El ataque de los misioneros de Madrás con la ayuda de los Coulomb quienes difamaron a Blavatsky de ser una embustera provocó que ella cayera muy gravemente enferma, pero aunque parecía que pronto ella ya iba a fallecer, el maestro Morya en la noche del 7 al 8 de febrero de 1885 la salvó de la muerte; y aquí les voy a recopilar los testimonios que he encontrado sobre ese suceso:
EL TESTIMONIO DE OLCOTT
El coronel Henry Olcott se encontraba en ese entonces en Birmania donde estaba haciendo una gira de conferencias para promover el budismo, y en sus "Viejas Hojas de un Diario III" él relató lo siguiente sobre ese evento:
« Una noche a la 1:27 fui despertado por un telegrama de Damodar que me decía lo siguiente:
“Regrese en seguida, Upasika (H.P.B.) está peligrosamente enferma.”
Aquello fue un trueno en un cielo azul. En mi diario escribí:
“¡Pobre vieja camarada! Ya no es asunto de dormir esa noche.”
Pasé las restantes horas de la noche perfeccionando los planes de nuestra misión en Birmania. Por la mañana muy temprano, fui a dar la mala noticia a nuestra querida señora Gordon, que entonces se hallaba en Rangoon, en casa de su hijo adoptivo.
En seguida asistí a una reunión budista en la cual debía hablar, después me despedí del arzobispo de Mandalay, y por fin a las 11 de la noche me vi a bordo del vapor "El Oriental" que había de llevarme a Madrás. Leadbeater se quedó para proseguir con la obra iniciada.
Mis antiguos colegas se representarán fácilmente mi estado de ánimo durante aquella travesía. Allá estábamos los dos [Olcott y Blavatsky] con nuestra inmensa obra apenas esbozada, la Sociedad entera estaba todavía conmovida por los golpes de los misioneros; porque al mismo tiempo que la marea creciente de la simpatía de nuestros colegas nos llevaba con velas desplegadas, fuera de nuestra nave, para continuar la metáfora, las olas de odio y sospechas, subían espumeantes y se quebraban en nuestra borda.
Mientras los dos estuviésemos juntos y de acuerdo, supliendo cada uno lo que al otro le faltaba, íntimamente unidos por el intenso deseo de servir a la humanidad, no había nada que temer para el porvenir: nuestra causa llevaba consigo el espíritu de la victoria.
Pero no es menester ser el séptimo hijo de un séptimo hijo, para adivinar si mi corazón se hallaba acongojado al saber que ella estaba enferma, tal vez en trance de muerte, tal vez ya fallecida antes de que yo llegase para recibir sus últimas palabras y cerrarle los ojos.
No tiene nada de raro que haya escrito en mi diario, mientras el barco se deslizaba por un mar de plata:
“¡Mi pobre camarada! ¿Será verdad que tu vida de aventuras y angustias, de violentos contrastes, y de continua dedicación a la humanidad, habrá terminado? ¡Ay!, tu pérdida es mayor que si tú hubieras sido mi mujer, mi amante, o mi hermana, porque ahora tendré que llevar sólo ese fardo inmenso de las responsabilidades con que los santos nos han cargado”.
La travesía del golfo de Bengala fue dulce como un viaje de verano en yate, y no presentó ningún incidente, salvo que nuestros amigos indos me aguardaban en Bimlipatam, me obligaron a bajar a tierra y darles una conferencia esa noche.
Al desembarcar en Madrás, el 5 de febrero, a las cuatro de la mañana, me apresuré a ir a casa y encontré a H.P.B. entre la vida y muerte, con una congestión a los riñones, gota y una pérdida alarmante de vitalidad.
Además, la debilidad de su corazón la llevó a un punto en que su vida pendía de un hilo. Se sintió tan contenta al verme, que me echó los brazos al cuello cuando me acerqué a su cama, y se puso a llorar apoyada en mi pecho.
No puedo decir lo aliviado que me quedé al poder, por lo menos, despedirme de ella y asegurarle mi fidelidad a la causa.
Sus médicos, el doctor Hartmann y la doctora María Scharlieb, declaraban que vivía por milagro.
Ese milagro lo había hecho nuestro Maestro viniendo una noche que todos esperaban su último suspiro, y colocando su mano sobre el corazón de la enferma para arrancarla a la muerte.
¡Qué mujer extraordinaria! Igual cosa le sucedió en Filadelfia cuando el doctor Pancoast le declaró que era menester cortarle la pierna para salvarle la vida; pero al otro día ella estaba en la calle, con la pierna gangrenada perfectamente curada. Los lectores del primer volumen de esta obra lo recordarán.
En esa ocasión ella permaneció en el mismo estado durante cuatro días, y no sabíamos si fallecería de pronto en un síncope, o viviría todavía un año o años.
Cuando sus fuerzas se lo permitían, hablábamos de la situación y ella se ponía contenta con mi promesa de permanecer hasta la muerte a la causa que representábamos.
Pero no me dejaban hablar en paz con ella. El señor Lane Fox había vuelto de Londres. Él y Hartmann y los otros recién llegados se habían conjurado sencillamente para hacerme a un lado y transferir la dirigencia a una comisión compuesta ante todo por ellos mismos.
Era un proyecto feo y ruin, y yo me rebelé en seguida. Hasta le habían hecho firmar a la pobre H.P.B. papeles que me presentaron oficialmente (y que aún están en las cajas de los archivos de aquel año).
Cuando fui a verla con aquel papel, y a preguntarle si su sentido de la justicia estaba satisfecho al hacer que yo, que había formado la Sociedad Teosófica, y había velado por ella ab ovo, fuese arrojado a la calle y mandado al diablo sin una palabra de agradecimiento, sin darme siquiera el equivalente del certificado que se da al guardián de la Casa de los Viajeros después de pasar en ella una noche, o a su dhobi (lavandero), o al aguador, ella se puso a gemir.
Me declaró haber firmado algo que ellos le llevaron a su lecho de muerte diciendo que era muy importante para la Sociedad Teosófica, pero que ella no supuso jamás que se trataba de lo que yo le decía, y que ella repudiaba tal ingratitud.
Me dijo que rompiese aquellos papeles, pero le respondí que no, que los conservaría como testimonio de un episodio que podría interesar a los futuros historiadores de la Sociedad Teosófica.
Aquello no pasó de ahí. Mientras conversábamos, H.P.B. recibió una carta de su Gurú en forma fenoménica, en la que le decía que asegurase a Subba Row y a Damodar que aunque ella muriese, la relación entre la Sociedad Teosófica y los Maestros no sería cortada. Promesa que después fue ampliamente cumplida.
Para el día 10, H.P.B. estaba levantada y tan restablecida, que cuando llegó un telegrama de Leadbeater desde Rangoon dando prisa para mi regreso porque había en Birmania un porvenir muy brillante para la Sociedad Teosófica, ella consintió en mi viaje.
De modo que embarqué el día 11 en el navío "El Oriental". Mi camarada lloraba en el momento de la separación, y yo hubiera hecho otro tanto si hubiese pensado no verla más, pero mi ánimo estaba completamente tranquilo al respecto. »
(Capítulo 15)
En una carta que el coronel Olcott le escribió a Francesca Arundale, él dio más detalles:
« Una vez más nuestro Maestro [Morya] rescató a H.P.B. [Blavatsky] de las fauces de la muerte. Hace unos días ella agonizaba y me llamaron de Birmania por telégrafo, con pocas o ninguna posibilidad de volver a verla. Pero cuando tres médicos esperaban que entrara en coma y perdiera el conocimiento, Él llegó, le impuso la mano y todo el panorama cambió.
Anteayer la situación se puso tan mal que Subba Row y Damodar se desanimaron, entraron en pánico y dijeron que la Sociedad Teosófica se iría al garete.
Pues bien, ayer vino un yogui indio, vestido con las habituales túnicas color azafrán, acompañado de una asceta, su supuesta discípula. Me llamaron, fui, me senté y nos miramos fijamente en silencio. Entonces el yogui cerró los ojos, se concentró y me dio su mensaje psíquico.
Había sido enviado por el Mahatma [Narayana] de Tirivellum (quien dictó a HPB las "Respuestas a una Sociedad Teosófica Inglesa") para asegurarme que no debía quedarme solo.
Me recordó mi conversación del día 7 con Damodar y Subba Row, y me preguntó (mentalmente) si por un instante hubiera creído que él, que siempre me había sido tan fiel, me dejaría solo.
Entonces, él y su Maya, una chela, subieron a la habitación de HPB, y ella —contrariamente a toda costumbre hindú para este tipo de mujeres— se dirigió directamente a la anciana [Blavatsky] y la acarició, y a la orden de su gurú comenzó a recitar mantras.
Entonces el gurú sacó de debajo de su túnica una bola del tamaño de una naranja, de nirukti o ceniza sagrada usada en los templos hindúes para aplicación externa después del baño, y le dijo a la discípula que la guardara en un pequeño armario que cuelga sobre la cabecera de la cama de HPB.
Le dijo que cuando lo necesitara, simplemente pensara en él en su forma visible presente y repitiera mentalmente su nombre tres veces. Luego hubo una conversación y se marcharon. »
(Theosophist, septiembre de 1932, p.732-4)
OTROS TESTIMONIOS
Creo que por algún lado leí que Damodar vio cuando el maestro Morya fue a visitar a Blavatsky, y Leadbeater también pretendió haberlo visto en esa ocasión pero eso es una mentira porque en realidad (como lo señaló el coronel Olcott) Leadbeater se encontraba en ese momento en Birmania.
Cuando encuentre esos testimonios los pongo en este artículo.
Aquí, una vez más, queda en claro el amor paternal de Morya por Blavatsky. No era una relación de simple maestro y discípula, ni tampoco de aliados en un mismo proyecto: había un cuidado, una ternura casi familiar que se notaba en los momentos más críticos. Blavatsky, con todo su carácter fuerte y su espíritu rebelde, encontraba en Morya una figura protectora que sabía cuándo intervenir y cuándo dejarla caminar sola. Ese “amor paternal” fue una de las claves que le permitió seguir adelante.
ResponderBorrarAhora bien, no todos los Maestros tenían ese mismo vínculo personal. KH no tenía esa misma relación, aunque sin duda compartía el respeto y la visión del trabajo. Su estilo era más distante, más intelectual si se quiere, y quizá por eso su apoyo fue distinto: más ligado a la transmisión de ideas y al acompañamiento doctrinal, menos emocional o cercano. Esto muestra cómo cada figura dentro de esa tradición cumplía un rol diferente, con matices que se complementaban.
Con el paso del tiempo, estas diferencias se hicieron más visibles. En la historia posterior, cuando la escena fue ocupada por Annie Besant, la situación ya no se repitió del mismo modo. A Besant nadie la salvó de nada, quizás porque el contacto había terminado, o porque las circunstancias históricas ya no permitían ese mismo tipo de intervención. Ella tuvo que afrontar sus batallas con sus propios medios, sin la sombra protectora de un Maestro a su lado.
Y ahí está lo interesante: cada etapa tuvo su propia lógica. Blavatsky necesitaba ese sostén inicial para que el mensaje pudiera echar raíces. En cambio, Besant representaba un nuevo ciclo, uno en el que ya no era posible contar con ese auxilio paternal. Su destino fue distinto, y quizás por eso la comparación entre ambas siempre nos habla de continuidad, pero también de cambios profundos en la forma en que lo espiritual se abría paso en el mundo.