(Laura Holloway
fue una teósofa americana y en este artículo ella hace un recuerdo de los
primeros encuentros que tuvo con Blavatsky.)
Tan pronto como se anunció la
llegada de Madame Blavatsky a Inglaterra, sentí que había llegado mi
oportunidad de ver a esa mujer ampliamente célebre a quien se le atribuía el
mérito de poseer poderes ocultos y de quien se decía que estaba en comunicación
directa no solo con los "Adeptos" sino también con el "Maha-Chohan",
o sea con el jefe de los Iniciados del Himalaya, quien era la más grande de las
almas vivientes.
Su
primer encuentro
Armada con una carta de presentación
que me dio un amigo estadounidense, la busqué en Londres solo para enterarme de
que se había ido a París, y fue en París donde la conocí. La encontré fumando
cigarrillos, y meses después, cuando me despedí de ella en Londres antes de
partir hacia Nueva York, ella estaba fumando de nuevo.
Durante ese tiempo, cada vez que la
veía ella fumaba, y como nunca antes había visto fumar a una mujer, su hábito
me impresionó profundamente. Debo agregar que me impresionó dolorosamente al
principio, pero me volví tolerante con ese vicio más tarde, considerando que
era su manera de calmar sus nervios enfermos, como se demostró posteriormente.
En París, Madame Blavatsky vivía en
un apartamento situado en la Rue Notre Dames des Champs, y ahí cada noche se
reunía una compañía extremadamente variada. La primera vez que la conocí me
acerqué a ella acompañada por un amigo a través de una multitud de caballeros
franceses y alemanes. Ella me dio la mano y después de decir que estaba
contenta de que hubiera venido, me pidió que me sentara a su lado.
Durante un rato charlamos sobre
varios temas ordinarios, luego preguntó sobre personas que ella había conocido
en Nueva York, y finalmente cuando los invitados le insistieron, le dijo a uno
de los miembros de su grupo que me cuidara hasta que ella pudiera desocuparse
de nuevo.
Permanecí cerca de ella durante un
tiempo escuchando su conversación con los demás, y me impresionó lo inteligente
y vivaz que era, ocasionalmente encantadora, pero de una naturaleza muy
cambiante y no del todo en paz consigo misma. En muchos aspectos parecía única,-
Pensando que estaba sola y
desapercibida en esos momentos entre la multitud, me conformé con observar sus
características de una manera pausada, notando su voz, sus forma de hablar, sus
movimientos y su manera de saludar a la gente. La multitud aumentó y después de
un tiempo llegué a la conclusión de que en esa ocasión ya no podría volver a
conversar con ella y que sería mejor si me marchaba.
Cuando me paré para ir hacia la
puerta, me sorprendió enormemente cuando ella me gritó:
- "Ahora que me ha
resumido a su satisfacción, ¿podría hablar con su compatriota, el Sr. ____,
hasta que pueda verla?"
Me voltee riendo y conversé con ese
caballero que se había puesto a mi lado tan pronto como escuchó el comentario
que ella hizo, y al hacerlo me dije: "Qué mujer tan enigmática, ¿cómo supo
ella en lo que estaba pensando?"
El caballero percibió mi intriga
hacia Madame Blavatsky y comentó:
- "Es la mujer más
notable que ha producido esta época", contestó en tono serio y luego
agregó: "Puede que este no sea el veredicto del mundo, pero quienes la
conocen lo suscriben".
- "Eso es
cierto" respondí "He oído decir que no es una expositora muy
satisfactoria de la filosofía que enseña".
Él
respondió rápidamente:
- "¿Pero quién
puede juzgarla? ¿Quién ha tratado de hacer lo que ella ya ha logrado?"
No pude combatir ese argumento y le
sugerí que me contara más sobre su vida y su actual línea de trabajo. Él lo
hizo hablando de manera muy entretenida durante algún tiempo.
Durante toda la noche, Madame
Blavatsky fumó cigarrillos, afortunadamente usó un tabaco egipcio muy suave y
el olor continuo de su cigarrillo no fue ofensivo. De haber sido así, sus
amigos antitabaco habrían sufrido el martirio. Sus hermosas manos estaban
manchadas por la hierba del tabaco y las cenizas estaban en su vestido y
esparcidas sobre la alfombra a su alrededor. La vi muchas veces, pero nunca sin
su tabaco, papel para enrollar sus cigarrillos y fósforos.
Los extraños que la conocían por
primera vez, se sentían como yo lo había hecho y se sorprendieron de ese hábito
suyo, pero sus compañeros diarios se alegraban de que fumara porque siempre era
entretenida cuando fumaba, y yo estaba segura de que se pondría irritable
cuando la privaban de su precioso cigarrillo. Fumar era para ella un hábito que
se había convertido en una segunda naturaleza; no podría vivir sin tabaco.
Conocerla era conocerla a través de
nubes de humo de tabaco; escuchar su maravilloso fluir de conversación era
escucharlo en los intervalos de silencio cuando estaba soñando y fumando
suavemente su cigarrillo.
A ninguna otra cosa era la mitad de
devota que a su cigarrillo y era una fumadora fascinante. Su disfrute de esta
ocupación era tan intenso que los demás se entretuvieron al ver su manera serena
y tranquila de fumar, y su complacencia al hacerlo tranquilizó incluso a los
que se oponían al tabaco.
Su temperamento requería un
narcótico; su naturaleza era tan tempestiva que sin el cigarro ninguna persona
común podría haber soportado su estado por un día. Ella era un volcán en enaguas; una
mujer, pero masculina en sus atributos mentales. Sin embargo ella era lo
opuesto a la "hombría". Ella era algo diferente a todos los hombres y
mujeres que había visto hasta ese momento o que había visto desde entonces.
No había suposición de ningún tipo
sobre ella. No hizo ningún esfuerzo por ser la concepción de nadie de sí misma,
y actuó con tan poca consideración por sus propios intereses
como por los sentimientos de los demás. Todo lo que no se esperaba que dijera
en la conversación, lo dijo con brusquedad, sin rodeos y sin pensar en las
consecuencias.
Tenía la menos consideración por los
convencionalismos que cualquier otra persona que haya conocido, y al mismo tiempo
parecía la más sensible de las mujeres cuando se manifestaba cualquier duda
sobre el desempeño adecuado de su propio deber.
Hacia el amor propio y la vanidad de
hombres y mujeres, parecía tener un desprecio desdeñoso, y su rudeza e
impaciencia cuando se veía obligada a presenciar una demostración de ambos, era
aterradora. Ella exclamaba contra la vanidad y el fanatismo de la gente, con un
lenguaje más fuerte que cualquier necesidad, pero aparentemente nunca se dio
cuenta de su rudeza al hablar.
Los extraños se sorprendieron por su
falta de autocontrol, pero aquellos que la conocían mejor parecían estar menos
preocupados por su estado de ánimo.
En su conducta ella era siempre la
misma; indiferente a lo externo; absorta en su trabajo, e imperativa en sus
afirmaciones sobre su valor para el mundo.
Su
vestimenta
Su traje invariable era una prenda
suelta negra de una sola pieza, llamada "abayah". Las mujeres
egipcias usan este tipo de vestido y es muy cómodo para las personas
corpulentas. Todo el mundo sabe que Madame Blavatsky era una mujer muy
corpulenta, pero nunca le dio a uno esa impresión de mera carnalidad que es
común en las mujeres corpulentas que visten ropa ajustada a la moda. Ella era
de estatura mediana y tenía manos y pies muy pequeños.
Su abayah estaba formado de un doble
pliegue de tela muy ancha y no tenía otra confección que la necesaria para
doblar la pieza de seis yardas y directamente en el centro del pliegue para
cortar una pieza circular y cortar una abertura adicional por el centro de la
tela. El cuello y la parte delantera así formados estaban atados con seda y por
lo general se insertaba un volante de encaje. No había otras mangas que las
delineadas por los brazos cuando se extendían a lo largo y se sujetaban en
pliegues sueltos con imperdibles.
A veces estos se reemplazaban por
una costura que se quitaba cuando era necesario limpiar o lavar el vestido. Y con
sus manos y brazos bellamente formados, no había necesidad de mangas ajustadas
y siempre se admiraba la sencillez y los contornos griegos de su vestido. La
abayah se adaptaba exactamente a su tamaño, movimientos lentos y hábitos
sedentarios; pocas mujeres occidentales parecerían aprovecharse de él.
Los
Coulomb
En el momento en que Madame
Blavatsky se encontraba en París, en la primavera de 1884, en Adyar acababan de
surgir problemas relacionados por cargos de fraude y engaño hechos en contra de
Blavatsky por la señora Coulomb. Y Blavatsky estaba constantemente en confusión
mental por los agravios reales o imaginarios que le infligían esta mujer y su
esposo.
De repente apelaba a casi extraños
para conocer su opinión sobre la situación y escuchaba cualquier cosa de
carácter denunciante que se dijera sobre los Coulombs a los que creía que les habían
pagado para intentar desprestigiarla, y sin embargo, cuando tuvo la oportunidad
de enviar un mensaje a la India por parte de algún miembro de la Sociedad
Teosófica, ella le dijo:
- "Querido, ve a
ver a Madame Coulomb, ella no es la maligna en este asunto, y hazle saber lo
que siento por ella".
Y al momento siguiente se enfureció por
un comentario de que la señora Coulomb afirmaba que los maestros eran falsos. Blavatsky
no podía tolerar dudas sobre ese tema, ni soportar a quienes cuestionaban la
existencia de la "Hermandad de Adeptos". Su devoción por su maestro
era inquebrantable y suprema. Cuestionar la naturaleza o el oficio de los
Mahatmas era provocar su ira de tal manera que la incapacitara para el
autocontrol inmediato.
Su
carácter
Sus arrebatos de temperamento por
las cosas más triviales fueron dolorosos, pero afortunadamente también fueron
fugaces; He visto gente consternada por sus violentas emociones un minuto, y al
siguiente mostrar la extrema indiferencia. El grupo de íntimos que la rodeaba
prestaba poca atención a sus ciclones mentales, sabiendo muy bien que hacerlo
era perder el tiempo inútilmente. Siempre me impresionó ese aspecto como una
singular contradicción; era inútil tratar de clasificarla; no podía medirse por
distinción de clases ni ponderarse en ningún equilibrio social convencional.
Recuerdo una ocasión en la que me
senté con ella durante una tempestad de conversaciones airadas por unas
noticias desagradables que había recibido de la India. Su ira me deprimió y me
senté muda y miserable, deseando en mi corazón que como no podía calmarla,
pudiera escapar de su presencia. De repente ella se volteó hacia mí y me miró
como una madre miraría a una niña recatada, y dijo de la manera más
encantadora:
- "Querida, ¿quieres fumar
un cigarrillo?"
Y mientras yo me reía para aliviar
mis sentimientos, ella sonrió y se preparó un cigarrillo y luego fumó con tanta
satisfacción como si la vida no fuera más que una canción invariable para ella.
Sus
facciones
Mirándola un día se me ocurrió que
debía tener unos cincuenta años; me enteré por otros que tenía entre cincuenta
y sesenta años, pero la escuché entre risas decirle a una mujer que llamaba que
tenía más de ochenta.
Su rostro no estaba lleno de
arrugas, su cabello no mostraba canas, y sus ojos eran maravillosos por su
fuerza y claridad. Su boca me parecía para mí ser el rasgo menos
hermoso de su rostro, pero la expresión de todo el rostro era tan cambiante que
a veces parecía tener más ventajas que otras.
Su cabeza tenía una forma exquisita
y se peinaba con un estilo griego sencillo añadiendo así a sus contornos
clásicos. El cabello era de color castaño y extremadamente rizado. Sus manos
eran muy blancas y de forma impecable, un hecho que los visitantes siempre notaban
ya que su tez no era clara y su piel era de textura áspera y a menudo de
aspecto embarrado dando la impresión de algún desorden interno, y no tenía el
menor color en sus mejillas.
Sus logros lingüísticos fueron
notables incluso en ruso. Fue un placer escucharla hablar francés y a los
jóvenes parisinos que la abarrotaban los domingos por la tarde y por la noche
se escuchaba a menudo a los salones remarcar su acento. Me gustaba estar
presente en esas reuniones de los domingos por la tarde, porque hablaba bien y
daba mucha instrucción a los jóvenes que eran miembros de la rama de París de
la Sociedad Teosófica.
Algunos
fenómenos que produjo
Un incidente que ocurrió en una de
esas recepciones fue muy interesante. Un joven converso atrevido le pidió que
hiciera algunos fenómenos para que los extraños presentes pudieran estar
informados sobre sus poderes. Ella se enfureció y lo reprendió con una voz tan
fuerte que todos los presentes se volvieron hacia ella en silencio.
Luego, tan gentilmente como un niño
puede confesar su arrepentimiento, dijo dócilmente: "Si los Maestros lo desean,
se me permitirá". Y aquí debo insertar este hecho de que nunca la escuché
atribuirse el mérito de ninguna de las cosas maravillosas que ciertamente ella hizo,
invariablemente precedía cada actuación con algún atributo hacia los Mahatmas,
y a menudo deploró el mórbido anhelo que tenía la gente por la exhibición de
los poderes que poseía, diciendo que no les haría ningún bien.
Su hermana, Madame Vera Petrovna
Jelihovsky, y su tía, la condesa Nadejda Andreevna Fodeeff, la estaban
visitando en ese momento, y creo que la primera estaba en la habitación cuando
ocurrió este incidente.
Madame Blavatsky se levantó de su
asiento en el sofá y con cierta dificultad —como parecía— cruzó el salón y se
paró frente a un gran espejo. Ella colocó ligeramente ambas manos sobre él, de
pie de espaldas a la compañía. Los jóvenes franceses estaban más cerca de ella,
y de repente después de un breve intervalo de silencio, se escuchó un fuerte
estruendo seguido de lo que sonó como la caída de cristales rotos.
Pensé que el espejo se había roto
por su repentino peso contra él, pero ella no estaba cerca y sus manos habían
descansado ligeramente sobre su superficie. Hubo una exclamación general de
sorpresa y asombro, y los curiosos examinaron el cristal.
Mientras Madame Blavatsky se volvía
aburrida y cansada, alguien le sugirió que pusiera las manos en un panel de
vidrio en la ventana grande en la parte inferior de la habitación. Ella lo hizo
y esta vez esperamos más tiempo que antes para obtener los resultados, pero
finalmente se oyó un fuerte estruendo como si alguien hubiera golpeado una masa
de vidrio con un martillo, sin embargo el vidrio estaba ileso.
La excitación de los franceses no
conoció límites aplaudieron con entusiasmo y sonrieron a la "Suma
Sacerdotisa", como la llamaba uno de ellos. Su franco deleite y entusiasmo
la complacieron, o mejor dicho, pareció despertar un interés inusual por sus
invitados y durante una hora o más habló de manera tan brillante que todos
quedaron asombrados.
Fue una hora de encantamiento para
algunos de sus oyentes y dudo que alguien de esa compañía conociera alguna vez
a otro igual, ya sea en su presencia o fuera de ella, esa noche no pude dormir
pensando en ella y en los acontecimientos de esa ocasión.
El
segundo encuentro
La próxima vez que la conocí ella estaba
en una de sus altísimas furias, y estaba anatematizando a los misioneros a los
que denunciaba como intolerantes y fraudulentos, y los peores representantes de
la humanidad en Oriente. Algunos de ellos representaban a la Iglesia de
Inglaterra en la India y ella sabía que eran absolutamente ignorantes del
espíritu del maestro [Jesús] al que decían servir.
Ella denunció a los protestantes en
general y dijo que los católicos, porque eran más sinceros y menos irreligiosos
que los protestantes, estaban ganando una influencia en el mundo mucho mayor que
los protestantes.
Los sacerdotes católicos, dijo,
trabajaron entre los pobres y trataron de ayudar a los que no tenían amigos. Mientras
que en cambio los misioneros protestantes dedicaron su tiempo a dividir
cuestiones de doctrina sobre el cadáver del protestantismo. En cuanto a ella, ella añadió que no le importaba
ninguna secta; y su religión era el amor por la humanidad y su objetivo en la
vida era establecer una hermandad universal.
Luego habló de la Sociedad Teosófica
a través de la cual esperaba poder lograr mucho. La teosofía, comentó, era un
tema que debería interesar a las mejores mentes de la época; Sabía que con el
tiempo reclamaría la atención de las personas espirituales de todo el mundo. Y
también dijo que la Sociedad había sido fundada por ella misma, el coronel
Olcott y William Judge, con un propósito desinteresado, no por iniciativa
propia, sino bajo la guía y dirección de quienes habían sido sus maestros en el
conocimiento esotérico.
Había resuelto muchos años antes
dedicarse al trabajo en el que estaba entonces; no deseaba otra ocupación que
la de servir a los maestros; ella había sido su alumna; había recibido favores
excepcionales de ellos, había vivido en total reclusión bajo sus guía durante
nueve años en el Tíbet y había vuelto al mundo por sus órdenes.
No tenía expectativas de escapar del
destino de quienes habían vivido en el mundo y con el mundo, especialmente
porque su carrera había sido poco común. Su vida había sido larga y extraña. Extraño
que ella mirara hacia atrás, como en un sueño medio roto. Su visita a Europa,
dijo, fue para ver si la mente occidental estaba preparada para aprender las
enseñanzas orientales, y si eso era así entonces podría abrir caminos que antes
no eran accesibles para el mundo occidental; pero también consideró que sus
mejores esfuerzos serían recibidos con burla y desprecio. Este fue el destino
de todos los trabajadores devotos en cada línea de trabajo espiritual en todas
las épocas.
Pronto me di cuenta de que Madame
Blavatsky, fuera lo que fuera, creía sinceramente que tenía una misión, y me
sentí más convencida de que ella poseía una voluntad tremendamente fuerte.
Sabía cómo usarla y cuándo no exhibirla, y era la persona más comunicativa o la
más silenciosa que he conocido.
(The
Word, febrero de 1912, p.262-269)
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