LA DECEPCIÓN DE HUBERTO ROHDEN AL VISITAR EL ASHRAM DE RAMANA MAHARSHI


Huberto Rohden Sobrinho fue un filósofo, educador y teólogo brasileño, y en el siguiente texto él relata el viaje que efectuó a la India para visitar el centro espiritual (ashram) de Ramana Maharshi, quien fue el más famoso instructor de Advaita que hubo en el siglo XX.



MI DECEPCIÓN EN ARUNACHALA

Desde El Cairo volé durante la noche a Bombay, que es una de las grandes ciudades del oeste de la India. Desde allí crucé la India hasta Madrás, situada en la costa este.

Madrás, para nada me interesó esa antigua ciudad india donde los portugueses de la época de Vasco da Gama dejaron tantas huellas. Lo que a mí me interesaba era una pequeña aldea que casi no aparece en los mapas geográficos de la India: Arunachala.

Afortunadamente llevaba en mi maleta un ejemplar de la revista "The Mountain Path" publicada en Tiruvannamalai, una pequeña localidad no lejos de Arunachala.

Muchos occidentales conocen ese nombre, que se ha vuelto casi sagrado, porque en Arunachala vivió en las últimas décadas uno de los más grandes iniciados de la India moderna: Bhagavan Ramana, comúnmente llamado Maharshi o Mahar, que significa el gran vidente.

Dos escritores contemporáneos, Mouni Sadhu y Paul Brunton, dieron a conocer a este gran místico en todo el mundo. El libro de Mouni Sadhu "En Días de Gran Paz", escrito en inglés y traducido a varios idiomas, inmortalizó a este gran hombre iluminado.

Curiosamente en Madrás nadie conocía la existencia de Ramanashi ni la aldea donde vivió durante más de medio siglo. Un santo en su propia casa no es conocido.

Finalmente conseguí información sobre una línea de autobús a Tiruvannamalai y la tomé. El viaje duró varias horas agotadoras en un rudimentario autobús que me dejó todo adolorido. En Tiruvannamalai alquilé un carro de dos ruedas tirado por un caballo flaco y logré llegar a Arunachala.

Arunachala parece un barrio marginal con casas de barro cubiertas de paja u hojas de palma. Consiste en una sola calle larga, sucia y llena de mendigos, como casi todas las ciudades de la India.

Tenía pensado quedarme ahí unos días con la esperanza de hacer un retiro espiritual con algunos de los maestros que buscaba. Pero Ramana había muerto hacía casi dos décadas, y sus supuestos discípulos no daban la menor impresión de espiritualidad.

Al mediodía almorcé en una habitación embaldosada, sentado en el suelo frente a una hoja de plátano sobre la cual el sirviente arrojó un puñado de arroz que había sacado con la mano de una olla.

Lo arrojó con tanta fuerza que parte salpicó el plato y aterrizó en el suelo polvoriento. Pero el sirviente tuvo la habilidad de recoger el arroz esparcido y volver a colocarlo en la hoja de plátano que me servía de plato.

Entonces llegó otro sirviente con una olla de frijoles. Sirvió un poco del contenido y lo vertió sobre el arroz. Después, para coronarlo todo, un buen puñado de chiles. Lo mezclé todo con los dedos (ya que no había ningún rastro de cubiertos) e intenté llevarme a la boca con una cuchara esta sustancia semilíquida — una tarea difícil para un occidental.

Miré a mis compañeros hindúes y vi que usaban sus cuatro dedos como una especie de cuchara. Así conseguían llevarse la comida a la boca sin derramarla demasiado. Además no había peligro de que se ensuciaran la ropa puesto que la mayoría solo llevaban un taparrabos o pantalones cortos rudimentarios.

Me ardía la boca por la sobredosis de pimiento rojo. Pedí agua para apagar el fuego, y llegó una jarra de latón con agua tibia, ya que en Arunachala no hay nevera, y la India es un país tropical.

Mi compañero brasileño se comportó heroicamente, engullendo su almuerzo, aunque con esfuerzo y muecas. Esperábamos fruta de postre pero no apareció. Por suerte yo llevaba plátanos en la maleta, lo que nos salvó el día.

Al anochecer nos llevaron a la casa de huéspedes. En la habitación había una vieja cama de madera con un colchón de hierba medio podrida y una sábana que, por su aspecto, debía de haber sido usada con frecuencia durante mucho tiempo.

Tiré la sábana y me tumbé en el colchón desmoronado. Mi compañero se echó en el suelo y dormimos hasta que las arañas, las cucarachas y los mosquitos lo permitieron.

En un anexo de la casa había una habitación con una especie de taburete en el suelo, una lata de agua y una taza para bañarme. Como no había toalla, me sequé con un trozo de ropa interior y usé otra como funda de almohada, ya que no me atrevía a apoyar la cabeza directamente sobre la hierba podrida.

Olvidé mencionar que al anochecer asistí al canto de los Vedas con flores e incienso. Este ritual se repite cada mañana y cada noche. Intenté concentrarme lo mejor que pude, pero fue en vano. Dos monos traviesos, durante todo el servicio religioso, realizaron sus acrobacias en el santuario, trepando por las cortinas, saltando sobre el altar, etc.

A derecha e izquierda del altar había estatuas de piedra que representaban vacas y elefantes. Durante el ritual, estos animales sagrados eran enjaulados, incensados y untados con gī (mantequilla derretida).

A la mañana siguiente fui a visitar la pequeña casa que había ocupado durante un tiempo Mouni Sadhu, y también vi la casa que ocupó Paul Brunton, quien también fue discípulo de Ramana durante un tiempo.

Sin embargo a pesar de mi decepción, mi viaje se vio compensado por la larga meditación que realicé, junto con mi colega, en la habitación privada donde el santo realizaba sus concentraciones, o mejor dicho, su sintonización cósmica.

Sentado en el suelo, al no haber muebles, frente al sofá, cerca del gran retrato del místico, me sumergí en el océano del infinito. Me sumergí por completo en ese mar invisible. Me sentí conmovido por los misteriosos fluidos que incluso ahora, casi dos décadas después de la partida de Ramana, siguen en el aire y fluyen de cada objeto —del suelo, las paredes, el techo— y se apoderan de quienes sintonizan con esas auras.

Pero ese mismo día sufrí otra gran decepción y consolidé mi antigua convicción de que la mayor tragedia para un gran maestro es tener discípulos después de la muerte. Me llevaron a la pequeña habitación donde el gran vidente había exhalado su último aliento, o como dicen, donde entró en el Nirvana. Allí estaban sus libros y manuscritos.

En la pared había un nicho con manzanas, trozos de coco y otras frutas. Ante mi sorpresa y mi pregunta, me explicaron que esos alimentos estaban allí y se reponían constantemente, porque su alma podría desear alimentarse.

Pobre maestro, tan incomprendido por sus supuestos discípulos. Sin embargo quiero creer que hubo otros discípulos de Ramana, incluso en Arunachala, que estaban más en sintonía con su espíritu.

Ese mismo día me encontré con Arthur Osborne y su esposa, editores en inglés de la revista "The Mountain Path" que un amigo me envía regularmente y cuyo contenido es un fiel retrato del santo.

Ese mismo día dejé Arunachala y regresé a Madrás. Subí a un avión de Indian Airlines y volé a Calcuta, la capital del estado de Bengala. Desde entonces viajé solo porque mi decepcionado compañero se había separado de mí.

Viajar solo por esas regiones desconocidas puede parecer triste para muchas personas, pero yo sin embargo me sentí muy bien. Realmente parece que soy esencialmente un ermitaño solitario y que la vida en sociedad es simplemente un mal necesario. Cuando estoy solo, me siento en gran compañía, pero en sintonía con el alma del universo.





OBSERVACIÓN

Después de leer este testimonio no dan ganas de visitar lo que queda del ashram que dejó Ramana Maharshi porque ese lugar se ha vuelto un sitio vetusto donde ya no hay espiritualidad y los herederos solo buscan lucrar con los occidentales que van en búsqueda de las reminiscencias de ese famoso gurú.

Y es por eso que en general yo no les recomiendo que efectúen ese tipo de peregrinaciones "místicas", porque realmente no vale la pena hacerlo ya que la espiritualidad no es un viaje turístico sino una introspección interna.










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