(Esta es la tercera
parte del libro “Una Aventura en la Mansión de los Adeptos Rosacruces” escrito
por Franz Hartmann, la historia es inventada, y en morado añadí mis
comentarios.)
Capítulo 6
EL
LABORATORIO ALQUÍMICO
Avanzamos
por un magnífico corredor. A lo largo de sus costados se erigían admirables
estatuas de mármol representando los dioses y diosas de la antigüedad, así como
bustos de los héroes de los antiguos tiempos.
-
Estas estatuas –explicó mi acompañante–
representan los principios elementales y las fuerzas de la naturaleza, que
personificaron los antiguos, a fin de inducir los atributos de tales principios
en el poder conceptivo de la mente humana.
Nadie de entre los
primitivos griegos y romanos, salvo los muy ignorantes, creyó jamás que Zeus,
Plutón, Neptuno, etc., existían como dioses antropomórficos, ni jamás los
adoraron sino como símbolos y personificaciones de potestades sin forma.
De la misma manera
como lo son los pensamientos de la entidad real expresados en forma material, pues
la forma o cuerpo del hombre no es el cuerpo real, sino un símbolo, una
personificación del carácter y atributos del hombre verdadero.
Los antiguos sabían
estas cosas, aunque los presumidos sabios de la época actual confunden la
ilusión exterior con las verdades internas; la forma con el principio. A la
moderna religión materialista se debe la degradación del Espíritu universal en
un ser limitado y las grandes potestades de la naturaleza en los santos
cristianos.
Penetramos
en una habitación circular en forma de templo. No tenía ventanas, pero recibía
la luz de una cúpula de cristal transparente, bajo la cual y muy por encima de
nuestras cabezas, fundido en oro, había un doble triángulo enlazado, de grandes
dimensiones, rodeado por una serpiente mordiéndose la cola.
Y
en mitad de la sala, perpendicularmente bajo dicho símbolo, aparecía una mesa
redonda cubierta de mármol blanco, en cuyo centro se hallaba otra diminuta
representación plateada de la misma figura de encima.
Adornaban
la pared varias estanterías con un gran número de libros alquímicos. En uno de
los extremos de la habitación se alzaba una especie de altar sobre el que
resplandecía una lámpara. Un par de alambiques, algunos frascos encima de una
mesa lateral y dos butacas completaban el mobiliario de aquella pieza.
Miré
en torno de mí, esperando hallar algún hornillo, estufa, retorta u otros utensilios
de los que se mencionaba en los libros de alquimia que conocía, pero nada de
eso había allí.
Mi
instructor, leyendo mis pensamientos, me dijo riendo:
-
¿Esperabais encontrar aquí la tienda de un
boticario? Os equivocáis, amigo mío. Toda esa colección de vasijas y botellas,
de hornillos y estufas, de retortas, morteros, filtros, compresores, aparatos
destiladores, purificadores o refinadores, etc., descritos en los libros de alquimia,
no pasan de constituir un vocabulario para desconcertar a los egoístas y a los
ansiosos de entrar en posesión de los misterios sin estar todavía preparados
para recibirlos.
La verdadera Alquimia
no exige labor mecánica. Consiste en la purificación del alma y en la
transmutación del hombre animal para volverse un ser divino.
A los principios
invisibles que constituyen el hombre, se les llama metales, para demostrar que
son más durables y resistentes que la carne y la sangre. Los metales formados
por sus pensamientos y deseos continúan existiendo aun después de disuelto el
elemento perecedero que constituye su cuerpo físico.
Los principios
animales del hombre representan los metales de inferior calidad, que informan
su baja constitución y que deben transmutarse en metales más puros, y al
limpiarse de los vicios de todos los colores, se convierten en el oro de la
pura espiritualidad.
Para alcanzarlo, es preciso
que los más groseros elementos de la forma mueran y se descompongan, de suerte
que el rayo del espíritu, penetrando en la compacta concha, llame al hombre que
mora en lo profundo a la vida y a la actividad.
-
Así, pues –dije– ¿todos estos preceptos
alquímicos que hallamos en los libros, no se deben interpretar más que en
sentido figurado y para nada se requieren las substancias químicas, tales como
la sal, el azufre, el mercurio, etc.
-
No en absoluto –respondió el Adepto– los
reinos de la Naturaleza no están separados por líneas bruscas, y el resultado
de las leyes manifestadas en un reino halla sus correspondientes analogías en
otros. Los mismos procesos que rigen en los planos espirituales se reproducen a
través del astral y del físico, adaptados, naturalmente, a las modificaciones
impuestas por las condiciones de existencia de dichos planos.
La Naturaleza no es
un conglomerado de objetos y de elementos distintos en esencia, como se figuran
vuestros sabios, sino un todo y cada partícula del organismo actúa movida por
otra partícula que la contiene. Este es un hecho conocido por los antiguos
alquimistas y que los modernos químicos harían bien en recordar.
Todavía hallamos en
el Zohar el pasaje siguiente, que os
recomiendo transcribáis en vuestro libro para no olvidarlo:
“Todo cuanto existe
en la Tierra tiene su contraparte etérea debajo de la Tierra (es decir, en el
reino que la compenetra), y nada existe en el mundo, por insignificante que
aparezca, que no dependa de algo superior (o más profundo), de modo que si la
parte inferior actúa, su contraparte superior predominante reacciona sobre
ella”.
El Microcosmos del
hombre es verdaderamente una contraparte, una imagen, una representación del
Macrocosmos de la Naturaleza. En el primero se contienen todos los poderes,
todos los principios, todas las fuerzas, las esencias y las sustancias que
contiene el último, desde el principio espiritual supremo y divino llamado
Dios, hasta la más grosera modalidad de la Universal Vida Única que se denomina
Materia.
Estos principios
pueden hallarse latentes o activos en uno o en otro de estos dos organismos;
pueden existir simplemente en germen en una forma o pueden hallarse en estado
de desenvolvimiento.
En todo ser humano se
hallan contenidas en estado latente las esencias que constituyen el reino
mineral, vegetal y humano; en todo hombre se hallan contenidos los principios
que pueden desenvolverse en un tigre, una serpiente, un cerdo, un dragón, un
sabio o un malvado, un ángel o un demonio, en un Adepto o en un Dios.
Estos elementos, que
coadyuvan a su desarrollo y crecimiento, provienen de la naturaleza del hombre
y constituyen su propia esencia.
Observad el doble
triángulo entrelazado encima de nuestras cabezas; representa el Macrocosmos con
todas las fuerzas que lo contienen, la interpenetración del Espíritu y de la Materia
en el círculo sin fin de la eternidad. Y fijaos en el símbolo más pequeño
representado en el centro de la mesa que tenemos ante nosotros; significa los
mismos elementos en la constitución del Hombre.
Si pudierais fundir
los dos triángulos enlazados que compenetran vuestro ser con los que existen en
el Universo, vuestros poderes serían los poderes de la Naturaleza, y lograrían
guiar y dirigir por vuestra voluntad razonadora los procesos que
inconscientemente se efectúan en los dominios de aquella.
El proceso universal,
determinante de todos los procesos vitales, es el principio de Vida. Todo el
que sea capaz de guiar y dominar el poder vital por medio de su voluntad, es
alquimista. Puede crear nuevas formas y aumentar la sustancia que integra las
formas.
El químico nada crea,
sino que elabora simplemente nuevas formas con la sustancias que ya posee; el
alquimista hace que la sustancia atraiga otros elementos del depósito invisible
de la Naturaleza, y de este modo la acrecienta. El químico opera con elementos
en que el principio de vida permanece inactivo, es decir que se manifiesta
simplemente como energía mecánica o química; pero en cambio el alquimista opera
con el principio mismo de la vida y por esta causa los elementos vivientes
vienen a la existencia.
El químico puede
transformar el azufre en un gas invisible y convertirlo otra vez en la
primitiva sustancia, quedando al fin la misma cantidad de azufre con que
comenzó el experimento; pero el jardinero que sepulta una simiente en el suelo
y prepara las condiciones necesarias para que fructifique un árbol, es
alquimista, ya que atrae a la existencia algo que no existía en la semilla, y
que ofrece, por medio de un simple grano, infinidad de semillas semejantes.
-
Pero se dice –objeté yo– que los Rosacruces
poseen el poder de transmutar el hierro, el mercurio o la plata en oro.
Seguramente no existe ni una partícula áurea en la plata o en el mercurio en su
grado de pureza; ¿cómo es posible, pues, que extraigan de ellos algo que
contienen?
El
Adepto sonrió y dijo:
-
De vuestros labios sale la sapiente
ignorancia de la civilización moderna, que no pueden columbrar la realidad por
haber creado una montaña de errores y de prejuicios científicos que se levantan
entre ella y la verdad. Permitid que os diga una vez más que la Naturaleza es
una Unidad y que en consecuencia cada partícula de materia, incluso la más
ínfima, forma parte de la naturaleza, en la que subyacen ocultas todas las
posibilidades que sustenta su conjunto.
Cada grado de polvo puede,
bajo favorables condiciones, convertirse en un universo donde los elementos
todos de la Naturaleza se agrupan y colaboran. Vuestros sabios son incapaces de
comprender tal verdad porque sus doctrinas sobre la constitución de la materia
y de la energía son completamente falsas.
Vuestro dualismo
teológico ha sido causa de inauditas miserias, al suscitar una continua
querella entre Dios y el Diablo; vuestro politeísmo científico ciega la mirada,
obstruye el juicio y mantiene en la más crasa ignorancia a los eruditos. ¿Qué
sabéis de los atributos de la materia primordial? ¿Qué sabéis de la diferencia
entre la materia y la fuerza?
Todas las sustancias
llamadas simples dimanaron originariamente de la primordial, y esta materia
primordial es una Unidad, su esencia es Una, y por lo tanto cada partícula de
ella posee en sí el poder de (bajo ciertas condiciones) convertirse en oro; y
también en otros varios elementos: en hierro o en mercurio, etc.
Así lo entendían los
antiguos alquimistas cuando decían que cada uno de los siete metales contiene
los principios de otros siete, al tiempo que enseñaban cómo, para transmutar un
cuerpo en otro, debía reducirse de antemano a su Materia Prima.
Pero observo que
anheláis comprobar experimentalmente la verdad de tales teorías. Vamos a ver si
es posible extraer oro de su semilla.
Sin
levantarse de la amplia butaca donde se hallaba sentado, me pido que tomara uno
de los crisoles que había sobre la mesa, y luego de cerciorarse de que estaba
vacío, me indicó que lo colocara sobre un trípode, encima de la llama que ardía
en el altar.
Hice
lo que me indicaba, y después me dijo:
-
Tomad ahora algunas monedas de plata de
vuestro bolsillo y echadlas en el crisol.
Tomé
siete marcos que llevaba y cumplí lo que me decía.
Al
cabo de algunos minutos, las monedas empezaron a fundirse hasta que se
derritieron. Entonces se lo advertí al Adepto, quien me indicó encima de una
mesa una botellita que contenía un polvo. Y con una cucharita de plata que
hallé a su lado, saqué de la botella uno o dos granitos de aquel polvo e iba a
echarlos en el crisol, pero en el mismo instante me detuvo Theodorus,
advirtiéndome que contenía la cucharada demasiada cantidad de polvo y que no
debía desperdiciarlo.
Me
los hizo verter de nuevo en la botella y luego de limpiar la cucharita con un
pedacito de papel, me indicó que lo echara en el crisol. La cantidad de polvo
rojo adherido a la superficie de la cuchara era tan ínfima, que apenas se
notaba a simple vista; no obstante cumplí lo que me indicaba, y eché el
pedacito de papel en el argentino líquido.
Se
quemó inmediatamente y en el mismo instante el metal fundido entró en
ebullición y el líquido subió precipitadamente hacia la superficie del crisol,
hasta tal punto que temí se desbordara; pero, cada hervor se detenía en la
misma superficie, y al desplegarse ofrecía una varia irisación de colores
magníficos.
El
espectáculo duró unos quince minutos. La ebullición cesó y la masa espumosa se precipitó
en el fondo del crisol.
Theodorus
esperó a que se hallara la masa inmóvil, y me solicitó retirara la retorta del
fuego y vertiera el contenido sobre una placa de mármol.
Obedecí
la indicación, e inmediatamente la masa se solidificó y apareció convertida en
oro purísimo.
-
Tomad este oro –dijo Theodorus– y hacedlo
analizar para que os cercioréis de que no habéis sido presa de una alucinación.
Me
quedé atónito y pensé cuánto se daría por conocer el secreto de este polvo
encarnado. Hubiera querido solicitar al Adepto la explicación de tal procedimiento,
pero no osé formular la pregunta en alta voz, por temor de que Theodorus
creyera que deseaba conocer el secreto con el propósito de enriquecerme.
Pero
el Adepto leyó mi pensamiento y respondió:
-
El secreto de la preparación de este polvo
encarnado no puede ser revelado a los hombres hasta que hayan trascendido su
aspecto inferior, ya que para su conocimiento no basta la explicación de la
teoría: hace falta adquirir su enseñanza práctica.
¿Pero cómo es posible
enseñar a los seres humanos a valerse de poderes que no poseen y cuya
existencia desconocen?
No obstante dichos
poderes están latentes en todo ser humano.
Sería absurdo creer
que el oro puede ser laborado de cualquier otra sustancia que del oro mismo;
pero cada sustancia posee el germen del oro en su propia materia primordial.
En el laboratorio
alquímico de la Naturaleza, las piritas de hierro y de otras sustancias
producen, en el curso de los años, el áureo metal, ya que el elemento del oro,
contenido en su materia primordial, se desenvuelve por medio de la acción del
principio vital de la Naturaleza hasta culminar en el oro visible. Este proceso
que en el curso de la Naturaleza inconsciente demandaría un período de millones
de años para llegar a su realización, lo puede lograr el Adepto en algunos
minutos, si la conciencia y la inteligencia espiritual guían su poder volitivo.
Es imposible, claro
está, convertir en oro una cosa que no contenga su principio, como es imposible
hacer brotar un manzano de un hueso de cereza. Y si queremos que de su simiente
crezca el manzano, no la enterraremos seguramente bajo una roca, sino que
elegiremos terreno favorable donde pueda desarrollarse al amparo del calor y de
la humedad.
Pues bien, del mismo
modo, si deseamos obtener oro de la semilla o principio del oro, debemos añadir
el terreno que su desenvolvimiento requiere, y ese terreno lo suministra el
polvo encarnado que contiene el principio vital para la producción del oro.
Buscad doquiera y no
hallaréis sustancia alguna muerta. Lo mismo en el corazón de la piedra tosca;
que en yerto metal, late, soñolienta, la vida.
Si el principio vital
de cualquier sustancia deviene activo, empieza esta última a tomar forma y a
producir los varios matices que habéis observado en el contenido del crisol.
Si la masa es sólida
y fría, el elemento de vida latirá muy lentamente bajo la superficie de metal; aún
así la transmutación se efectuará gradualmente. Pero en cambio en la masa fundida,
la sustancia vivificante se mezcla y compenetra por entero con el metal, la
ebullición tiene lugar y la transmutación se efectúa rápidamente.
¿Por qué los hombres
creen que el crecimiento, desenvolvimiento y transmutación de formas se efectúa
solamente en los reinos vegetal y animal?
En el reino mineral
ocurre idéntico proceso, con la sola y única diferencia de que en los reinos
vegetal y animal ese proceso dura un período de tiempo relativamente corto, lo
que permite ser observado por los hombres; mientras que en el reino mineral el
proceso es mucho más lento y multitud de generaciones humanas aparecen y pasan
sin notar el progreso ni crecimiento en la forma del mineral.
La semilla para la
reproducción de las plantas crece en las plantas mismas, y el germen para la
propagación del mineral está contenido en él, Igualmente la “semilla” para la
producción del metal reposa en su interior. No basta fundir simplemente el oro
para producirlo; debe ser antes reducido a lo que los alquimistas llaman el
Agua y que significa la materia primordial.
Y esto se logra con
la adición del polvo encarnado que, en cantidad casi imperceptible, es
suficiente para producir el desenvolvimiento de gran cantidad de oro.
El insignificante
número de partículas de polvo que vos habéis empleado, ha sido suficiente y
hasta excesivo para la transmutación de vuestra plata, como vos mismo habéis
podido observar. Ved y os cercioraréis de que vuestro oro no ha absorbido la
totalidad del polvo encarnado adherido al papel.
Examiné
el oro que en aquel momento se hallaba ya lo bastante templado para poderlo
tocar, y verdaderamente percibí adheridas a su superficie, unas como perlitas
rojas, semejantes a rubíes, que indicaban, sin duda, la localización del polvo
encarnado que no había sido absorbido por la masa líquida.
-
Este polvo –continuó Theodorus– es el célebre
León Rojo de los alquimistas. Algunos lo denominan azufre; otros mercurio;
otros lo llaman sal. Contiene algo de todos ellos, ya que los tres forman una
trinidad en una unidad inseparable e indivisa.
Increíblemente
impresionado yo exclamé
-
¡Maestro! Mostradme este secreto, y yo os
prometo no servirme jamás de sus resultados para ningún motivo egoísta, sea el
que fuere. He aprendido bastante Ocultismo para saber que las posesiones y las
riquezas mundanas, no solamente son inútiles para el desenvolvimiento
espiritual, sino que representan el más grave obstáculo en el Sendero de los
anhelantes de progreso. Ansío conocer la verdad sólo por amor a la verdad, y no
con el propósito de obtener de ella un beneficio egoísta.
-
Muy bien –respondió el Adepto– yo haré cuanto
me sea posible para mostraros la guía; pero debéis avanzar por vos mismo.
Enseñaros el secreto creador del oro, equivale a revelaros todos los secretos de
la constitución de la Naturaleza y de su contraparte, el humano microcosmos.
Esto no se puede
realizar en breves horas ni en varios días; y sería oponerse a las
prescripciones de nuestra Orden reteneros aquí después de la puesta del sol.
Pero a fin de
proporcionaros el medio de aprender la ciencia de la Alquimia, os prestaré un
libro que podréis leer y estudiar; si conserváis vuestra facultad de intuición
trascendente y vuestro pensamiento sin nubes; y aunque invisible, permaneceré
cerca de vos para ayudaros a penetrar el significado de los secretos símbolos
que contiene.
Y
con estas palabras, Theodorus me ofreció un libro de imágenes y símbolos que
contenía cierto número de láminas en colores. Sobre la vieja cubierta se leía
este título: “Los Símbolos Secretos de
los Rosacruces de los siglos XVI y XVII”.
(Este libro si existe y Franz Hartmann lo volvió a publicar con
una introducción escrita por él mismo, pero este libro no se lo dio “el Adepto
Theodorus”, sino que Hartmann lo encontró cuando él estuvo investigando sobre el
rosacrucismo.)
Las dimensiones del
libro –continuó el Adepto– dificultarán el descenso de la montaña, pero os lo
enviaré a la hospedería del lugar, donde lo hallaréis a vuestra llegada.
Expresé
mi agradecimiento al Adepto, y miré una vez más el libro misterioso. Hojeé sus
páginas y por sus títulos me percaté de que trataba de profundos misterios del
Macrocosmos y del Microcosmos, el Tiempo y la Eternidad, los Nombres Ocultos,
los Cuatro Elementos, la Trinidad del Todo, la Regeneración, la Alquimia, la
Filosofía y la Cábala; era, en verdad, la Ciencia Universal.
-
Si llegáis a la práctica comprensión del
contenido de este libro –dijo Theodorus– sabréis, no solamente la manera de
obtener el oro de los metales ínfimos que al fin y al cabo no es más que uno de
los más inferiores aspectos insignificantes y comparativamente inútiles de
nuestro Arte, sino el misterio de la Rosa y de la Cruz; sabréis cómo adueñaros
de la Piedra filosofal y de la Universal Panacea que hace inmortales a sus
poseedores.
Entonces sabréis, no
solamente el medio de dirigir el oculto proceso de la vida, precipitando el
crecimiento de las perlas, diamantes y todas las piedras preciosas, sino también
cómo humanizar el animal y cómo divinizar al hombre.
Pero sólo es
verdaderamente necesaria la práctica de este último proceso alquímico. En
comparación a él, los demás procedimientos no pasan de ser juegos de niños. ¿De
qué nos serviría correr tras las ilusiones que desvanece el tiempo, si podemos
obtener en nuestro propio interior lo único real y eterno?
Pregunté
al Adepto si me era permitido mostrar el libro a alguien o de prestarlo para su
copia o impresión, a lo que él me respondió:
-
Pocas personas hay actualmente en el mundo que
sean capaces de comprender el libro en su profundo sentido; mas existe una
escasa minoría, deseosa de conocer la verdad y por el interés de este pequeño
número, podéis intentar difundir su secreto.
Pero los símbolos
contenidos en sus páginas no deben mirarse y estudiarse simplemente con el
intelecto, sino dejar que su verdad compenetre el espíritu. Como aclaración, os
diré que cada símbolo y cada signo oculto, desde el simple punto hasta el doble
triángulo enlazado y la Rosa y la Cruz, deben entenderse según tres
significados.
El primero es el
aspecto exotérico, fácilmente comprensible; el segundo es el aspecto esotérico
o secreto que puede explicarse intelectualmente; pero el más profundo y
misterioso es el tercero, el aspecto espiritual que no puede ser explicado sino
experimentado prácticamente que por el espíritu y se llega a esta práctica
experiencia interna por el poder de la intuición, o sea la facultad por la que
el espíritu presiente a menudo la presencia de las cosas que no pueden penetrar
los corporales sentidos, ni en consecuencia comprenderlas con el intelecto, en
tanto no se posea el poder espiritual.
Cuando una persona
presiente el lado oculto de una cosa en lo íntimo de su corazón y ve con su
vista interna y comprende sus atributos con el auxilio del intelecto, entonces
a tal persona se la llama iluminada, y se convierte prácticamente en Adepto.
Así como el número
tres se forma del uno, el siete deriva del tres, ya que por medio de una
combinación de tres números o letras se forman consecutivamente cuatro
combinaciones, constituyendo con el originario tres el número siete, y así no
solamente existen tres sino siete definiciones de cada símbolo.
Ved, pues, cuán
complicado es el asunto y cómo demanda un profundo estudio y lo que yo os
explicaría referente a estos símbolos, no os ayudaría en la evolución de
vuestro verdadero conocimiento, ya que la adquisición del saber prestado no
conduce a la sabiduría real. A menudo, esto no da por resultado más que
recargar la memoria de opiniones ajenas y tal ciencia es del género de las que
se aprenden en escuelas y universidades, pero que no nos satisfacen a nosotros.
El ser por sí forma
verdaderamente al hombre, y únicamente lo que por propia experiencia descubre,
conoce en verdad. En el tiempo en que moré entre los hombres, mantuve encarnizadas
polémicas con médicos y teólogos que vivían de la ignorancia del pueblo, ya que
cuanto más despertaba a la luz del conocimiento a las gentes, más mermaba la
despensa de los primeros, y observé generalmente que cuanto más eruditos eran
los doctores, más faltos de razón se hallaban.
Ahora vivo aquí en
paz, y apenas me ocupo de los argumentos y discusiones de los hombres. Sólo de
cuando en cuando echo una ojeada sobre el mundo, y no columbro mejoramiento
alguno.
-
No obstante –dije yo– no negaréis que la
ciencia ha adelantado mucho desde entonces.
-
Eso es verdad es –me contestó– avanza en
ciertos aspectos y retrocede en otros. Ha producido multitud de inventos
destinados al acrecentamiento del bienestar físico del hombre, halagando sus
deseos; pero a medida que estos deseos se satisfacen, crecen y aumentan, también
crean nuevas necesidades.
Muchas de vuestras
más útiles invenciones se han llevado a cabo, no con el auxilio, sino a
despecho de vuestros profesionales. Pero. . . ¿qué utilidad reportan estas
invenciones al eterno bienestar del hombre, si sólo sirven para comodidad de la
forma física, y una vez cesa la vida de esta forma, también cesa su utilidad?
Estos adelantos
serían perfectos, si la gente no malgastara el tiempo en goces y pasatiempos,
descuidando la transmutación de los metales, que perdura mucho más allá de la
forma material.
Además, si tuvieran
los hombres desenvueltas sus facultades psíquicas, muchos de vuestros más
útiles descubrimientos serían completamente innecesarios, pues los sustituirían
más ventajosos métodos, del mismo modo que los arcos y flechas fueron inútiles
después del descubrimiento de la pólvora y los cañones.
Estáis muy
satisfechos del uso de los ferrocarriles y del telégrafo, ¿pero de qué le
sirven al que puede viajar de un punto a otro con la velocidad del pensamiento,
por distantes que estén ambos lugares?
Aprended a encadenar
los espíritus elementales de la naturaleza al carro de vuestra ciencia y os
será posible cabalgar en el Águila y escalar los cielos.
-
Me consideraré feliz –exclamé yo– si me
indicáis la manera cómo puede una persona viajar con la velocidad del
pensamiento. Creo que el cuerpo físico debe ser, en este caso,
insoportablemente embarazoso.
-
El hombre psíquicamente desarrollado para
nada necesita llevar consigo la pesada envoltura material en sus excursiones
–respondió Theodorus– ¿Qué y quién es el Hombre?
¿Es el mecanismo semi-animal
que come, bebe y anda y que pierde casi la mitad de su vida en el sueño
inconsciente? ¿Es el montón de huesos y músculos, de sangre y nervios
sensibles, que estorba los libres movimientos del espíritu en él encadenado? ¿O
es algo invisible que piensa, que siente y sabe que existe?
-
Sin duda –contesté– el hombre real es el
principio pensante en el hombre.
-
Si eso consideráis –dijo el Adepto– entonces convendréis
también conmigo que el hombre verdadero está en el lugar donde siente y
percibe, es decir donde existe su conciencia.
Pensar es facultad de
la mente, y no del cuerpo físico. Allí donde nuestra mente ejerce esta
facultad, tiene el hombre su real morada. Que el cuerpo físico esté también
allí no es cosa que deba interesarnos como no nos interesaría cargar con un
abrigo de invierno en nuestros paseos estivales.
Pensar es patrimonio
de la mentalidad, y la Mentalidad es universal. Si nos acostumbramos a pensar
independientemente del cerebro físico, podremos ejercer esta facultad
dondequiera del universo, libres del yugo de la grosera envoltura.
-
¿Pero cómo es posible –objeté yo– que un
principio universal, y por lo tanto inorgánico, pueda pensar sin emplear para
ello un instrumento orgánico?
-
¡Mortal de limitada visión! –me respondió
Theodorus– ¿Quién dice que la Mentalidad Universal no esté organizada? ¿Quién
carece de juicio suficiente para considerar que el vital principio
conscientemente organizado, el más elevado del Universo, no tiene organización,
cuando los reinos inferiores que pueblan la superficie terrestre, como
cristales, plantas y brutos no existirían sin el principio organológico?
Ciertamente, el aire
no piensa, no posee organismo determinado. Pero la mentalidad Universal no es
el aire ni mucho menos el espacio vacío; nada de común con ella tienen ni el uno
ni el otro, y no obstante todo lo compenetra y doquiera se halla presente. Es
en suma, el superior principio organizado del universo.
El hombre interior,
en quien la conciencia de su identidad superior espiritual no se halla todavía
desenvuelta, no puede pensar sin cerebro físico, ni puede experimentar la
conciencia de que todavía carece, ni ejercer una facultad todavía latente en su
organismo.
Pero en cambio el
hombre consciente de su identidad superior y cuya vida está concentrada en los
superiores principios existentes independientemente de la envoltura física,
constituye un centro espiritual de conciencia que no necesita cerebro físico
para pensar, del mismo modo que podréis prescindir vos del servicio de vuestras
manos y pies para formular un pensamiento.
Si un individuo en
estado sonámbulo se traslada en cuerpo astral a un lugar distante y aporta su
visión e impresiones de ese lugar, no diremos que haya estado en tal lugar con su
cuerpo físico, y menos aún que se haya llevado consigo la masa encefálica,
dejando en el cuerpo el cráneo vacío. ¡Cuán absurda resulta tal idea! Pero su
absurdidad no excede a la de vuestra insinuación de que la mentalidad universal
carece de organismo.
Yo
quedé algo confuso de haber vertido inconsideradamente una opinión sobre un
asunto que excedía, a todas miras, mi capacidad y conocimientos. Entonces,
vislumbrando el Adepto mi estado, continuó en tono más suave:
-
Si deseáis conocer la organización de la
naturaleza, estudiad vuestra propia constitución, no solamente en su aspecto
físico, anatómico y fisiológico, sino especialmente en su aspecto psicológico.
Estudiad lo que podemos llamar la fisiología de vuestra alma.
Si vuestro pie no
estuviera constituido por una sustancia organizada en directa e íntima
correspondencia con vuestro cerebro por el concurso de los nervios y de la
médula espinal, jamás seríais capaz de experimentar la más leve sensación en
vuestro pie, lo podrían quemar o amputar, y a menos de conscientemente
presenciarlo, no advertiríais su destrucción.
Vos no pensáis con
vuestro pie, sino con vuestro cerebro, o para expresarlo con mayor certeza, por
mediación de vuestro cerebro. Pero si os hallarais más desarrollado evolutivamente,
seríais capaz de transmitir vuestro pensamiento y vuestra conciencia desde el
cerebro a los pies o a cualquier otra parte de vuestro organismo, y por decirlo
así, vivir reconcentrado en ella, aparte de todos los restantes órganos.
Algunos de vuestros
más preclaros sabios comprenden ya que la sensación y la conciencia pueden
quedar eliminadas de una parte cualquiera del cuerpo, sea por efecto de la
voluntad y de la imaginación, sea por el poder de un magnetizador o mesmerizador.
Y del mismo modo
puede llevarse a cabo el hecho opuesto, y concentrarse una persona en una parte
cualquiera de su propio organismo o del gran organismo de la naturaleza, con el
que está íntima e indisoluble, aunque invisiblemente ligada.
El que se considera
independientemente existente de la naturaleza y separado de ella, es un iluso.
La fundamental doctrina del Ocultismo consiste en que la Naturaleza es Una y
que todas sus criaturas se hallan mutua e íntimamente ligadas y que cada cosa
obra en todo cuanto contiene.
La ilusión de la
forma es causa de la sensación de aislamiento y separatividad en los
individuos. La forma humana no es el hombre, sino simplemente un estado de
materia constantemente expuesta a cambio, y en la que temporáneamente mora.
Podemos compararla a
la imagen de un espejo donde el carácter del hombre se refleja imperfectamente,
y aunque éste difiera de la imagen reflejada que temporalmente dota de vida,
sensación y conciencia, sin embargo la forma no deja de ser semejante a la
imagen, ya que la vida, la sensación y la conciencia no son patrimonio de la
envoltura material, sino funciones del hombre invisible, pero real que
constituye un fragmento del invisible organismo de la naturaleza.
Su mentalidad es
parte de la universal mentalidad, y el que sabedor de esto comprende su
verdadero carácter y conoce sus inherentes poderes, es capaz de concentrar
poderosamente la conciencia en cualquier punto y lugar, dentro o fuera de su
forma física, y ver, sentir y comprender lo que allí acontece.
-
Tan grandiosas son para mí esas ideas –dije–
que me considero todavía incapaz de abarcar su alto significado; pero temo que
jamás las admitan nuestros eruditos, que nada vislumbran más allá de los
cerrados sistemas por ellos establecidos.
-
Así es –respondió el Adepto– tales ideas no
serán admitidas ni comprendidas por la presente generación de científicos, pero
las conocerán en el porvenir quienes, además de la erudición, posean la
sabiduría, del mismo modo que fueron patrimonio de los sabios del pasado.
La presunción y la
ignorancia son gemelas; y cuando el hombre se considera independiente y
distintamente de los demás, crece en vanidad, y cuando más instruido está en la
ciencia superficial, más aumenta el sentimiento de su superioridad y se engríe
de su imaginaria supremacía.
La conciencia de la
gran mayoría de los inteligentes de nuestra época intelectual, está casi por
completo localizada en el cerebro; ellos viven, por decirlo así, únicamente en
el desván de su casa. Pero el centro de la vida es el corazón, y si la
conciencia no se concentra en este primario núcleo vital, se irá paulatinamente
apartando de allí hasta desvanecerse.
Que los que anhelen
crecer espiritualmente traten de acercar el pensamiento al corazón, en lugar de
localizarlo fríamente en los estrechos lindes del cerebro, Que traten de
sumergir, día tras día, su poder pensante en su poder senciente, el primordial
principio de la vida, hasta que su conciencia more allí.
De momento no
percibirán más que tinieblas, pero si perseveran en sus esfuerzos, descubrirán
que la vida de tal centro es luz para la mentalidad humana, y esa luz
inextinguible enviará sus rayos hasta la región sidérea, donde el hombre ve su
pasado, su presente y su porvenir.
Los más profundos
misterios de la naturaleza se develan con sencillez pasmosa si preferimos
observarlos en vez de prestar atención a nuestras ilusiones. Las más grandes
ideas son fáciles de comprender cuando preferimos comprenderlas que aferrarnos
a las forjadas por nosotros mismos.
La mentalidad humana
es comparable a un espejo en donde ideas flotantes en la universal mentalidad
se reflejan como en un lago tranquilo las nubes pasajeras. Si su líquida
superficie está alterada, las imágenes se deforman; si las aguas se enturbian,
el reflejo cesa por completo. Del mismo modo, si la mentalidad humana se halla
en apacible estado, libre de elementos extraños, revelará las superiores y
nobles ideas existentes en el mundo mental.
Si queremos pensar razonablemente,
debemos permitir que la Razón se asiente en el alto trono de nuestro cerebro;
pero si nuestra personalidad intenta superarla, el pensamiento se llena de
nuestras propias y ajenas imágenes ilusorias, y no podemos percibir la verdad
imparcial y desnuda, sino la que por nos imaginamos.
Esta verdad la
hallaréis simbólica o alegóricamente representada en todos los sistemas
religiosos y mitológicos del mundo. Es la vieja historia de la caída del
hombre. Mientras en remotas edades permaneció el hombre en estado de pureza, es
decir mientras su voluntad y su imaginación del poder espiritual actuante en la
naturaleza, él conoció la verdad y fue omnipotente; pero en cuanto empezó a
considerar su existencia aislada del gran poder del universo, perdió de vista
la verdad, cebado por sus propias ilusiones.
Si el hombre ansía
poseer de nuevo la verdad, debe despojarse de su personal visión pensante y
razonadora y dejar que la Razón piense y quiera en él. Pero antes lograréis
persuadir al avaro de que abandone su tesoro, amasado con las ansias de toda su
vida, que convencer a un filósofo moderno de que desista de sus prejuicios.
Veo en vuestro
corazón el deseo de constituir una sociedad razonable; pero permitid que os
prevenga que si intentáis su realización por medio de un llamamiento a vuestros
sabios, elegiréis el método más desviado para el logro de tal iniciativa, y
estad seguros de su fracaso.
-
Supongo –dije– que podría hallar el medio de
establecer una sociedad o escuela dedicada al desenvolvimiento espiritual,
donde los anhelos de perfeccionamiento podrían emplear fuerzas en la
consecución de lo verdaderamente útil y durable, en lugar de verse obligados a
seguir la corriente ilusoria del mundo.
He hallado
mentalmente un lugar solitario donde los miembros todos de una tal sociedad
podrían desenvolver su vida interior. Yo sueño con un monasterio teosófico
donde sea posible una vida semejante a la vuestra, rodeada de toda
magnificencia, de toda la sublimidad y la calma de la naturaleza, para escapar
a la esclavitud de la mundana sociedad y marchar rectamente por el camino del
Adeptado. Pero seguramente no escogería para ello a gentes incultas e
ignorantes.
-
Buscadlas entre los puros y virtuosos –respondió
Theodorus– y acertaréis en vuestra elección. Elegidlos entre los desprovistos
de prejuicios y opiniones preconcebidas. Enseñadles los medios del
desenvolvimiento de las facultades de percepción espiritual, y pronto lograréis
la sociedad lumbrera y prez del mundo.
Lo que hoy
denominamos ciencia y educación, no es más que un complicado método encaminado
a la adquisición de un insignificante conocimiento superficial que el género
humano se ve forzado a adquirir, ya que nada se le enseña sobre el
desenvolvimiento de las facultades del espíritu.
Pero si un método tal
se enseñara y practicara, el verdadero conocimiento ocuparía presto la plaza
del falso saber, la certeza la de la hipótesis, la convicción la de la opinión,
la fe la de la creencia.
Si los moradores de
vuestro proyectado monasterio no tuvieran su personal manera de querer e
imaginar por sí mismos, sino que todos fuesen vivientes espejos donde se
reflejara sin mancha la divina Sabiduría, semejante monasterio sería el más
alto ornamento del mundo.
Tales centros de
inteligencia espiritual lucirían como soles de primera magnitud en el horizonte
mental del mundo. Uno solo de ellos bastaría para iluminar el orbe entero con
su sabiduría y enviar sus intelectuales rayos hasta los más ignorados límites
del planeta.
-
¿Y qué es lo que impide el establecimiento de
semejante centro de sabiduría? – pregunté yo.
-
Nada, si exceptuamos las imperfecciones del
hombre –respondió el Adepto–. Dos fuentes hay de donde emanan los obstáculos
que obstruyen la senda de los ansiosos de alcanzar el conocimiento de sí mismos
y la inmortalidad. Unos provienen del ser interior del hombre y otros de las
condiciones externas en que vive.
Los obstáculos
interiores los causan los prejuicios y las falsas nociones científicas y
teológicas adquiridas y las fuerzas elementarias vivientes en el principio
interior de la constitución humana, al ser nutridos por las condiciones de la
vida exterior, crecen y se robustecen manifestándose de diversos modos y generando
los impulsos animales, que aunados con las preconcepciones del intelecto,
devienen de la más peligrosa especie en forma de vicios, como: la ambición, la
vanidad, la avaricia, la intolerancia, el egoísmo, etc.
Cada uno de esos
elementos animales o elementarios pueden desarrollarse hasta constituir un ser
intelectual (pero sin facultad razonadora) y finalmente ocupar el lugar del Ego
en el hombre, quien puede tener en su interior varias entidades semejantes,
hasta que una de ellas prepondere y se erija en señor del reino de su alma.
Cada uno de esos
seres absorbe parte de la vida y de la conciencia del hombre en cuya alma se
halla aferrado y puede paulatinamente dilatarse hasta sus más extensos
confines, apoderándose de su ser intelectual y paralizar su razón o anularla.
La pululante multitud
de esos elementarios intelectuales o semi-intelectuales posee forma humana,
aunque carece de razón, o cuando menos la posee en muy ínfimo grado. Y podéis
verlos diariamente en las aulas académicas o en los mercados.
El principal objeto
del hombre en la vida consiste en velar por el dominio de su mentalidad libre
de tales intrusos, de suerte que la razón soberana pueda dictar a todas horas
su ley sin extrañas intervenciones. Su deber se cifra en entablar gigantesca
batalla contra esos elementarios animales e intelectuales, hasta que los
sojuzgue como servidores y los rechace como dueños.
Pero esto no puede
lograrse si empleamos continuamente todas nuestras energías en el mundo
exterior, si no penetramos nunca en nuestra morada interna, si nos hallamos
siempre sujetos a las ilusiones de la vida, en busca de los placeres sensuales,
o en las tareas llamadas intelectuales que nos brindan sólo el conocimiento
superficial de lo pasajero y mudable, desdeñando el superior y profundo
conocimiento del ser.
¿Podemos consumir
toda nuestra energía y al propio tiempo retenerla? Una respuesta afirmativa
sería tan irreal como anticientífica.
Capítulo 7
LA VIDA
SUPERIOR
Sería
demasiado tedioso para algunos de nuestros lectores si tuviera que informar
todas las instrucciones que me dio mi amable guía Theodorus, quien, por lo que
sé, pudo haber sido conocido como el célebre Teofrasto Paracelso durante su
vida en el cuerpo físico. Sin embargo, no me siento justificado en omitir lo
que dijo con respecto a la importancia de practicar el autocontrol y
desarrollar la firmeza de carácter y la individualidad.
Antes
de mi visita al convento rosacruz me habían hecho creer que el ocultismo y el
misticismo eran cosas sólo para soñadores; adaptado a personas que viven
continuamente en las nubes, disfrutando de sus supersticiones y caprichos
construyendo castillos en el aire; pero ahora descubrí que la confianza en uno
mismo es una cualidad sumamente necesaria para un discípulo de esta ciencia
sagrada, y que ninguna ciencia puede ser más exacta que la que se basa en
nuestro propio conocimiento espiritual exacto y realizado dentro de nuestra
propia alma.
Y
sobre este asunto Theodorus me dijo:
-
Para que un poder sea vigoroso en su centro,
debe dirigirse al centro, ya que sólo por la resistencia puede acumularse y
vigorizarse. Si un soberano se marcha de su reino, dejándolo sin vigilancia y
protección, puede hallar al volver que otro lo ha suplantado.
Para vencer a la
naturaleza debemos librar nuestras propias batallas y no esperar a que la
naturaleza la libre por nosotros.
Cuando mayormente las
tentaciones del mundo externo, por medio de los sentidos estimulen a la vida y a
la actividad los elementos animales de la constitución humana, más fragorosa
será la batalla y más potente la razón del hombre si alcanza la victoria.
He ahí la batalla que
libró el gran Gautama el Buda, y de la que salió victorioso ya que peleaba bajo
la protectora sombra del Árbol Bodhi o de la Sabiduría.
Trataré de daros una
explicación racional y científica de los efectos de la concentración mental y
de la introspección, pero para que no imaginéis que voy a revelaros secretos
prohibidos a los no iniciados, os recomiendo por anticipado las obras del gran
filósofo griego Plotino, quien en la antigüedad las dio al mundo, pero cuyas
ideas se hallan todavía muy lejos de penetrar el entendimiento de vuestras
modernas lumbreras del saber.
Según este filósofo,
nada existe en el universo sino Dios, pero si no os place el vocablo, pendiente
durante siglos de errónea interpretación y porque persistiendo en el mismo
nombre continuaría la plebe imaginando absurdamente a un dios externo y
antropomórfico, ya que no es posible hallar lugar alguno en la naturaleza para
semejante dios, llamémosle lo Real.
Pues bien, según
Plotino, nada posee existencia verdadera fuera de la Realidad, y todos los
fenómenos de este Universo son simplemente ilusorias imágenes creadas por esta
inmanente Realidad interna. Ningún hombre puede contemplar su faz sin la ayuda
de un espejo. Del mismo modo, al despertar la Realidad después del Gran Pralaya,
no puede manifestarse, sino por medio de un espejo. No hay más substancia que
la emanada de esa Realidad, y que le sirve de miraje.
Y en consecuencia
podemos decir que lo Real surge de su propio seno y se contempla a Sí mismo. De
este modo se crea una actividad mental, por cuyo medio lo Real percibe las
imágenes inherentes a su propia substancia; y esta actividad, que, saliendo de
la periferia se dirige al centro, se llama Mente Universal.
Idéntico proceso se
efectúa si una persona por su propio poder de introspección, dirige sus
pensamientos hacia su propio centro de conciencia, que existe en lo profundo de
su corazón y trata de indagar lo que en sí misma reside.
Sin embargo, esta
actividad que se dirige hacia el interior, jamás hubiera podido crear un mundo
externo, ya que éste permanece, por decirlo así, en la superficie, y demanda un
poder centrífugo para ponerlo en existencia.
La actividad
intelectual de esta vasta Mente, dimana de una fuerza centrípeta. Pero vos sabéis
que a toda acción sigue una reacción. La fuerza centrípeta al hallar en el
centro su resistencia, reacciona y crea una actividad centrífuga llamada Alma.
Esta energía anímica es el medidor entre el centro y la periferia, entre el
Espíritu y la Materia, entre el Creador y sus creaciones, entre Dios y la
Naturaleza, no importa el nombre con que queramos denominarlo. El Alma es el
producto de la acción centrífuga de la actividad universal impelida por la
acción centrípeta de la Imaginación del Universo.
Si este simple hecho,
explicado sencillamente, desnudo de jergas científicas de circunloquios
filosóficos y de vocablos modernistas, se os muestra comprensible, toda vuestra
labor radica en aplicarlo al hombre, esta microscópica contraparte del Gran
Macrocosmos de la Naturaleza.
Si dirigís vuestro
poder mental al interior de vuestro propio centro, en vez de vagar tras los
objetos sensuales de los sentidos externos, la resistencia que hallará en el
interior, causará su reacción, y cuanto más vigorosa sea la fuerza centrípeta
que apliquéis más vigorosa será también la fuerza centrífuga resultante. En
otras palabras, crecerá y se expandirá vuestra alma, ya medida que se
fortalezca, su substancia invisible y, sin embargo, material, penetrará en
vuestro cuerpo físico y lo transformará en materia más sutil y elevada, y
podréis convertiros en todo alma, sin necesidad de cuerpo denso.
Pero mucho antes de
que esto llegue, podéis subyugar la materia por medio de vuestra fuerza
anímica, curar vuestras enfermedades y las de los demás, y producir infinidad
de actos considerados mágicos y maravillosos, lo mismo a vuestro alrededor qué
a la distancia de vuestra forma visible, ya que la potencialidad del alma no se
limita al breve círculo de la actividad física, sino que irradia hasta los
ámbitos más distantes de la amplia esfera de la Mentalidad Universal.
Le
manifesté a Theodorus que todas aquellas ideas me parecían muy grandiosas y
demasiado nuevas para comprenderlas inmediatamente, pero que trataría de
recordarlas y madurarlas más adelante.
-
Bien haréis en obrar así –afirmó el Adepto–
yo velaré para que permanezcan en vuestra memoria.
-
Si las doctrinas de Plotino son verdaderas –inquirí–
la mayoría de nuestros pensadores yerra continuamente al dedicar por entero a
la indagación de las cosas externas, sin preocuparse para nada del mundo
interior.
-
Y en consecuencia –aseveró Theodorus– parecen
envueltos en su castillo ilusorio; y la Biblia tiene razón al decir que “la
palabra de los sabios del mundo es locura a los ojos del Etemo”.
¿De qué os servirá el
fárrago de especulaciones intelectuales sobre los efímeros detalles y fenómenos
de la vida, si os convertís luego en un decrépito al final de ella?
¿De qué os serviría
errar por el mundo tras la satisfacción de la curiosidad de esos fenómenos pasajeros,
para al perecer los sentidos físicos, hallar vuestra interior morada invadida
por repugnantes larvas?
Quizá fuera
preferible para los sabios conocer menos teorías científicas, y en cambio
tratar de poseer la práctica ciencia del propio conocimiento. Preferible les
fuera ignorar tantos datos científicos, y obtener en cambio, más fuerza
espiritual.
Si emplearan, por
ejemplo, su tiempo y energías en desenvolver la facultad de la clarividencia
espiritual, en lugar de prodigarlos en la investigación de las costumbres de
ciertas especies de monos africanos, habría menos.
(El
maestro Pastor explicó que eso no se puede porque los científicos tienen
características vibratorias diferentes a las de los telépatas, y es en la
diversidad que se encuentra la clave de la creación. Observen el cuerpo, si
todas las células fueran iguales, el cuerpo no podría existir.)
Si se esforzaran en
lograr el salutífero poder de curar las enfermedades por medio de la imposición
de manos, en vez de buscar nuevos métodos para emponzoñar a la humanidad con
inoculaciones de substancias deletéreas, ganaría mucho la humanidad.
Muchos son los
individuos que trabajan incesantemente durante toda su vida sin llegar al fin
de sus esfuerzos a obtener nada realmente provechoso. ¡Cuántos laboran
intelectual o manualmente tras el logro de un determinado fin, del que hubiera
sido mil veces preferible desistir!
La inmensa mayoría de
la gente se ocupa en socavar y destruir la salud del hombre, en vez de curar
sus males; en enseñar el error en vez de la verdad; en buscar lo inútil en vez
de lo provechoso. Viven en lo efímero y mueren sumidos en lo externo. Corren
tras el dinero, y el dinero subsistirá, al paso que ellos morirán.
Los obstáculos
derivados del mundo exterior se hallan íntimamente ligados con los del mundo
interno, y no pueden separarse, ya que las tentaciones de orden externo crean
los deseos íntimos, los cuales motivan a su vez medios materiales para su
satisfacción.
Sin embargo existen
personas que no apetecen las mundanales ilusiones, pero que no poseen todavía la
fuerza suficiente para resistirlas. Muchos anhelan desenvolvimiento espiritual
y alcanzar la inmortalidad, pero se creen forzados por las circunstancias
exteriores, contra las cuales no osan batallar y resistir, consumiendo su
energía en cosas no precisas en lugar de utilizarla en penetrar las honduras
del alma y buscar allí la inestimable perla de la sabiduría.
Millares de
individuos carecen del valor moral de romper con el atavismo de las costumbres
sociales, los hábitos ridículos, los usos insubstanciales, que desdeñan
interiormente, pero ante cuya general observancia claudican, ya que el vulgo
considera un crimen social oponerse a ellas. Y de este modo, muchísimos
sacrifican sus ocultas y elevadas ansias ante la estúpida deidad de la moda.
¿Quién osa romper los
moldes por la moda impuestos, trocándolos por la libertad de la vida eterna?
¿Quién osa hacer frente a la calumnia y al desprecio de los ignorantes,
obteniendo en su lugar el aplauso de los pocos sabios? ¿Quién posee el valor de
incurrir en la mofa de los imbéciles, el ridículo de los ignorantes, la befa de
los tontos, y ganar, en cambio, una luz que alumbra la existencia y desconocen
los que viven sumidos en perpetuas tinieblas?
Pero la gran mayoría
sofoca la voz de la razón con las especulaciones del intelecto. Antes de
lastimar su vanidad dejan morir de inanición su espíritu. Antes de ser
crucificados y renacer a la vida inmortal, prefieren someterse al yugo de la
cadena escoriante; pierden el concepto de su libertad y habituados a la prisión
de sus mismas cadenas, empiezan a imponerlas a los otros, sancionando la verdad
del poeta, cuando dijo: “Maldito destino de toda mala acción es engendrar
perpetuamente el mal”.
Yo no soy de los que
creen en la total depravación de la humana naturaleza; sé que los principios
animales del hombre, por efecto de sus esfuerzos inherentes e instintivos para
la conservación de la existencia, se oponen al desenvolvimiento de sus
principios superiores, ya que la vida del principio superior supone la
destrucción de la parte animal. Pero también sé que en todo ser humano late el
poder del bien que puede desenvolverse si se le suministran las requeridas
condiciones.
Existen elementos
benéficos y dañinos en todo hombre, y de nosotros depende la modalidad que de
ellos queramos intensificar; de un hueso de cereza no brotara más que un
cerezo; de la semilla del cardo no saldrán más que cardos; pero en cada hombre
existe una vasta constelación de poderes donde todas las semillas brotan.
Podéis convertirlo en cerdo o en tigre; en ángel o demonio, en sabio o
insensato, según vuestro deseo.
El incesante apetito
de más dinero, de más comodidades, de más placeres, cuando poseemos ya lo
necesario, característica de nuestra civilización, no es necesariamente un
signo de codicia, de vicio o de depravación moral, sino causas del impulso
instintivo inherente a la constitución de todo hombre tras el logro de algo
superior y elevado y que se manifiesta en el plano físico.
Pero el hombre sabe también
por instinto que por rico que llegue a ser en fama y en dinero, no llegará
jamás a la cumbre de su satisfacción; comprende la necesidad de la incesante
lucha, pero no vislumbra su certero fin. Ignorante de la vida superior, lucha
por el logro de lo que la vida inferior procura, y encamina sus energías a la
ambición de posesiones inútiles.
Así podemos ver un
saltamontes o una mariposa que al caer en un lago hace vanos esfuerzos para
salvarse en dirección opuesta a la orilla, porque ignora los medios de
salvación. Del mismo modo la maldición del mundo y la raíz de todos sus males
es la ignorancia. Todos los males del hombre radican en el desconocimiento de
su naturaleza esencial y de su elevado e infinito destino. y todo verdadero
sistema religioso o científico habría de esforzarse en extirpar la ignorancia.
Bien es verdad que la
ignorancia y la vanidad son hermanas gemelas y que el ignorante odia a quien
sabe más que él. Pero si un hombre, conociendo de antemano las necesidades de
su naturaleza, y deseoso de emplear sus energías en el logro de un estado
superior, osa afirmar su virilidad rebelándose contra las cadenas de las
costumbre, ¿Podrá continuar viviendo con seguridad en el mismo ambiente?
Y aunque emigrara
hacia otro lugar lejano ¿no se hallará expuesto a idénticos inconvenientes?
Permanecerá todavía entre quienes aborrecen la luz porque crecieron entre
tinieblas y no le comprenderán, sospecharán sus verdaderos motivos y le
perseguirán; y desgraciado de él si la serpiente de la calumnia clava su
colmillo venenoso en alguna de sus humanas flaquezas.
Doquiera reina la
obscuridad, existe el horror a la luz. Doquiera entra un ignorante, con él
entran sus imperfecciones. Doquiera hay ignorancia, allí están a su servicio
los malignos ángeles de la sospecha, la envidia y el temor. ¿No fuera más
propio de una verdadera ciencia ilustrar al hombre sobre su real naturaleza que
inventar teorías referentes a las causas de fenómenos que ella desconoce y no
puede prever?
Pero lo que parece de
imposible realización para los aislados esfuerzos de un solo individuo, puede a
veces ser factible con la cooperación de varios. Esta ley prevalece en todos
los órdenes de la naturaleza. Si un suficiente número de individuos resueltos a
apartarse de la arlequinesca escena del mundo y de la locura de la existencia
burguesa, lograran armonizarse mutuamente, llegarían a constituir una fuerza lo
suficientemente poderosa para contrarrestar los embates del monstruo que los
devoraría uno a uno aisladamente, de no ayudarse en común, unidos y
compenetrados.
Hubo en remotas
épocas, lo mismo que actualmente, buen número de seres que vislumbraron una
vida interna superior y trataron de rodearse de las más favorables condiciones
para su logro. Dichas personas se encuentran no solamente entre los pueblos
donde impera el cristianismo, sino entre los paganos.
Durante millares de
años las lamaserías, órdenes, monasterios, conventos o refugios, fueron
establecidos con el objetivo de alcanzar la vida superior, sin que sus miembros
se hallasen expuestos a las agresiones y vejaciones del mundo vulgar sumido en
la vida ilusoria.
Su principal objeto
fue sin duda alguna digno de todo encomio. Y si bien es cierto que a través de
los tiempos muchas de estas instituciones se han degenerado y perdido su objetivo
originario; si en lugar de existir dedicadas al cumplimiento de más nobles y
difíciles obras, se han convertido en albergue de indolentes y supersticiosos,
no es culpa de la causa primordial por la que fueron estas instituciones
cimiento de la naturaleza del hombre, de sus poderes y de su destino. Y al
perder tal conocimiento, también los medios para el alcance del originario fin
se han ido lentamente perdiendo y olvidando.
Esta retrogradación
ocurrió en Europa especialmente, durante y después de la Edad Media, cuando,
enriquecidos por la rapiña y dotados por ladrones agonizantes, amasaron grandes
tesoros y se entregaron a una vida de lujo, solazándose en sus vastos dominios.
Entonces
desconocieron los atributos de la vida superior, convirtiéndose en centro de
atracción de ociosos y de hipócritas. Ocuparon sus horas en la indolencia de
piadosos pasatiempos y en esfuerzos para amasar mayor cúmulo de riqueza
material.
En lugar de centros
irradiadores de bendiciones por doquiera, se convirtieron en plagas para el
país. Despojaron a los ricos, cual vampiros, chuparon hasta la última gota de
sangre de los pobres, y así continuaron hasta que, desbordada la copa de sus
crímenes, sobrevino la gran Reforma, que dio por resultado la aniquilación de
muchos y la adaptación del Testo a los nuevos regímenes.
Existe todavía en
Europa y en América considerable número de esas instituciones. Los modernos
reformadores, los socialistas y materialistas, las miran con malos ojos; sin
embargo el observador libre de prejuicios echa de ver que algunas de ellas
cumplen el bien a su modo.
Unas, creando
escuelas; otras, fundando hospitales, y por encima de todas, sobrepujan las
Hermanas de la Caridad, dedicadas al cuidado de los enfermos. De este modo,
varias de entre esas órdenes se dedican al noble fin de hacer bien a la
humanidad y su utilidad podría sin duda centuplicarse si la luz del conocimiento
espiritual (el Espíritu Santo, al que invocan en sus preces) descendiera sobre
ellos.
Las órdenes
religiosas, tal y como son hoy día, ¿cumplen su peculiar finalidad, elevando al
hombre a un estado superior de espiritual existencia, o son simplemente centros
a cuyo derredor personas piadosas y benévolas se agrupan con objeto de crear
escuelas y cuidar enfermos, ocupaciones a las que podrían igualmente dedicarse
sin profesar ningún credo determinado?
Si los conventos
deben organizarse para el desenvolvimiento de la verdadera espiritualidad,
formando hombres y mujeres verdaderamente regenerados, en tales lugares fuera
lógico hallar algunas manifestaciones del poder espiritual; ya que un poder
latente que jamás: se manifieste, carece de utilidad y no puede existir en
estado activo sin manifestarse.
Todo lo cual nos
incita a preguntar: ¿Ejercen conscientemente los moradores de nuestros conventos
algún poder espiritual?
¿Pueden curar,
inteligentemente, a los enfermos con la aplicación de sus manos
¿Están lo
suficientemente desenvueltos sus sentidos internos para ver, oír, gustar,
percibir y tocar los objetos imperceptibles a los sentidos de la humanidad
ordinaria?
¿Poseen la aptitud de
profetizar con alguna garantía de certeza los acontecimientos futuros sin las
conclusiones de la lógica?
¿Existen entre ellos
quienes hayan alcanzado el adeptado?
¿Qué saben
actualmente de las condiciones requeridas para penetrar en un estado de
conciencia superior al del común de los mortales?
¿Qué de los medios
para llegar al nivel de Adepto y obtener una existencia consciente en lo
futuro?
¿Qué saben los monjes
y las monjas de la constitución del alma humana y especialmente de las almas a
su cuidado confiadas?
¿Cuáles son sus
estudios en este estado supremo llamado éxtasis?
Y si alguno entre
ellos queda extático o experimenta la levitación o sirve de instrumento a un
simple fenómeno mediúmnico, ¿Pueden explicar las causas generadoras de tales
efectos o los consideran milagros inexplicables y sobrenaturales?
Y la persona que experimenta
tales fenómenos, ¿no la elevan a la categoría del santo
Inútil es que afirmen
su poder de perdonar los pecados, pues, como no se puede probar ni refutar
intelectualmente, no dejará nunca de ser mero asunto de opinión. Si no poseen
facultades espirituales, no es posible creer que puedan comunicarlas a los
demás, y si de ello son capaces, ¿dónde están los efectos? ¿Se convierten acaso
los tontos en sabios después del bautismo del agua?
Y los sometidos a la
ceremonia de la confirmación, ¿obtienen acaso la verdadera fe? ¿Queda inocente
el pecador una vez aliviada su conciencia por la absolución? ¿Puede por ventura
el clérigo cambiar las leyes de la naturaleza? ¿Es posible por medio de una
ceremonia externa desenvolver un principio interior? ¿O es que quien entra
estúpido en una iglesia, sale de ella todavía estúpido?
Embarazosas son estas
preguntas, y no quisiera que se me atribuyera el intento de desacreditar los
motivos de los frailes y monjas. Nada de eso. Precisamente estoy en relación
personal con algunos de ellos, y los hallé en general buenos, afables y bien
intencionados, exentos del orgullo y arrogancia clericales que, por desgracia,
caracterizan a menudo al clero seglar.
Pero considero que
todo el bien que hacen lo podrían realizar mucho mejor si emprendieran el
estudio del alma y de su organización y funciones, perfeccionándose al tenor de
este estudio. Entonces se capacitarían para desenvolver conscientemente sus
facultades superiores, que en algunos de sus miembros se desenvuelven
espontáneamente, y por ello los consideran como taumaturgos y santos.
¿Cómo puede servir de
verdadero guía espiritual quien no posee poderes espirituales y quizá ignora
que tales poderes existen? ¿Qué pensaríais del cirujano que desconociera la
anatomía, o de un médico que nada conociera del enfermo, o de un pintor ciego, o
de un músico sordo, o de un matemático imbécil?
¿Qué pensaremos,
pues, de un médico del alma que nada sabe de ella ni de sus atributos, que no
tiene pruebas de su realidad y que tan sólo cree que existe? ¿No tendríamos el
derecho de dudar de la utilidad de tal médico, y decir con Shakespeare: “Echad
las drogas a los perros, que nos las quiero”?
Pero si en vez de
desperdiciar tiempo y energías en la celebración de rutinarias ceremonias, rezo
de rosarios y repetición de letanías, los emplearan en la adquisición del
conocimiento de sí mismos, en el estudio de la esencial constitución del hombre
y de la naturaleza y en la adquisición del poder espiritual, entonces serían
mucho más útiles los moradores de los conventos.
No se limitaría su
conocimiento a las cosas terrenas, sino que abarcaría el amplio límite de los
cielos; no se circunscribiría su actuación al cuidado de enfermos, sino que los
sanarían con sólo el toque de sus manos; no tendrían necesidad de bautizar a
las gentes con la aplicación de agua, porque las bautizarían con el espíritu de
su santidad; no se valdrían de sus oídos para escuchar las confesiones, porque
leerían los pensamientos del pecador.
¿Y no cumplirían
mejor sus deberes si trocaran su ignorancia en sabiduría; indagando la verdad,
en lugar de amoldarse ciegamente a un credo; si tuvieran la capacidad de obrar
conscientemente y directamente, oyendo la entidad invisible y desconocida que
respondiera a sus rezos?
Si el público acude
precipitadamente al convento, donde cree que mora un santo o una santa para
recibir sus bendiciones, ¿cuál sería la reputación de un tal lugar compuesto
exclusivamente de santos, donde los manifestados poderes no se pusieran en duda
¿Pero cómo les sería
posible a los frailes y monjas adquirir tales poderes? ¿Cómo alcanzar la
perfección por medio de un tal estudio?
Se dice que es diez
veces más difícil enderezar un viejo error que hallar una verdad. Y ahí reside
la dificultad. Los caracteres de una página escrita han de borrarse para
escribir en ella de nuevo. Habrían de purificar su mentalidad de todo
dogmatismo y de todo sofisma, para serles posible la percepción de la verdad.
Deberían volverse
como niños antes de franquear el reino de los cielos en sus propias almas.
Deberían destruir la montaña de escombros que han acumulado con los siglos en
el vestíbulo del templo, compuesta de errores y de supersticiones, cual
cadáveres de formas de donde huyó el espíritu. Edades de ignorancia han
contribuido a su crecimiento, y se han convertido en objeto de veneración con
el tiempo.
Los habitantes de los
conventos destocan sus testas y doblan sus rodillas ante tal montón que no osan
destruir. Pero para alcanzar la sabiduría deberían aprender el significado de
sus doctrinas, símbolos y textos, de los que al presente no conocen más que la
letra muerta. Debieran formarse de Dios un concepto más elevado y noble que el
de revestirle de los atributos del hombre. Deberían basar sus doctrinas morales
sobre la dignidad intrínseca del divino principio humano, en lugar de apelar a
los egoístas deseos del hombre y a su miedo al castigo, para inducirle a buscar
su salvación.
Esto podrá alcanzarse
en un porvenir muy lejano, pero no en la época presente. Pasarán años y siglos
antes de que la luz del sol de la verdad penetre a través del opaco velo del
materialismo, que como costra de hielo, cubre los verdaderos fundamentos de las
humanas religiones.
Mirad los heleros de
los Alpes, en las laderas de las montañas, que se extienden a menudo a varias
millas. Constituyen bloques sólidos de más de cien pies de espesor, que llegan
hasta los valles. Son producto de los siglos. El hielo parece tener la consistencia
de la roca y no obstante estas masas rígidas aparentemente inmóviles se mueven
y cambian de año en año. Escarban las rocas sobre que reposan y rechazan todo
cuanto les es extraño.
En la cumbre se ven
sus grietas y resquebrajaduras, y así como sucede de vez en cuando, un hombre resbala
entre sus honduras y sus restos pueden hallarse años más tarde al pie del
helero.
En cambio, el lento y
paulatino cambio ocurre doquiera en la naturaleza. Lo mismo en los sistemas
religiosos más rígidos y ortodoxos que en las mentes y en los corazones más
tenebrosos, se cumple la ley del continuo cambio. Las doctrinas divulgadas en
los púlpitos del Medievo se han modificado ya en cierto grado. Las proporciones
del diablo han menguado al disminuir el miedo de la plebe; y a medida que el
poder clerical se debilita, el concepto de Dios adquiere más grandiosa
realidad.
La necesidad del
cumplimiento de obras humanitarias ya ha sido reconocido hoy hasta cierto punto,
y considerado por algunos de una eficacia casi igual al cumplimiento de las
ceremonias rituales. El cambio se opera día a día, gradual aunque lentamente, debido
a que existe un gigante poderoso que retarda el desplome de este montón de
escombros, y este gigante lleva por nombre la costumbre. Es timbre de elegancia
soportar ciertas cosas, y por ello las soportan las masas.
¿Reconocerán las
gentes progresivas que los guardianes de la verdad, en su legal situación,
revelaron el verdadero valor del tesoro por ellos poseído?
¿No debemos
acercarnos a los que limpiaron la joya de la sombría corteza acumulada a su alrededor
a través de los siglos?
Llegaron mensajeros
de Oriente, país de la luz, donde amaneció el sol de la sabiduría, nevando
consigo preciosas peras de reflejos lunares y tesoros de oro líquido.
¿Se ha de confiar
esta riqueza inefable a la salvaguardia de los poseedores de las viejas formas
vacías, o será vertido el nuevo vino en nuevas organizaciones porque las viejas
están podridas?
¿Pero por qué quienes
vislumbran la aurora del nuevo día cierran los ojos en espera de que los ciegos
les digan que sale el sol tras las montañas? ¿Sale acaso el sol tras los
montes?
¿No es bastante
poderoso el amor de la verdad para realizar lo que es capaz de realizar el
temor de un terrible más allá?
¿Y no les sería
posible a las clases ilustradas establecer conventos laicos que prescindiendo
de todos los defectos de los ortodoxos, participaran no obstante de sus
ventajas, semejante a un jardín donde el divino Loto de la Sabiduría creciera
abriendo sus pétalos al abrigo de los huracanes de pasión, rugientes fuera del
ideal recinto, regado por el agua de la verdad, cuya fuente brota del interior;
donde el Árbol de Vida creciera libre de las malas hierbas de la superstición y
del error; donde el alma aspirara el aire puro del espíritu que no emponzoña el
vaho del venenoso arbusto de la ignorancia ni enturbian los efluvios de las
supersticiones murientes; lugar donde el Árbol de la Vida, retoño de la raíz
del Árbol del Conocimiento creciera y tendiera sus ramas en lo alto, allí donde
reside el reino invisible de la Sabiduría produciendo el fruto que convierte a
quienes de su sabor gustan semejantes a los dioses inmortales?
Aquí
hizo una pausa el Adepto y quedó como en profunda meditación. Pero tras breve
silencio, continuó:
-
Sí, de todos modos, tratad de establecer
vuestro monasterio teosófico si os es posible hallar seres preparados que
puedan en él morar, ya que más fácil será introducir la verdad en un lugar que
no haya sido de antemano habitado que en los que residen sus mismos enemigos.
-
Pero. . . –objeté yo– tal institución
necesitará de un Adepto como Maestro de sus enseñanzas. ¿Consentís vos en
ocuparos de eso?
A
lo que Theodorus respondió:
-
Donde quiera haya la necesidad, no tarda en
llegar el auxilio. “El vacío no existe en la Naturaleza”.
Capítulo 8
MAGIA
En
aquel momento oí de nuevo en el aire el sonido de la invisible campanilla de plata,
y levantándose el Adepto me dijo que se ausentaba por unos minutos y me invitó
a permanecer en aquel lugar hasta su retorno. Y acto seguido salió, dejándome
solo en el laboratorio.
Me
entretuve hojeando el libro que contenía el Secreto Simbolismo de los Rosacruces,
y atrajo mi atención el signo de un pentágono con el ángulo superior abajo, de
suerte que la línea que unía los puntos de los ángulos inferiores se hallaba
horizontalmente en su cima. En aquel momento, una voz resonó detrás de mi
silla, diciendo:
-
En este símbolo se hallan contenidos el
tiempo y la eternidad, Dios y el hombre, el ángel y el demonio, el cielo y el
infierno, la antigua y la nueva Jerusalén, con todos sus habitantes y todas sus
criaturas.
Volví
la cabeza y vi a mis espaldas un hombre de semblante extraordinariamente
inteligente, revestido de hábito monacal. Se excusó de haber sido causa de la
interrupción de mis pensamientos y dijo que parecía yo tan profundamente
absorto en la meditación de las láminas, que no había percatado de su entrada.
La
actitud franca, el simpático aspecto y la inteligente expresión de la faz del
visitante, ganaron inmediatamente mi confianza. Le pregunté quién era y con
quién tenía el honor de hablar.
-
Yo soy –respondió el recién venido– el fámulo
o el Chela de Theodorus. Llámame, por broma, su principal intelectual, pues
ejecuto sus tareas cuando mi viejo señor duerme.
Me
pareció gracioso el caso, y él se ofreció para mostrarme todas las curiosidades
del laboratorio. Proposición que acepté con júbilo, y me mostró en verdad
multitud de cosas curiosas, algunas de las cuales había leído ya en los libros
de la Alquimia; otras me eran enteramente nuevas. Por fin llegamos ante una alacena
cerrada. Mi curiosidad subió de punto y me impulsó a preguntar a mi acompañante
qué era lo que contenía.
-
¡Oh! –exclamó el monje– esta alacena guarda
unos polvos merced a cuyas fumigaciones puede el hombre ver los espíritus
elementales de la Naturaleza.
-
¿Es eso cierto? –exclamé– ¡Cuánto desearía
contemplar estos encantadores espíritus! Mucho he leído relativo a ellos en los
libros de Paracelso.
-
No todos son hermosos –objetó el monje– los
elementales de la tierra poseen forma humana, son pequeños y capaces de alargar
el cuerpo. Los gnomos y los pigmeos son generalmente susceptibles y adustos. Es
mejor dejarlos tranquilos, si bien es verdad que a veces se convierten en
buenos amigos del hombre mostrándole minas y tesoros escondidos.
Los elementales del
aire, los silfos, son de naturaleza más agradable; sin embargo no le es posible
al hombre conseguir su amistad.
Las salamandras,
habitantes del ígneo elemento, son malévolas y es mejor no entrometerse con
ellas.
Pero en cambio, las
ninfas y las ondinas son encantadoras criaturas que se asocian a menudo con el
hombre.
-
Quisiera ver esas bellas hadas marinas –yo
exclamé– aunque casi me inclino a creer que pertenecen al reino de la fábula.
Desde muchos años las narraciones sugeridas por los marinos nos han hablado de
sirenas y de ondinas que afirmaron haber visto desde lejos. Explican que poseen
una constitución semejante a la humana, cuya parte superior se parece a un
hombre o a una mujer, mientras que la inferior es semejante a un pez.
Se cuentan multitud
de historias sobre su hermosura, de sus flotantes cabelleras, de sus dulces
cantos. Las llaman sirenas ya que es fama que el que oye el irresistible
influjo de su canto olvida toda otra cosa.
En fin, una de esas
sirenas fue capturada, y se dijo que no era otra cosa que un pez de la curiosa
especie llamada halicora catacca, que
de lejos podía confundirse con la forma humana, a causa de su color, y que
liada a la manera de los perros. Puede ser que las tales ninfas y ondinas no
sean, en conclusión, otra cosa que peces raros.
-
Vuestra opinión es totalmente errónea, mi
querido señor –me respondió el monje– la halicora es un pez en verdad, pero
nada de común tiene con las ninfas y las ondinas, que son espíritus elementales
de la naturaleza que moran en el elemento del agua, imperceptibles
ordinariamente para los sentidos del hombre, y por lo tanto imposibles de ser
capturadas de tal forma.
Son parecidas a la
forma humana, pero más hermosas y de materia mucho más sutil y sólo en raras y
especiales condiciones los humanos pueden verlas. Hay casos en que se revisten
de envoltura material permanente y moran en la tierra. Se cuenta el caso de que
un cierto conde Stanffenberg, prendado de la hermosura de una ninfa, se casó
con ella, viviendo en tal estado más de un año, hasta que un teólogo estúpido
lo convenció de que se había casado con un demonio.
En tal sazón rondaba
amorosamente el conde a una simpática vecina, de suerte que atendió las
insinuaciones del consejero y con tal pretexto abandonó a su legítima esposa. A
lo que ella se vengó ya que al tercer día de su segundo matrimonio el conde fue
hallado muerto en su propio lecho. Son muy vehementes y constantes en el amor,
aunque muy celosas.
Cuando
más hablaba el monje de las ninfas acuáticas, más se acrecentaba mi anhelo de
verlas. Le rogué me permitiera una fumigación del polvo misterioso y accedió al
fin.
Metió
unos pedacitos de corteza seca de arce junto con unas hojas de laurel en un
hornillo; añadió unos trozos de carbón y lo encendió. Luego lo salpicó con una
poca cantidad del polvo misterioso, y un suave humo blanquecido ascendió llenando
la estancia semejante a la neblina e impregnándola de un suave aroma.
Pronto,
confundidos con el humo, desaparecieron de la vista los objetos del
laboratorio, hasta confundirse por completo con el límite de los muros de la
estancia.
El
aire pareció adquirir una nueva modalidad vibratoria y se hizo más denso, pero
lejos de sentir por ello opresión, percibí una expansión de alegría y un
bienestar inmenso. Por fin comprendí que me hallaba en el líquido elemento.
Nadaba,
pero sentía mi cuerpo ligero cual una pluma y apenas mi avance requería el
menor esfuerzo; me pareció como si fuera el agua mi propio elemento, como si en
realidad hubiera nacido en él.
Una
luz brilló directamente sobre mi cabeza. Subí hacia la superficie y miré en
torno mío. Me hallaba en medio del océano, llevado ora en alto, ora hacia
abajo, mecido por el ritmo de las olas.
Era
una noche de luna clara. En lo alto del cielo, el astro nocturno lanzaba sobre
el mar sus rayos que se quebraban en fragmentos de argento vivo sobre las
crestas de las espumosas ondas, lucientes como diamantes.
A
lo lejos se divisaba la costa, ceñida por una hilera de montañas, que me
parecieron familiares. Al fin, reconocí la cercana costa de la isla de Ceilán,
con su cordillera más allá de Colombo y de Galia. Hasta me pareció reconocer el
Pico de Adam.
Jamás
olvidaré la agradable impresión que me produjo el baño etéreo en medio del mar
bañado de luna en el Océano Indico. Me pareció que todos mis deseos se hallaban
satisfechos y que me encontraba libre por entero de mi cuerpo mortal y de su
pesadez, y sin embargo era yo.
No
hallaba diferencia alguna entre el cuerpo que habitaba ahora y el de antes de
la fumigación, sólo que sentía la impresión de una mayor ligereza y como si me
fuera posible flotar en el aire del mismo modo que flotaba sobre las olas.
La
brisa traía un lejano murmullo, como el de una voz humana, cada vez más
perceptible, hasta que por fin la distinguí con toda claridad. Era el canto
melodioso de una voz femenina.
Miré
hacia donde provenía la voz y vislumbré tres formas, que mecidas por el vaivén
de las olas, se iban acercando. Me pareció como si jugaran una con otra, y a
medida que se aproximaban, divisé con más claridad cada vez las formas de tres
hermosas mujeres de larga cabellera ondulante. La de en medio superaba en
belleza a sus dos compañeras, y me pareció
ser la reina, cuya frente estaba coronada de marinas algas.
Avanzaban
más rápidamente a medida que se acercaban. Pero de pronto hicieron actitud de
divisarme y se detuvieron. Se consultaron pero la curiosidad parecía vencer sus
temores y se acercaron a mí y me hablaron.
A
pesar de su extraño idioma, comprendí el significado de su voz, de una melodía
encantadora. Al enterarse de que yo era un mortal, parecieron ávidas de trabar
conocimiento conmigo y yo deseé también, como es natural, departir con ellas.
Me
invitaron a visitar su morada y me hablaron de su palacio de conchas y de
corales en las profundidades oceánicas; de sus muros de perlas de láctea
blancura; del limpio azul de las ondas brillantes a través de los muros
transparentes; de multitud de cosas curiosas jamás vistas por mortal alguno.
Me
resistí alegando mi condición humana y mi imposibilidad de vivir en su peculiar
elemento. Pero la reina irguiendo su cabeza encantadora, de cuya flotante
cabellera parecieron emanar multitud de diamantes fluidos, me murmuró:
-
Ven y mi amor te protegerá de todo mal.
Tendió
hacia mí sus brazos magníficos hasta tocar mi espalda. A su contacto perdí la
conciencia. Una sensación voluptuosa me invadió y sentí como si todo mi ser se
disolviera en el líquido elemento. Percibí claramente aunque de un modo
confuso, el rumor lejano de las olas besando la arenosa playa.
Se
cumplió mi deseo. . . Un momento, y no sentí más.
Capítulo 9
CONCLUSIÓN
Debo
añadir algo a mi historia.
Desperté,
y al abrir los ojos me hallé echado sobre el césped, a la sombra del corpulento
pino, donde evidentemente me había dormido.
El
sol lucía aún en el horizonte Occidental y en la celeste lejanía dos buitres
describían con su vuelo inmensas espirales. Y de momento creí percibir en sus
lejanos gritos, la voz de la reina de las ninfas.
En
el lado opuesto del valle caía la eterna cascada con su balsa espumosa y cuyas
gotas se expandían por el aire, y el agua que rodaba como siempre sobre la
pendiente cubierta de musgo.
-
¡Cómo! – exclamé – ¿todo cuanto he visto no
ha sido más que un sueño? Lo que me pareció tan real y tan bello, ¿fue
solamente una ilusión de mi cerebro, ahora que despierto a la vida cotidiana?
¿Por qué no morí en brazos de la reina, liberándome así de este horrible despertar?
Me
levanté, y al momento se fijaron mis ojos en un lirio blanco que llevaba yo
prendido en el ojal de mi americana.
No
podía creer lo que veía, y me creí de nuevo presa de una alucinación. Cogí el
lirio y no se desvaneció en mi mano; era tan palpable y real como el suelo que
pisaba, y sin embargo su especie no crecía en las frías regiones de aquellas
montañas, sino allí donde el aire es dulce y cálido.
Me
acordé del oro y metí la mano en mi bolsillo. Allí, entre unas monedas que me
quedaban, hallé la endurecida masa cuyo brillo acusaba ser del oro más puro;
pero las diminutas partículas se habían desprendido de la superficie.
Me
acordé entonces del precioso libro que el Adepto había prometido enviar a mi
aposento de la posada lugareña. Sin embargo creí haber cometido una
indiscreción durante la ausencia de Theodorus inspeccionando los secretos del
laboratorio y cediendo a las tentaciones del fámulo. Reconocí que no merecía
tal favor y dudé de que me remitiera el libro.
Me
precipité, más que descendí, por la pendiente de la montaña. No me preocupé del
paisaje, de las montañosas cumbres que doraba el crepúsculo, ni del río
murmurante.
Llegó
la noche. La luna llena se elevó sobre las colinas, semejante a la que había
contemplado lucir un rato antes sobre el Océano Indico. Calculé la distancia
que separa Alemania de Ceilán y hallé que realmente había podido ver la luna
brillar en blanca bahía de Bengala, mientras el sol lucía en los Alpes.
Llegué
a O. sin parar atención en los lugareños quienes atentos a mi precipitación,
pudieron creerme loco. Entré en la posada, subí a mi cuarto y vi en seguida
sobre la mesa el precioso libro. Y en la primera hoja, escritas en lápiz, se
leían las siguientes líneas:
“Amigo, siento se
haya interrumpido tan bruscamente vuestra visita y no puedo invitar a
reanudarla por ahora.
Quien desee
permanecer en el valle apacible, debe saber resistir a todas las sugestiones
sensuales, incluso las de la Reina del Agua.
Estudiad este libro,
trazad el círculo en un cuadrado, elaborad los metales, depuradlos y
purificadlos de toda escoria. Cuando hayáis triunfado, nos encontraremos de
nuevo.
Estaré a vuestro lado
cuando os halléis cerca de mí. Fraternalmente vuestro,
Theodorus.”
Fácil
es presumir que a pesar de mi fatiga no me acosté temprano. Recorrí de arriba
abajo mi habitación, recordando los acontecimientos de aquel día memorable.
Traté
de hallar la línea divisoria entre lo visible y lo invisible, entre lo objetivo
y lo subjetivo, entre el sueño y la realidad, y comprendí que tal línea no
existe, ya que todos estos términos son puramente relativos, y se refieren no
solamente a las condiciones de las cosas aparentemente objetivas o subjetivas,
sino a nuestra propia condición, y que en cierto estado de existencia pueden
algunas cosas parecernos reales y otras ilusorias, mientras que en distinto
estado resultan verdades las ilusiones y convertirse en sueño lo que antes nos
pareció real.
Quizá
toda nuestra vida terrestre no nos parezca al fin más que una alucinación.
Paseando
por la estancia, eché de ver una Biblia perteneciente a mi posadero que había
sobre la cómoda. Sentí el impulso de cogerla y al azar abrí sus páginas. Y mis
ojos se fijaron en este pasaje del capítulo doce de la segunda epístola del
apóstol Pablo a los Corintios:
“Yo conozco un hombre
en Cristo hace más de catorce años (si era en su cuerpo o fuera de él, no
podría decirlo yo, sólo Dios lo sabe) que fue elevado al paraíso y oyó palabras
inefables que no le es dable al hombre pronunciar”.
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