(El coronel Olcott en 1885 hizo una gira en Myanmar, que en ese entonces se llamaba Birmania, y posteriormente él la narró en su libro "Las Hojas de un Viejo Diario III".)
CAPÍTULO 15
La Convención de la Sociedad Teosófica en Adyar de 1884
La Convención de 1884 contó con dos veces más delegados que la del año anterior, y el entusiasmo fue excepcional.
Se dio la primera medalla del premio Subba Row por un notable ensayo sobre la identidad de dos grandes personajes, constatada en los Puranas.
La Convención concluyó el 31 de diciembre, y poco a poco los delegados regresaron a sus casas; algunos tenían que recorrer 1'500 millas.
El último salió el 8 de enero de 1885, y la sede de Adyar recobró su acostumbrada calma.
Acontecimientos a inicios de 1885
Durante la noche precedente, recibí la visita de Dj. K. [Djwal Khul] –entonces discípulo adelantado, y hoy Maestro– quien me habló de diversas cosas y de diferentes personas.
El señor Leadbeater, del cual toda la iluminación espiritual estaba aún inmanifestada, y que dormía en el mismo cuarto sobre otro charpoy, oyó bien las dos voces y vio una columna de luz junto a mi cama, pero no pudo distinguir la forma de “mi visitador”.
La noche siguiente – según mi diario– H.P.B. recibió de su Gurú [el maestro Morya] el plan de "La Doctrina Secreta" y es excelente. Oakley y yo, habíamos trabajado en ello, pero este es mucho mejor.
Mientras tanto, los materiales del libro se iban acumulando. Tal vez sorprenda que yo diga que no se pensaba en que fuese un libro nuevo, sino una refundición ampliada de "Isis Develada", de la cual Subba Row sería co-editor con H.P.B.
Según el primer anuncio de la revista "The Theosophist" debería aparecer en forma de unas 20 entregas mensuales de 77 páginas aproximadamente cada una.
Pero el nuevo proyecto dado por su Gurú, hizo cambiar ese programa, y su resultado fue la edificación de la grandiosa obra actual.
Más o menos en aquellos días, H.P.B. hizo durante una noche para el doctor Hartmann, sin que nadie se lo pidiera, el croquis caricatura de una mujer cuyo doble al dejar el cuerpo es acechado por un diablo, mientras que el rayo divino del atma se escapa.
El doctor Hartmann dijo –según mi diario– que "aquel dibujo responde a un asunto que le preocupaba hacía ya varios días, y que tiene un alcance que H.P.B. no sospecha".
¡Puede ser!
Viaje a Birmania
El difunto rey de Birmania, Thibao lII, habiendo oído hablar de lo que yo hacía por el Budismo, a un funcionario italiano de Mandalay, miembro de nuestra Sociedad, me invitó a ir a su corte para hablar del movimiento budista de Ceylán, y en el mes de enero, en seguida de la Convención de que antes hablé, me embarqué para Rangoon con el señor Leadbeater, que debía ayudarme en mi trabajo general.
Todo fue bien hasta la Punta del Mono, justamente delante de la ciudad, lugar donde la corriente del Irawaddi tenía una velocidad infernal, y donde el "Asia", nuestro pobre y viejo barco, tuvo que fondear para esperar la pleamar.
Por fin llegamos al muelle donde nos recibió un birmano en nombre de un funcionario inglés muy conocido y miembro de la Sociedad. Nos proporcionó un hospitalario alojamiento en casa de un abogado del país, hombre muy inteligente.
A partir de esa noche nuestras habitaciones se vieron llenas de “ancianos” de la comunidad budista (no recuerdo el nombre que se les da en Birmania), quienes nos hicieron numerosas preguntas y demostraron disposiciones amistosas y halagadoras.
Shwedagon
Al día siguiente vino a buscarnos un comisario municipal para conducirnos a la más bella pagoda y más venerada de aquellas comarcas indochinas, Shway Dagon, la de la cúpula dorada.
Está constituida sobre un espolón de las montañas de Pegú, y su plataforma ha sido edificada en parte sobre innumerables canastas de tierra traídas por peregrinos budistas de todas las provincias del país, como acto de piedad.
La dagoba en forma de campana ha sido dorada desde la base a la cúspide a expensas del pueblo que ha gastado en eso más de un lak de rupias; resplandece desde lejos cuando se llega embarcado.
Y cuando el sol la baña con sus rayos, el efecto es verdaderamente grandioso; podría ser tomada por el faro de la Jerusalén celeste.
Se eleva sobre la más alta de las dos terrazas, a 166 pies del suelo; sus diámetros son respectivamente de unos 900 y 700 pies.
A los dos lados del pie de la gran escalera, se ven dos monstruos leogrifos, hechos de ladrillo recubierto de yeso y pintados con fuertes colores.
La subida es muy molesta; al llegar a lo alto uno se encuentra en un gran espacio libre que da la vuelta a la pagoda y que en ciertos días es el lugar de reunión de una multitud de fieles con trajes de colores, cuyo aspecto pintoresco sobrepasa a todo lo que yo he visto.
En el plinto octogonal que soporta a la dagoba, hay cuatro capillas que encierran cada una un grande y muchos pequeños Budas sentados, iluminados por millares de cirios, y resonando con el murmullo de las voces que recitan devotamente los cinco preceptos.
Dagobas grandes y pequeñas, capillas, nichos, campanas y esculturas representando leones u otros animales, se alinean alrededor de la plataforma.
Una de las campanas es tan grande, que caben en su interior seis hombres; tiene a la entrada 7 pies y 7 pulgadas y media; pesa 94'628 libras. Es la campana más grande del mundo y su historia vale la pena de ser leída.
La cúpula dorada de la pagoda sobre el plinto octogonal, tiene una circunferencia de 1'335 pies y una altura de 370.
Puede imaginarse el efecto de esta enorme estructura ovoide, masa de ladrillo envuelta en oro, en un hermoso día de sol. Mas no me voy a enfrascar en detalles de arquitectura cuando se les puede hallar con tanta facilidad en los encantadores volúmenes sobre la Birmania, de Shway Yeo.
La particular santidad de esta pagoda es debida a que “es la única payah conocida de los budistas que contenga reliquias no sólo de Shin Gautama, sino también de los tres Budas que en el mundo le precedieron”.
Se dice que en relicario conservado en el santuario de la pagoda, se guardan ocho cabellos de Sakya–Muni y el vaso, el manto y el bastón, respectivamente, de los tres Budas precedentes.
Sea como sea, así lo creen en toda la Birmania, el Siam, el Cambodge y la Corea, y acude multitud de peregrinos de todas esas comarcas, para hacer sus devociones.
No es fácil determinar su fecha real, porque si bien las autoridades en asuntos del Budismo afirman que fue construida en el año 588 antes de J. C.; no obstante, como dice Shway Yeo si encierra reliquias de los Budas precedentes, pudo haber sido sagrada desde hace ciclos y ciclos.
La pagoda está coronada por un "ti" o quitasol, uno de los emblemas de la soberanía. Es un armazón de hierro, que se asemeja a una jaula, dorado y cubierto de campanillas de oro o de plata con piedras preciosas, y “que suenan melodiosamente con la menor brisa”.
Mi guía me presentó a varios personajes pertenecientes a la pagoda, y arreglamos los detalles para mi conferencia sobre el Budismo.
Numerosos encuentros
En cuanto se difundió la noticia de mi arribo, recibí la visita de numerosos birmanos e indos, que venían para hablar conmigo de sus respectivas religiones.
Tuve mucho que hacer el 24 de enero. Primeramente una entrevista de tres horas con el Tha-tha-nabang, que era algo así como el arzobispo budista de Mandalay.
Después, como la casa estaba llena de birmanos e indos, separados en habitaciones diferentes, Leadbeater y yo íbamos y veníamos de un grupo al otro, discutiendo tan pronto acerca del Budismo como del Hinduismo, según la habitación.
El domingo 25, di una conferencia sobre la religión inda, sus amigos y sus enemigos. De pronto llegó una banda de cristianos indígenas, perturbadores, cuya insolente conducta produjo una gran agitación.
Todo anunciaba una batalla y efusión de sangre, pero conseguí evitarla. Mi garganta pagó las consecuencias del abuso que hice de mi voz en la conferencia y en las interminables discusiones con nuestros visitadores.
Tuve la suerte de asistir a cierto número de experimentos magnéticos instructivos, hechos por un aficionado llamado Moody, con sujetos indos.
Tomé notas de una serie de ensayos hechos a petición mía sobre el problema de la transmisión del pensamiento. Un pañuelo de bolsillo sirvió para los experimentos.
El operador puso al sujeto en estado de sugestión, se colocó delante de él, con el pañuelo blanco en la mano. Primeramente, el sujeto reconoció la naturaleza y color normal del pañuelo, y después le vio, sucesivamente, y sin hablarle, rojo, azul, verde, amarillo, violeta, negro, pardo, y de cualquier color que yo decía en voz baja y al oído del operador.
La sensación coloreada cambiaba instantáneamente en cuanto el magnetizador se representaba mentalmente el color designado por mí.
Igualmente ensayamos la comunidad de gusto y de tacto entre el magnetizador y el sujeto, haciendo los experimentos habituales: el operador, vuelto de espaldas, probaba sucesivamente azúcar, quinina, jengibre, sal, vinagre, etc., o bien se le pinchaba o se le pellizcaba, y en seguida cada sensación física era reproducida en el sujeto.
Este campo de las investigaciones magnéticas hace nacer las más serias reflexiones en un espíritu serio; hay algo que asusta al pensar que dos seres humanos pueden llegar a semejante identificación física y mental. En realidad, tales experimentos son una llave que abre la puerta a numerosos misterios.
Mi primera conferencia en la pagoda, tuvo lugar el 27 de Enero en una sala de descanso admirablemente esculpida exteriormente y deslumbradora de colores en su interior.
Un sacerdote birmano dio primero el pansil, es decir, los cinco preceptos, después dijo algunas palabras de introducción, y acto seguido yo tomé la palabra.
Hablé durante una hora, pero como traducían mi conferencia tres intérpretes por turno, dudo mucho de que mis numerosos oyentes hayan podido formarse una clara idea de mis palabras.
Pero para mi temperamento artístico aquello era un cuadro notable, y yo observaba la escena en sus partes, sin dejar de prestar atento oído al intérprete para tratar de ver si vertía correctamente, si no mis palabras, al menos mis ideas.
Porque con la facultad de leer el pensamiento, aunque sólo sea en un grado medio, se puede hacer eso perfectamente sin conocer el idioma empleado.
Terminado mi discurso varios sacerdotes me hicieron sufrir un verdadero examen público de teología y metafísica budistas, y se declararon satisfechos.
No me sorprende que tomasen algunas precauciones antes de acordarme su confianza, pensando en el milagro, casi imposibilidad a sus ojos, de que un pucca blanco (un blanco de sangre pura) pudiese venir a aquel templo sagrado, en pleno día y en presencia de millares de birmanos, declarándose budista convencido, sin una segunda intención.
El hecho es que estas sospechas nos persiguieron por Asia durante años y que sólo el tiempo logró disiparlas, y nos permitió ganar la confianza de los asiáticos hasta el grado en que hoy disfrutamos de ella.
Regreso precipitado a la India
La noche siguiente, a la 1:27, fui despertado por un telegrama de Damodar redactado así:
“Regrese en seguida, Upasika (H.P.B.) está peligrosamente enferma.”
Aquello fue un trueno en un cielo azul. En mi diario escribí: “¡Pobre vieja camarada! Ya no es asunto de dormir esa noche”.
Pasé las restantes horas de la noche perfeccionando los planes de nuestra misión en Birmania. Por la mañana muy temprano, fui a dar la mala noticia a nuestra querida señora Gordon, que entonces se hallaba en Rangoon, en casa de su hijo adoptivo.
En seguida asistí a una reunión budista en la cual debía hablar, después me despedí del arzobispo de Mandalay, y por fin a las 11 de la noche me vi a bordo del vapor "El Oriental" que había de llevarme a Madrás. Leadbeater se quedó para proseguir con la obra iniciada.
Mis antiguos colegas se representarán fácilmente mi estado de ánimo durante aquella travesía. Allá estábamos los dos [Olcott y Blavatsky] con nuestra inmensa obra apenas esbozada, la Sociedad entera estaba todavía conmovida por los golpes de los misioneros; porque al mismo tiempo que la marea creciente de la simpatía de nuestros colegas nos llevaba con velas desplegadas, fuera de nuestra nave, para continuar la metáfora, las olas de odio y sospechas, subían espumeantes y se quebraban en nuestra borda.
Mientras los dos estuviésemos juntos y de acuerdo, supliendo cada uno lo que al otro le faltaba, íntimamente unidos por el intenso deseo de servir a la humanidad, no había nada que temer para el porvenir: nuestra causa llevaba consigo el espíritu de la victoria.
Pero no es menester ser el séptimo hijo de un séptimo hijo, para adivinar si mi corazón se hallaba acongojado al saber que ella estaba enferma, tal vez en trance de muerte, tal vez ya fallecida antes de que yo llegase para recibir sus últimas palabras y cerrarle los ojos.
No tiene nada de raro que haya escrito en mi diario, mientras el barco se deslizaba por un mar de plata:
“¡Mi pobre camarada! ¿Será verdad que tu vida de aventuras y angustias, de violentos contrastes, y de continua dedicación a la humanidad, habrá terminado? ¡Ay!, tu pérdida es mayor que si tú hubieras sido mi mujer, mi amante, o mi hermana, porque ahora tendré que llevar sólo ese fardo inmenso de las responsabilidades con que los santos nos han cargado”.
La travesía del golfo de Bengala fue dulce como un viaje de verano en yate, y no presentó ningún incidente, salvo que nuestros amigos indos me aguardaban en Bimlipatam, me obligaron a bajar a tierra y darles una conferencia esa noche.
Blavatsky se encuentra gravemente enferma
Al desembarcar en Madrás, el 5 de febrero, a las cuatro de la mañana, me apresuré a ir a casa y encontré a H.P.B. entre la vida y muerte, con una congestión a los riñones, gota y una pérdida alarmante de vitalidad.
Además, la debilidad de su corazón la llevó a un punto en que su vida pendía de un hilo. Se sintió tan contenta al verme, que me echó los brazos al cuello cuando me acerqué a su cama, y se puso a llorar apoyada en mi pecho.
No puedo decir lo aliviado que me quedé al poder, por lo menos, despedirme de ella y asegurarle mi fidelidad a la causa.
Sus médicos, el doctor Hartmann y la doctora María Scharlieb, declaraban que vivía por milagro.
Ese milagro lo había hecho nuestro Maestro viniendo una noche que todos esperaban su último suspiro, y colocando su mano sobre el corazón de la enferma para arrancarla a la muerte.
¡Qué mujer extraordinaria! Igual cosa le sucedió en Filadelfia cuando el doctor Pancoast le declaró que era menester cortarle la pierna para salvarle la vida; pero al otro día ella estaba en la calle, con la pierna gangrenada perfectamente curada. Los lectores del primer volumen de esta obra lo recordarán.
En esa ocasión ella permaneció en el mismo estado durante cuatro días, y no sabíamos si fallecería de pronto en un síncope, o viviría todavía un año o años.
Cuando sus fuerzas se lo permitían, hablábamos de la situación y ella se ponía contenta con mi promesa de permanecer hasta la muerte a la causa que representábamos.
Intento de quitarle la dirigencia a Olcott
Pero no me dejaban hablar en paz con ella. El señor Lane Fox había vuelto de Londres. Él y Hartmann y los otros recién llegados se habían conjurado sencillamente para hacerme a un lado y transferir la dirigencia a una comisión compuesta ante todo por ellos mismos.
Era un proyecto feo y ruin, y yo me rebelé en seguida. Hasta le habían hecho firmar a la pobre H.P.B. papeles que me presentaron oficialmente (y que aún están en las cajas de los archivos de aquel año).
Cuando fui a verla con aquel papel, y a preguntarle si su sentido de la justicia estaba satisfecho al hacer que yo, que había formado la Sociedad Teosófica, y había velado por ella ab ovo, fuese arrojado a la calle y mandado al diablo sin una palabra de agradecimiento, sin darme siquiera el equivalente del certificado que se da al guardián de la Casa de los Viajeros después de pasar en ella una noche, o a su dhobi (lavandero), o al aguador, ella se puso a gemir.
Me declaró haber firmado algo que ellos le llevaron a su lecho de muerte diciendo que era muy importante para la Sociedad Teosófica, pero que ella no supuso jamás que se trataba de lo que yo le decía, y que ella repudiaba tal ingratitud.
Me dijo que rompiese aquellos papeles, pero le respondí que no, que los conservaría como testimonio de un episodio que podría interesar a los futuros historiadores de la Sociedad Teosófica.
Aquello no pasó de ahí. Mientras conversábamos, H.P.B. recibió una carta de su Gurú en forma fenoménica, en la que le decía que asegurase a Subba Row y a Damodar que aunque ella muriese, la relación entre la Sociedad Teosófica y los Maestros no sería cortada. Promesa que después fue ampliamente cumplida.
(Nota de Cid: eso no es cierto porque cuando Olcott y la junta directiva de Adyar exiliaron a Blavatsky a Europa, los Maestros se alejaron de la Sociedad Teosófica de Adyar.)
Para el día 10, H.P.B. estaba levantada y tan restablecida, que cuando llegó un telegrama de Leadbeater desde Rangoon dando prisa para mi regreso porque había en Birmania un porvenir muy brillante para la Sociedad Teosófica, ella consintió en mi viaje.
Olcott continúa con su gira en Birmania
De modo que embarqué el día 11 en el navío "El Oriental". Mi camarada lloraba en el momento de la separación, y yo hubiera hecho otro tanto si hubiese pensado no verla más, pero mi ánimo estaba completamente tranquilo al respecto.
Entonces recordaba que no se le permitiría morir antes de que su obra estuviese terminada y de que alguien estuviera preparado para llenar el vacío que ella dejaría. Yo había olvidado eso en medio de mi pena cuando creía perderla.
El señor Leadbeater me recibió en el muelle de Rangoon con una delegación de ancianos de los budistas y de los indos, cuando llegué el 19 de febrero.
Al día siguiente fui a presentar mis respetos a monseñor Bigandet, el querido y respetado autor de "La Leyenda de Gautama", uno de los libros que forman autoridad sobre el Budismo del Sur.
Su amabilidad y la nobleza de su carácter, le valían la confianza y admiración de todos los birmanos cultos, así como la de todos los cristianos.
Sostuve con él una conversación de las más agradables acerca del Budismo y su literatura. Tenía entonces más de setenta años, y estaba muy debilitado.
Dijo con pena que ya no podría escribir ningún otro libro, y como yo le ofreci a un secretario al cual le podría dictar cuando sus fuerzas se lo permitieran, él sacudió tristemente la cabeza y dijo que su labor tocaba a su fin y que las cosas de este mundo ya no le correspondían.
Con la perfecta cortesía de un antiguo cortesano francés del tiempo de los reyes, me dijo que ahora me tocaba a mí el reemplazarle, y como yo protestara de mi incapacidad, me amenazó con el dedo y dijo sonriendo que no podía admitir esa excusa puesto que había leído mi "Catecismo Buddhista" y que era el más útil de los libros sobre la religión de Sakya–Muni.
Naturalmente tomé aquello como una amable cortesía, pero fue dicho tan bien que no pude impedir ruborizarme.
Él era un hombre alto, delgado, de aire gracioso, con pequeñas manos blancas y pies chicos. Llevaba su sotana violeta con botones rojos, la cruz colgando de una larga cadena de oro, y anillo episcopal.
Cuando me despedí de él, insistió para acompañarme hasta la verja, y me separé de él después de un último cambio de cumplimientos, para siempre, pues ya no le vi más.
Al otro día comimos a la moda birmana, es decir sentados en el suelo en una Casa de los Viajeros birmana, y recibimos más tarde la visita de varios europeos interesados por el magnetismo, y a los que hice ver diversos experimentos de dominio sobre el pensamiento.
Una comisión numerosa de eruditos palistas indígenas e ingleses, empleó una parte del siguiente día revisando la traducción birmana del "Catecismo Buddhista".
Inmediatamente se suscribió la tirada de 20'000 ejemplares, que se distribuirían gratis, y los “ancianos” dieron pruebas de sentir por este asunto un verdadero entusiasmo.
Después de esa sesión, fui con Leadbeater a casa de los señores Duncan y Badelier, dos nuevos conocidos, y recibí al primero de ellos en la Sociedad, junto con otras ocho personas.
El lunes siguiente di una conferencia en el Town Hall, titulada “La Teosofía no es una secta” ante un público numeroso en el cual se contaban algunos misioneros, y en seguida organicé la Rama “Rangoon” para los indos, de la cual todos sus miembros eran tamiles.
El miércoles cené en casa del señor Duncan, donde asistimos y tomamos parte en unos experimentos de magnetismo muy instructivos. Recuerdo uno que se asemeja a los relatos de la "Magia Develada", la obra clásica del barón Du Potet.
En medio del salón se hallaba una gran mesa redonda y todo el mundo estaba sentado alrededor de la habitación, contra las paredes.
El sujeto, un criado indo, estaba en otro cuarto; le propuse al señor Duncan que trazase una línea imaginaria en el suelo con un dedo entre la mesa y la pared, y quisiese que el sujeto no pudiese atravesarla.
Las personas presentes eligieron el sitio donde habría de trazarse la línea, y el señor Duncan aproximando los dedos a la alfombra, pero sin tocarla, quiso que el sujeto fuese detenido por aquella barrera invisible.
Entonces se trajo al sujeto y al entrar se le dijo que diera dos vueltas en torno a la mesa, y que después que lo hiciera se le diría lo que tenía que hacer.
Él comenzó a dar la vuelta sin dificultad, hasta que llegando al sitio encantado, se detuvo en seco, trató de dar un paso más, pero no lo consiguió; retrocedió y dijo que no podía seguir.
- “¿Por qué?, le preguntaron.
- “¿Por qué? ¿Pero no ve esa línea de fuego? ¿Cómo podría pasar?”, respondió.
Le dije que allí no había nada y que ensayase otra vez, pero de nuevo fue inútil, no pudo avanzar hasta que el señor Duncan, que todo ese tiempo había permanecido en silencio, hizo con la mano un gesto de dispersión y dijo:
- “Está bien.”
Entonces Tommy terminó la vuelta alrededor de la mesa. Me dijo que había visto como una pequeña pared de llamas de unas seis pulgadas de altura.
El sábado 28 de febrero era una gran fiesta para los birmanos: el aniversario del pretendido descenso del Buda, del cielo de los Tusitas al seno de su madre, bajo la forma de un elefante blanco.
Volvimos a la pagoda donde había una gran multitud de peregrinos. Durante algunos días estuvimos ocupados con asambleas, conversaciones y reuniones de Logias, y en ese tiempo recogí las opiniones de los “ancianos” más respetables, acerca del rey Trebao.
Resultó que decidí no aceptar su invitación para que fuese a verle a Mandalay, porque era un monstruo de crueldad y vicios, y no me había hecho llamar porque le interesara la religión, sino para satisfacer su curiosidad y ver al "budista blanco".
Yo respetaba mucho a la Sociedad Teosófica y a su presidencia, para exhibirme ante un tirano vicioso y para sacrificar mi orgullo norteamericano inclinándome ante él, simplemente para recibir tal vez un hermoso rubí, dinero, ropas de seda u otros juguetes de ese género.
Se lo hice decir a mi colega italiano que me había transmitido la invitación del rey, y cuando días después el agente local del rey y otro noble birmano insistieron para que volviese sobre mi decisión, me mantuve firme y di mis razones con una perfecta franqueza. No sé si los mismos birmanos ante aquella actitud no me respetaron más en el fondo de su corazón.
Problemas en Adyar
El Madras Mail me trajo noticias desagradables. Hartmann anunciaba que la Junta Central de Adyar había dimitido y que algunas Ramas se disolverían si H.P.B. no ganaba su proceso contra los “padris”.
H.P.B., con su habitual inconsecuencia, me reprochaba haberle impedido entablar juicio –aunque no había sido yo, sino la Convención– y me enviaba ejemplares de los últimos libelos de los misioneros contra nosotros. Como lo escribí en mi diario: “Había algo hostil en el aire”.
Cuán justa era esa expresión “en el aire” porque indudablemente que hay corrientes mentales, morales, espirituales y físicas, que viniendo de otras personas, reaccionan constantemente sobre nosotros.
Del mismo modo que nuestras corrientes de pensamientos obran sobre los demás, como ahora lo sabemos por nuestros estudiantes adelantados del Ocultismo.
Al otro día llegó de Adyar un telegrama diciendo que H.P.B. sufría una recaída y que era menester interrumpir en seguida mi proyectada gira por Birmania y Bengala, para regresar de inmediato.
Con la mente ocupada con esas alegres noticias, tuve que dar esa noche una conferencia en el Town Hall ante un millar de oyentes.
Los misioneros habían apostado un individuo en la puerta para vender el citado libelo, y vi varios ejemplares en las manos de mi público. Pero no existe nada más estimulante que una violenta oposición, y no hay nada mejor para despertar todos los poderes de resistencia que se hallan adormecidos.
Así que metafóricamente atrapé al enemigo por la garganta y lo sacudí tan bien que todos mis oyentes simpatizantes, indos o birmanos, aplaudieron rabiosamente. No creo que nuestros estimados adversarios hayan obtenido gran provecho de su especulación importando aquel dardo envenenado.
Ya teníamos en Rangoon una Rama budista y una inda; formé una tercera, compuesta de europeos y eurasiáticos que se interesaban por el magnetismo, y en general por la psicología práctica. Le puse el nombre de Irawaddy.
Al otro día me llegó un segundo telegrama urgente, pero yo no podía tomar un barco hasta el siguiente día.
Viaje de regreso a India
El 11 me embarqué para Adyar en el "Himalaya". Su capitán, el señor Allen, era un antiguo conocido, porque en 1880 mandaba el "Chanda", cuando regresé con H.P.B. de Colombo a Bombay.
Como tenía un día disponible antes de partir, aproveché una visita que el señor Duncan vino a hacernos en nuestra casa, para efectuar nuevos y mejores experimentos con su criado Tommy.
El muchacho estaba sentado con la espalda contra la pared, junto a una gran puerta –ventana que daba a una galería soleada. Su magnetizador, señor Duncan, se colocó frente a él, teniendo en la mano un pañuelo blanco.
Yo me situé en la galería, fuera de la vista de Tommy, con un muestrario de papeles de colores vivos, como el que usan los encuadernadores y otros oficios.
El señor Duncan le preguntaba a Tommy:
- “¿Qué es esto?"
- "Un pañuelo." respondió.
- "¿De qué color?"
- "Blanco.”
Entonces yo mostraba a Duncan un papel rojo, por ejemplo, y él mostrando al muchacho el mismo pañuelo, repetía:
- “¿De qué color?"
- "Rojo”, respondió el sujeto.
De esta suerte, fui mostrando los colores al magnetizador, quien mentalmente los transportaba al pañuelo, y eran percibidos por el muchacho hipnotizado.
Me parece que esta es una buena prueba de la posibilidad de transmisión del pensamiento, tan bonita como la mejor que se conozca.
Durante mi permanencia en París, el mes de octubre anterior, asistimos el señor Rudolf Gebhard y yo, a unos experimentos del señor Robert, el conocido masajista magnetizador, con uno de sus sujetos clarividentes.
Entre otras cosas, éste nos dijo que nos veía en un barco de vapor en un mar lejano; un hombre se caía al mar, el buque se detenía, arriaban un bote y el barco describía círculos.
Esto nos pareció extraño, porque no recordábamos que ningún buque, especialmente ningún vapor, describiese círculos para recoger a las personas que se cayeran al agua.
Sin embargo anoté el hecho en aquel momento, y me acordé de él cuando el 14 de marzo, atravesando el golfo de Bengala, un indígena, pasajero de cubierta, se cayó al mar y el Himalaya describió un círculo para salvarle.
Por lo tanto, el futuro acontecimiento del mes de marzo, había proyectado su sombra astral sobre el cerebro del clarividente, cinco meses antes de tener lugar.
Por carta comuniqué el incidente al señor Robert cuando se produjo, y él puede confirmar mi relato a los que tuviesen la curiosidad de querer ver mi carta.
Después de las escalas de costumbre, de las cuales en Coconada, país natal de Subba Row, organicé una Rama que aún subsiste, llegamos a Madrás el 19 de marzo.
En el Cuartel General hallé todo negro y que el Atra Cura [la acidez] reinaba como amo y señor. Pero no tenemos necesidad de entrar en ese banco de nubes desde el desembarco. Dejémoslo para el siguiente capítulo.
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