos damas, una de
ellas alta, de digno aspecto, y otra de no menor estatura, de delicada aunque
de no menos noble apariencia, y extremadamente bella.
Sorprendido
y confundido me hallaba de encontrar a unas damas en el monasterio de los
Hermanos de la Rosa-Cruz de Oro, y mi confusión fue sin duda notada por todos
los presentes. Pero después de haber sido efectuada mi presentación a todos
ellos, o mejor dicho, luego que ellos se hubieron presentado, ya que todos me conocían
sin necesidad de presentación, la dama más alta tomó mi mano y me condujo hacia
la mesa, mientras me decía sonriente:
-
¿Por qué os sorprendéis, amigo mío, de
encontrar Adeptos vestidos de formas femeninas en compañía de otros que
aparentan formas del sexo opuesto? ¿Qué tiene que ver la inteligencia con el
sexo físico? Donde los instintos sexuales fenecen se anula también la
influencia del sexo. Venid, ahora, tomad asiento a mi lado y comed de esta
fruta deliciosa.
La
mesa aparecía, en verdad, repleta de gran variedad de frutos frescos,
desconocidos muchos de ellos para mí hasta entonces. Los miembros todos de la
ilustre compañía fueron tomando asiento en su sede respectiva, e inició una conversación
general en la que todos tomaban parte.
Desde
el momento en que ocupé aquel lugar, percibí profundamente mi propia
inferioridad, aunque todos los circunstantes parecían esforzarse en reconocerme
en todo momento como su igual.
Los
Hermanos y Hermanas gustaron apenas los alimentos, pero aún así parecían
satisfechos al contemplar el honor que hacía yo al banquete, ya que el paseo de
la mañana y el aire puro de las cimas me habían provocado un enorme apetito.
La
noble dama a cuyo lado me encontraba, pronto consiguió disipar mi incomodidad
del principio, respondiendo a mis preguntas respecto de las causas de ciertos
fenómenos ocultos, y practicando algunos experimentos para ilustrar sus
enseñanzas.
La
descripción siguiente dará un ejemplo de los poderes que poseía para plasmar
sus imaginaciones. Hablamos en tal sazón de la intrepidez y valor necesarios al
que desea franquear los umbrales de las investigaciones ocultas.
-
Porque el mundo elemental entero –decía ella–
con todas sus monstruosidades y sus elementos inferiores, se opone al progreso
espiritual del hombre. Los elementarios viven en el principio animal de la
constitución del hombre y se alimentan de su vida y de las substancias de sus
elementos inferiores.
Pero si el espíritu
divino se despierta en el corazón del hombre y vierte su luz sobre la parte
animal del hombre, entonces la substancia en cuyo elemento viven tales
parásitos se destruye, y poseídos del furor se agitan como bestias hambrientas.
Ellos luchan por su vida y por procurarse el medio porque se nutren y se
convierten consecuentemente en los mayores obstáculos opuestos al progreso
espiritual del hombre; son su adversario. Viven en la propia alma del hombre, y
son en circunstancias normales invisibles para los sentidos físicos, aunque
pueden a veces aparentar forma objetiva y visible.
Están constituidos en
familias y reproducen su especie como los animales terrestres; combaten mutuamente
y se devoran entre sí. Cuando los deseos egoístas de tipo más insignificante
son absorbidos por alguna grande pasión dominante, demuestra simplemente que un
elementario monstruoso se ha enseñoreado de su alma, devorando los elementarios
menores.
(Lo que
dice en este último párrafo es falso.)
Ahí,
yo respondí que me era imposible la creencia de que el hombre fuera una
semejante ménagerie viviente y ambulante, y manifesté mi deseo de ver uno de
tales monstruos para cerciorarme de la realidad de su existencia.
-
¿Y no os asustaríais –dijo ella– si una tan
espantable visión apareciera ante vos?
Traté
de darme ánimos a mí mismo, y contesté que jamás me había atemorizado nada que
pudieran ver mis ojos y palpar mis manos, ya que el miedo era fruto de la
ignorancia y que el conocimiento disipaba todo temor.
-
Tenéis razón, contestó ella, pero. . . ¿tendréis
la amabilidad de acercarme la cesta aquella de peras?
Tendí
la mano hacia la indicada cesta que se hallaba en medio de la mesa, y al
momento de tomarla, un horrible crótalo surgió de entre la fruta, empinando la
cabeza y produciendo un ruido con sus escamas como si estuviera poseído de
grande cólera. Lleno de horror, retiré la mano, logrando salvarme a duras penas
de su ponzoñosa mordedura. Pero mientras lo miraba, se enroscó de nuevo entre
las peras, sus escamas lucientes se desvanecieron en la cesta y el reptil
desapareció.
-
Si os hubierais atrevido a agarrar la
serpiente –dijo uno de los Hermanos testigos de la escena– os hubierais
convencido de que no se trataba más que de una simple ilusión.
-
La Voluntad, observó el Imperator, no es
simplemente una fuerza vitalizadora; puede asimismo destruir. Por ella los
átomos de la materia primordial se acoplan alrededor de un centro; ella los
mantiene unidos y puede dispersarlos de nuevo en el espacio. Es Brahma, Vishnú
y Shiva en uno; creador, conservador y destructor de la forma.
-
Esos elementarios, dijo la hermosa dama, nos
dominan mientras los dominamos. Si les atacamos sin miedo, no pueden hacernos
ningún mal, nuestra voluntad es soberana para ellos.
La
conversación durante el desayuno recayó siempre sobre el Ocultismo y los
individuos con él relacionados.
-
El conocimiento del Ocultismo y de la Alquimia
es a la vez lo más fácil y lo más difícil de alcanzar –decía uno de los
Hermanos–. Su comprensión no ofrece, en verdad, dificultades para el que los
considera dentro de las normales leyes de la Naturaleza, y analizamos sus
misterios a la luz de la razón de que cada hombre (salvo el idiota) está dotado
naturalmente desde su advenimiento a la vida. Pero si la linterna pálida de la
falsa lógica, del sofisma y de la especulación creados por una educación
irracional guía al hombre, entonces se extravía y se desnaturaliza.
Las imágenes de las
verdades eternas, que lucían en su inocente mentalidad de niño, no desenvueltas
intelectualmente más tarde por métodos a propósito, se convierten luego en
imágenes deformes, maltrechas por el prejuicio y el concepto mal fundado con
los que nutría su mentalidad, hasta hacer incognoscible el concepto original de
la verdad, sumiendo al hombre en las falsas alucinaciones creadas por su
fantasía.
-
¿Queréis decir –objeté yo– que le es posible
al hombre alcanzar el conocimiento real de las cosas sin que alguien se lo
enseñe?
-
¿Necesita el niño de maestro –respondió el
Adepto refiriéndose a mi pregunta– que le enseñe el uso que debe hacer de los
senos de su madre? ¿Necesita el ganado tratados de botánica para distinguir las
hierbas venenosas de las medicinales?
Los sistemas
artificiosos que ha inventado el hombre y que, en conciencia, no pueden
llamarse reales, no aparecen en el libro de la naturaleza. Para conocer una
cosa por el nombre que le han dado los hombres necesita el niño de la
consiguiente humana instrucción. Pero los atributos inherentes a cada cosa son
independientes del nombre que queremos darle. Shakespeare dice que una rosa olerá
agradablemente aun cuando se la llamara por otro nombre.
Dado el actual estado
de la educación, los filósofos y los naturalistas conocen todos los nombres con
que el humano artificio ha denominado la clasificación de las cosas; pero muy
poco de la naturaleza interna de sus inherentes cualidades.
¿Qué sabe el botánico
moderno de las características de las plantas por cuyo medio reconoce el
ocultista sus propiedades ocultas y medicinales al instante de observarlas?
Las bestias han
permanecido dentro de los órdenes impuestos por naturaleza, en tanto que los
hombres los han transgredido. La oveja no necesita de las instrucciones de un
zoólogo para aprender a escapar de las garras de un tigre, sino que sabe por
propio conocimiento y sin argumentación que el felino es su enemigo.
¿No es acaso de mayor
importancia para el borrego conocer la fuerza del tigre que no su pertenencia
al genus-felix?
Y si por un raro
milagro la oveja adquiriera una repentina intelectualidad, podría instruirse de
tal modo respecto de la forma exterior, la anatomía, la fisiología y la
genealogía del tigre, que perdería de vista su genuino carácter y sería
devorada por él.
Por absurdo que os
parezca este ejemplo, es sin embargo un exacto símil de lo que ocurre a diario
en vuestras escuelas. La nueva generación recibe en ellas la llamada educación
científica. Aprende todo lo relativo a la forma exterior del hombre y la manera
más conveniente de cómo esta forma puede ser cómodamente nutrida y alojada.
Pero la visión del hombre
real que tal forma ocupa permanece enteramente obscurecida, sus necesidades
desatendidas, hambrienta y torturada, y algunas de nuestras “grandes lumbreras
de la ciencia” se han convertido en miopes hasta el punto de negar su propia
existencia.
-
Pero, ¿no representa acaso una inmensa
prerrogativa del hombre intelectual sobre los animales la de poseer un
intelecto que le capacite para comprender los atributos de las cosas que la
bestia sólo percibe instintivamente? – objeté yo.
-
Verdad es, contestó el Hermano, pero el
hombre debería emplear su intelecto de acuerdo siempre con la razón, en lugar
de oponerlo a ella. El instinto de los animales impulsa su organismo hacia la
acción, mientras que el hombre tiene la razón por guía.
Es la facultad
anímica de sentir la verdad, mientras que la función intelectiva consiste en
comprender lo que siente instintivamente o intuye el alma y lo que perciben los
sentidos externos.
Si el intelecto
actuara en consonancia con la razón, todos los seres humanos en quienes se
halla desenvuelta esta facultad, serían no solamente intelectuales, sino también
sabios. Pero la experiencia diaria enseña que la intelectualidad puede estar
divorciada de la sabiduría, puesto que harto a menudo los más ingeniosos son
los que más sumergidos se hallan en los lodazales del vicio; los más
instruidos, los menos razonables.
El primer paso y el
más importante que debe dar el hombre si anhela el logro del poder espiritual,
es el de esforzarse en aparecer siempre natural. Solamente el que es capaz de
desechar todos sus aspectos artificiosos puede devenir espiritualmente fuerte.
Si trata de alcanzar las posesiones espirituales antes de adquirir la
naturalidad, corre el riesgo de convertirse en un monstruo de falsa
espiritualidad.
Tales monstruos han
existido y existen todavía como instrumentos de las ocultas fuerzas del mal,
que obran por medio de la forma humana; son los adeptos de la Magia Negra,
brujos y malvados de diversos grados.
-
Entonces, dije yo, presumo que los grandes
criminales son hasta cierto punto magos negros.
-
No todos, me contestó el Hermano, la mayor
parte de malhechores no hacen el mal por el mal, sino para alcanzar algún fin
egoísta. Los malvados que caminan por la tenebrosa senda, efectúan el mal por
amor al mal, del mismo modo que los que avanzan por el sendero del verdadero
adepto cumplen el bien simplemente porque aman el bien.
La repetición
constante o frecuente de actos buenos o malos, conduce al fin al hombre hacia
su cumplimiento instintivo, y así acaba su naturaleza por identificarse
gradualmente tanto con el bien como con el mal.
El que tortura una
mosca simplemente por el placer de torturarla y halla en ello su alma
aliciente, se halla más avanzado en la pendiente de la vileza y del mal
absoluto, cuya consecuencia es el aniquilamiento, que el que mata a un hombre
porque imagina tal acto necesario para su propia defensa.
Aquí
la conversación empezó a girar en torno de la Magia Blanca, y de los asombrosos
poderes de ciertos Adeptos tibetanos. El Imperator dio relación detallada de su
última permanencia entre ellos. Pero por extraño que parezca, en tanto que la
conversación precedente resurgía con sus más ínfimos detalles en mi memoria, en
cambio el recuerdo de la explicación posterior del Imperator relativa a tal visita
se desvaneció en absoluto de mi mente como si su impresión hubiera sido borrada
intencionadamente de ella.
Una
vez terminado el desayuno, el Imperator encomendó mi cuidado a las Damas-Adeptos,
en tanto me prometía pronto volverse a reunir con nosotros para mostrarnos su
laboratorio alquímico.
Capítulo 5
RECOLECCIÓN
DE VIDAS PASADAS
Acompañé
entretanto a mis dos protectoras por el hermoso jardín. Penetramos por una
avenida de rosados laureles en flor y llegamos a una pequeña glorieta circular
situada sobre una leve prominencia del terreno que ofrecía un panorama
magnífico hasta el confín del horizonte, el cual estaba delineado por las
siluetas altísimas de las montañas lejanas.
Sosteniendo
el techo de la glorieta, se erguían esbeltas columnas de mármol enlazadas por
la hiedra que trepaba cubriendo la techumbre y pendiendo a trechos como
cortinas por sus bordes.
Nos
sentamos, y al poco rato, mi amiga, a quien llamaré Leila, dijo:
-
Os debo una explicación con motivo de las
observaciones que os hice en cuanto descubrí vuestro asombro a la vista de
personas del sexo femenino en la Orden de la Rosa-Cruz de Oro. Vuestra
intuición no os ha engañado. En realidad no es frecuente hallar a un individuo
que alcance el Adeptado mientras habita un organismo femenino, que no es tan a
propósito como el del sexo opuesto para el desenvolvimiento de la energía y de
la fuerza; así sucede a veces que las mujeres muy avanzadas en el sendero del
Adeptado deben reencarnar en un cuerpo masculino para lograr el resultado
final. (Eso es falso.)
No obstante hay
excepciones. Vos sabéis que en esencia no se diferencia un cuerpo femenino de
otro masculino, y que en cada ser humano se entrefunden y combinan los elementos
peculiares de cada sexo. Generalmente predomina en las mujeres el elemento
femenino, y en los hombres el elemento masculino, aunque no es difícil hallar
mujeres de carácter varonil y hombres de naturaleza pasiva.
En un ser humano
perfecto, los elementos masculino y femenino se hallan casi igualmente
desarrollados, con ligero predominio del elemento activo en el hombre que
representa el poder protector de la naturaleza, mientras que en la mujer
predomina el pasivo, o sea el principio formativo.
Esta ley oculta, cuya
explicación nos conducirá a los profundos misterios de la naturaleza, aparecerá
comprensible para vos si queréis estudiar bien las leyes de la armonía.
Hallaréis entonces que el acorde menor forma la armónica contraparte del acorde
mayor, aunque la belleza plena esté contenida en el último. Podríamos hallar muchas
otras analogías, cuyo descubrimiento dejamos a vuestro propio ingenio.
Por lo tanto, si
encontráis a un Adepto en organismo femenino, inferís razonablemente que tan
anormal circunstancia proviene de algunas experiencias y condiciones
extraordinarias por las que pasó tal Adepto durante su última encarnación en el
mundo físico. Una planta de cálido invernáculo crecerá más ufana que otra
semejante privada de cuidados. Así, análogamente, el sufrimiento intenso puede
ser la causa del apresurado desarrollo de la flor de la espiritualidad en un
alma que sin tal refinamiento hubiera diferido el adelanto para cualquier otra
encarnación.
Esta
revelación excitó mi curiosidad, y pedí a la dama la explicación de su pasada
vida, tal como fue antes de alcanzar el Adeptado.
-
Me es doloroso, respondió Leila, vivir de
nuevo en los recuerdos del pasado. Quizá nuestra Hermana Helena os explicará
los detalles concernientes a la suya.
Sonrió
la dama interpelada y dijo:
-
Lo haré de buena gana, para procurar un
placer a nuestro visitante, pero mi vida carece de interés comparada con la
vuestra. Si queréis principiar vos, yo proseguiré la relación de la mía.
-
Bien, respondió Leila, pero para simplificar
detalles y ahorrar tiempo, os mostraré su representación en el escenario de la
Luz astral. Fijad la vista en la mesa que tenéis delante.
Miré
sobre la superficie de la redonda mesa de mármol colocada en el centro de la
glorieta, y al momento vi aparecer sobre la reluciente y lisa superficie la
visión vívida de un campo de batalla. Allí se divisaba el ejército combatiente
empuñando lanzas y espadas, la caballería y la infantería, los caballeros de
bruñida armadura y los soldados rasos.
La
batalla recrudece, muertos y heridos cubren la tierra y los soldados de la
izquierda principian a ceder terreno, mientras que los de la derecha avanzan.
Súbitamente aparece a la izquierda del cuadro la figura hermosa de una mujer
revestida de luciente armadura empuñando en una mano la espada y con la otra
sosteniendo una bandera. Sus facciones me parecieron a las de la Dama-Adepto.
Enardecido
con su presencia el ejército de la izquierda pareció cobrar nuevos bríos, en
tanto que el pánico cundía entre el enemigo hasta obligarle a emprender la huida
ante el empuje de los otros. Se oye un grito de triunfo y se desvanece la
escena.
Luego
surge otra escena sobre la mesa. Parece el interior de una iglesia católica.
Están reunidos buen número de dignatarios eclesiásticos y seglares, caballeros
y nobles, obispos y sacerdotes, multitud de gentes. Ante el altar se arrodilla
un caballero armado de todas armas, que parece el rey, y un obispo revestido de
los ornamentos pontificales, le ciñe una corona de oro.
Junto
al rey está la mujer de nobles facciones que sonríe con aire de triunfo.
Resuena una solemne música, mientras la corona ciñe las sienes del rey, y al
levantarse millares de voces le vitorean.
La
escena se desvanece.
La
siguiente representa un torreón repleto de instrumentos de tortura, como los
que servían en los tiempos inquisitoriales se ven hombres vestidos de negro, en
cuyos ojos llamea el fuego del odio. Hay otros individuos vestidos de rojo que
seguramente son los verdugos.
Aparecen
algunas gentes con antorchas y en medio está Leila encadenada que mira a los
hombres vestidos de negro con aire de piadoso desdén. Le hacen algunas
preguntas necias a las que ella no quiere responder, y entonces la torturan
cruelísimamente. Aparté la vista y al volver a mirar había desaparecido la
escena.
Otra
escena apareció sobre la mesa. A un lado, un enorme montón de leña, en mitad
del cual se erguía un poste al que se bailaba atada una cadena. Una procesión
se aproxima, compuesta de viles monjes y custodiada por soldados. La multitud rodea
la pira, pero se aparta para dar paso a la procesión.
En
medio de los monjes y del verdugo avanza Leila, pálida y enflaquecida por las
privaciones y la tortura. Lleva las manos atadas y una cuerda le rodea el
cuello. Se encarama sobre los leños, y ya en su cima, la atan al poste. Trata
ella: de hablar, pero los malvados monjes, puestos en oración, le echan agua en
la cara para obligarla a permanecer silenciosa. El verdugo aparece empuñando
una tea ardiente y la leña comienza a chisporrotear, y el fuego llamea en torno
del cuerpo de la hermosa mártir.
Y
no quise ver más. Me cubrí el rostro con las manos. Sabía quién era Leila.
(Aquí Franz Hartmann insinúa que Juana de Arco se volvió una
Adepta, lo cual es absurdo porque Juana de Arco no tenía ningún desarrollo
espiritual, ya que si lo hubiera tenido entonces ella no se habría puesto a
pelear contra los ingleses para mantener al rey de Francia en su trono. Eso es
pura maniobra política que no tiene nada de espiritualidad, y alguien así no
tiene todavía la capacidad para volverse un Adepto.)
Ya
repuesto por la impresión que me había hecho tan horrible espectáculo, expresé
a Leila mi admiración por su valor y virtud. La había siempre admirado en su
carácter histórico y anhelado conocer su auténtico retrato, y ahora ante mí ella
se erguía, joven, fuerte, noble y bella, y sin embargo, según el conjunto
mundano, contando más de 450 años.
Inútil
es disimular un pensamiento en presencia de Adeptos. Leila leyó en mi mente y
respondió:
-
En realidad soy todavía más vieja, de lo que
suponéis. Vos y yo y todos nosotros, somos tan viejos como la creación. Cuando
el espíritu empezó a palpitar, después del fin del Gran Pralaya, expandiendo de
su seno la luz del Lago que trajo el mundo a la existencia, vivíamos ya, y
continuaremos viviendo hasta que esta luz vuelva a su primitivo origen.
Nuestro Yo real no
conoce edad. Permanece siempre joven y eterno, más allá de las condiciones del
tiempo. Nuestra forma no puede consumirla el fuego. Es el espejo donde el
espíritu refleja su divina esencia; la materia es tan eterna como el espíritu y
el espacio, y mientras el espíritu viva, reflejará en ella su imagen.
El espíritu necesita:
de esta imagen, a fin de conocerse. El hombre no puede distinguir los rasgos de
su faz sin el auxilio de un espejo; nosotros no podemos reconocernos
objetivamente si no nos exteriorizamos fuera de nosotros mismos. Esto es de
todo punto imposible en lo que respecta al espíritu, que es uno e indivisible,
y en consecuencia refleja su luz en la materia y se contempla a través de ella
como en un espejo.
-
Pero, objeté yo, el fuego consumió vuestro
cuerpo. ¿Cómo es posible que os vea ante mí en una forma visible, tangible?
-
Lo destruido, respondió Leila, fue
simplemente la densa substancia material de mi organismo físico. Cuando el
fuego consumía la materia física, mi forma astral se elevaba por encima del
humo y de las llamas, invisible para la multitud que me rodeaba, y cuyos
sentidos no percibían más que los objetos materiales, aunque sí me percibían
los Adeptos allí presentes en forma etérea.
Ellos me custodiaron
y tras un breve intervalo de inconsciencia, desperté. Mi cuerpo se fue
integrando gradualmente bajo las influencias predominantes en mi nueva mansión,
y como resultado aparezco ahora: tan visible y tangible ante vos como si
habitara todavía aquella forma material y grosera.
(Esto
también es falso porque incluso los Adeptos más elevados, como por ejemplo el
Chohan Serapis, siguen reencarnando.)
-
Entonces, dije yo, presumo que el cuerpo
astral de todo hombre o de todo animal tiene la posibilidad de reintegrarse
luego de abandonada su envoltura física, y de tal suerte pueden aparecer los
espíritus de los muertos en una forma visible y palpable.
-
Puede suceder, y aún sucede a menudo –respondió
Leila– con el auxilio de las viles prácticas del arte nigromántico. Y también se
puede llevar a cabo con las formas astrales de los repentinamente fallecidos
por accidentes o suicidio, en los que el cuerpo astral posee aún buen número de
adherencias moleculares.
Pero en cambio las
formas astrales de los fallecidos de muerte natural o los que llevan mucho tiempo
fallecidos no pueden ser evocadas, porque sus cadáveres astrales se fueron
desintegrando por efecto de las influencias del plano astral.
Y las formas
“materializadas” [de los elementarios] carecen de vida propia y no pueden
perdurar. No viven más que del principio vital que infunde en ellas el
nigromántico que efectúa tales actos conscientemente o del médium, que las
cumple sin conciencia.
Para que una forma
astral continúe viviendo después de la muerte de la envoltura física, es
necesario que alcance la vida consciente durante la existencia del cuerpo
material.
(Esto
es incorrecto, la forma astral continuará existiendo mientras reciba energía
vital.)
-
Que compenetra, seguramente –añadí yo– toda
forma mortal durante su vida física.
-
Eso es verdad, respondió ella, aunque no
representa el centro de la vida y de la conciencia en el ser humano. Para los
mortales ordinarios, el asiento de la vida radica en la sangre contenida en las
venas y arterias del cuerpo físico, y la forma astral vive solamente, por
decirlo así, del reflejo de esta vida física.
(Esto
es incorrecto, la conciencia de los humanos cuando descienden a la Tierra se
encuentra en su principio kama-manas, él cual se conecta con su cerebro cuando los
humanos están encarnados. Mientras que el cuerpo astral es solo su vehículo
sutil, así como el cuerpo físico es simplemente su vehículo de materia.)
En cambio en el
Adepto, el centro de la vida y de la conciencia se asienta: en el organismo de
su alma, revestida de la forma astral, y es por lo tanto consciente e independiente
de la existencia de la envoltura transitoria.
(El
Adepto funciona igual que el humano ordinario, pero es iluminado por su
naturaleza espiritual, Buddhi, y tiene un mayor control de sus vehículos, lo
que le permite mantenerse consciente después de fallecer.)
Yo poseía ya esta
vida y esta conciencia trascendental adquiridas en anteriores encarnaciones.
Antes de nacer en la humilde cabaña de un labriego, seguía ya el Sendero del
Adeptado. Durante mi infancia, me relacionaba: frecuentemente con los Adeptos,
aunque intelectualmente no los reconociera, puesto que mi actividad mental,
resultado de mi organización física, no estaba entonces lo suficientemente
desenvuelta para retener las percepciones del espíritu.
(Eso es
falso porque entonces ella no hubiera dedicado su vida a guerras estériles,
sino a tratar de desarrollar la espiritualidad en los demás.)
Pero –exclamó ella–
dejemos estas especulaciones metafísicas, que según observo, fatigan vuestro
cerebro y aparecen cada vez más difíciles a vuestra comprensión, ya que no
habiendo regla sin excepción, las leyes de la Naturaleza están expuestas a
producir infinitas variedades en las diferenciaciones de la acción. Escuchemos
ahora la historia de nuestra hermana Helena.
Desde
hacía rato yo observaba los rasgos de esta otra Dama-Adepto, y se apoderaba
cada vez más de mí la certidumbre de que en otro lugar y tiempo, quizá en
sueños, la había ya conocido.
Sí,
me acordé de que todavía siendo un niño, vi en estado de somnolencia una visión
que flotaba en el éter ante mí y que me pareció entonces ser un ángel o un ser
supra terrestre de alba vestidura, llevando en la mano un lirio blanco que me
ofrecía.
¡Cuántas
veces había deseado desde lo íntimo de mi corazón contemplar una vez más
aquella visión tan hermosa!
Y
si no me engañaban mis ojos, admiraba ahora en aquella dama al propio ángel de
mi visión. Ella era de esplendente hermosura. Su cabello suelto, negro y
ondulado, contrastaba bellamente con su túnica flotante, sencilla y clara, y cuyos
pliegues insinuaban sus formas graciosamente.
Su
semblante era pálido y delicado, de perfil era del más puro trazo griego; sus
ojos eran penetrantes y obscuros, parecían ahondar las más profundas
reconditeces de mi alma, y encender un fuego de amor puro lleno de admiración,
sin mácula de elemento pasional.
-
Mi vida, dijo Helena, tuvo apenas
importancia. Nací en San Petersburgo y fue mi padre oficial del ejército del
emperador. Murió dejándonos en la pobreza, siendo yo muy joven todavía. Si no
hubiera sido por la compañía de mi madre, de mis parientes y de un profesor, ya
nada me hubiera retenido en la tierra.
Mi pensamiento se desenvolvió
y tomó alas en la felicidad de las glorias supra terrestres. Amé la poesía y me
arrobé en las nubes flotantes, contemplando en el cielo el espectáculo de su
cambiante hermosura. Me comunicaba en espíritu con los héroes del pasado.
Pero el desarrollo de
mi envoltura física no pudo correr parejo con mi desenvolvimiento espiritual.
El frío, el hambre y la penuria precipitaron su disolución. Después de
cumplidos los dieciocho años, abandoné la mísera envoltura, descarnada e
inhábil, y fui recibida bondadosamente por los Hermanos.
Su
historia, humilde y sencilla, movió mi corazón a profunda piedad.
-
¿Y no hubo en vuestro país alguien con
bastante inteligencia –dije yo– que reconociera vuestro genio y os protegiera?
-
Elevaron un costoso monumento a mi memoria –respondió
ella– después de fallecida. Una parte del oro empleado me hubiera quizás
prolongado la vida. Los que me reconocieron en vida y admiraron mi arte y mi talento,
eran tan pobres como yo.
Pero dejémoslo. Las
condiciones en que los hombres viven son efecto del karma creado anteriormente.
La miseria y el sufrimiento fueron mi recompensa. Tengo motivos para estar
satisfecha de mi dote.
Mientras
hablaba la dama, observaba su fisonomía: ¿Era realmente ella la que me
apareciera años atrás en la visión de mi sueño de niño? ¿Era ella la que
tendiera hacia mí el lirio como en señal de bendición, cuya corriente magnética
que de él parecía desprenderse penetraba en las profundidades de mi corazón,
llamándome a una vida de superiores actividades?
Y
este trascendental conocimiento de mi vida, ¿Podía ser simplemente un sueño?
¿No llenó todo mi ser de felicidad? ¿No se hallaba acaso su recuerdo
indeleblemente grabado en mi memoria cuando multitud de otros sueños se habían
desvanecido de ella?
Helena
se levantó y tendiendo la mano hacia uno de los espacios abiertos entre los
pilares, tomó la flor de un lirio blanco que crecía detrás del muro, y me la
alargó, diciendo:
-
Guardad esta flor; no se desvanecerá como un
simple sueño y al mirarla os convenceréis de que no soy el fruto de una alucinación.
Le
di las gracias y le rogué que fuera mi protectora en el futuro como lo fuera en
mi pasado. A lo que ella respondió:
-
Nosotros sólo podemos ayudar a los que se
ayudan a sí mismos. Sólo podemos influir en los susceptibles de nuestra
influencia. Sólo podemos aproximarnos a los que se acercan espiritualmente a la
esfera de nuestra atracción mutua.
El mal repele. Los
puros son atraídos hacia los puros; los pecadores, hacia los que viven en
pecado. Dar, supone la capacidad de recibir por parte del quien recibe. La luz
del sol brilla para todos, pero no todos pueden verla. La eterna fuente de
verdad es universal e inagotable, pero muy pocos abren el corazón a sus
raudales. Esforzaos continuamente en transcender la esfera de la animalidad y
hallaréis la compañía de los de ella que ya están liberados y que moran en el
reino del espíritu.
Cuando
terminó la dama su peroración, otro Adepto se acercó a la glorieta. Era un
hombre de baja estatura, cuyo semblante expresaba profunda penetración mental,
con la inequívoca apariencia de un Maestro. La cabeza, casi calva en su cima,
delineaba perfectamente la forma del cráneo. A los lados aparecían varios rizos
de cabello gris. Recordé inmediatamente haberlo reconocido a menudo por el
retrato y cuya presencia había muchas veces sentido. Le llamaré Theodorus.
Había
sido un gran Adepto Rosacruz durante su vida terrena, y realizado, como médico,
curaciones asombrosas. Era además un grande alquimista, conocedor del secreto
de la Rosa y de la Cruz, del León rojo y del Águila blanca.
Al
entrar, anunció que habían llamado al Imperator para ocuparse en varios asuntos
de importancia relacionados con la política mundana. Y en placentero tono nos
dio más detalles, explicando su intento de impedir que un señalado político cometiera
un acto irreflexivo, que podría ocasionar tal vez (si no se le impedía) una
gran guerra.
Venía,
pues, delegado por el Imperator para mostrarme el laboratorio alquímico,
rectificando al respecto algunas falsas nociones que tenía yo respecto de la Alquimia.
Experimenté
de pronto gran contrariedad al verme obligado a separarme de las damas, y
durante un momento deseé morir para que mi alma permaneciera en su presencia.
Pero no pude, como es natural, excusar la invitación.
Pedí
permiso a las damas para retirarme y seguí a Theodorus a través de las salas
del monasterio.
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