El Nombre
Inefable [o sea “Dios”] en la búsqueda por la cual tantos vanamente
consumen sus saberes y vidas, mora latente en el corazón de cada hombre.
Un hombre no
puede tener un dios que no esté limitado por sus propias concepciones humanas.
Cuanto más amplio sea el alcance de su visión espiritual, más poderosa será su
deidad. ¿Pero dónde podemos encontrar una mejor demostración de Él que en el
hombre mismo; en los poderes espirituales y divinos que yacen dormidos en cada
ser humano?
Desde la más
remota antigüedad, la humanidad en su conjunto siempre ha estado convencida de
la existencia de una entidad espiritual personal dentro del hombre físico
personal. Esta entidad interior era más o menos divina según su proximidad a la
corona – Chrestos.
Esta creencia
no es fanatismo ni superstición, sólo un sentimiento siempre presente e
instintivo de la proximidad de otro mundo espiritual e invisible que aunque es
subjetivo para los sentidos del hombre exterior, es perfectamente objetivo para
el ego interior. La humanidad es la manifestación más elevada sobre la tierra
de la Deidad Suprema Invisible, y cada hombre una encarnación de su Dios.
¿Es suficiente que el hombre sepa que existe?
¿Es suficiente estar formado como ser humano para que pueda
merecer tal apelativo?
Para
convertirse en una entidad espiritual genuina (lo que implica esa designación)
el hombre primero debe crearse a sí mismo de nuevo, por así decirlo, es decir eliminar por completo de su mente y
espíritu, no solo la influencia dominante del egoísmo y otras impurezas, sino
también la infección de la superstición y el prejuicio.
Esto último es
muy diferente de lo que llamamos antipatía o simpatía. Al principio somos atraídos
irresistible o inconscientemente dentro de su círculo oscuro por esa influencia
peculiar, esa poderosa corriente de magnetismo que emana de las ideas tanto
como de los cuerpos físicos. Estamos rodeados por esto, y finalmente impedido
por cobardía moral y miedo a la opinión pública, de salir de ahí.
Es raro que los
hombres consideren una cosa en su luz verdadera o falsa, aceptando la
conclusión por la acción libre de su propio juicio. Todo lo contrario. A la
conclusión se llega más comúnmente adoptando ciegamente la opinión corriente en
el momento entre aquellos con quienes se asocian.
Esta obra [Isis
Develada] que ahora se somete al juicio público se ofrece a quienes están
dispuestos a aceptar la verdad dondequiera que se encuentre y a defenderla,
incluso mirando de frente a los prejuicios populares. Aparte del clero, nadie
más que el lógico, el investigador y el intrépido explorador, debería entrometerse
en libros como éste, debido a que tales buscadores de la verdad tienen el
coraje de sus opiniones.
Diferentes perspectivas
Cuando hace
años viajamos por primera vez al Oriente, entramos en contacto con ciertos
hombres dotados de un poder tan misterioso y de un conocimiento tan profundo
que verdaderamente podemos designarlos como los sabios de Oriente.
A sus
instrucciones prestamos oído atento. Ellos nos mostraron que al combinar la
ciencia con la religión, la existencia de Dios y la inmortalidad del espíritu
del hombre pueden demostrarse como un problema de Euclides. La filosofía
oriental no tiene lugar para otra fe que una fe absoluta e inamovible en la
omnipotencia del propio ser inmortal del hombre. Esta omnipotencia proviene del
parentesco del espíritu del hombre con el Alma Universal: ¡Dios!
Desde entonces
la ciencia, la teología, toda hipótesis y concepción humanas nacidas de un
conocimiento imperfecto, perdieron para siempre su carácter autoritario a
nuestra vista.
Tal
conocimiento no tiene precio; y se ha ocultado sólo a aquellos que lo pasaron
por alto, lo ridiculizaron o negaron su existencia. Nuestro Ego, eso que
vive y piensa y siente independientemente de nosotros en nuestro “ataúd mortal”
[o sea el cuerpo físico] hace más que creer. Sabe que existe un Dios en la naturaleza, por el Artífice único e
invencible de todas las vidas en nosotros como nosotros vivimos en Él.
Ninguna fe dogmática
o ciencia exacta es capaz de arrancar de raíz ese sentimiento intuitivo
inherente al hombre, una vez que éste lo ha realizado plenamente en sí mismo.
Difícil, más aún, imposible, como le parece a la ciencia descubrir el motor
invisible y universal de toda la vida, explicar su naturaleza, o incluso
sugerir una hipótesis razonable para la misma, el misterio es solo la mitad de
un misterio, no simplemente para los grandes adeptos y videntes, sino incluso
para los verdaderos y firmes creyentes en un mundo espiritual.
Al simple
creyente le queda la fe divina. Este último está firmemente arraigado en
sus sentidos internos; en su creencia con la cual la fría razón no tiene nada
que ver, siente que no pueden
engañarlo.
Que los dogmas
erróneos de origen humano y los sofismas teológicos se contradigan entre sí;
que uno desplace al otro, y la sutil casuística de un credo llegue a derribar
el astuto razonamiento de otro; aún así la verdad permanece una, y no hay
religión, ya sea cristiana o pagana, que no esté firmemente edificada sobre la
roca de las edades que son: la verdadera divinidad y el espíritu inmortal.
-
"¡Hay un Dios personal,
y hay un Diablo personal!"
truena el predicador cristiano.
-
"No hay Dios personal, excepto la materia gris en
nuestro cerebro, y tampoco hay Diablo", responde con desdén el materialista.
Entre la
ciencia y la teología hay un público desconcertado, que pierde rápidamente toda
creencia en la inmortalidad personal del hombre, en una deidad de cualquier
tipo, y desciende rápidamente al nivel de la mera existencia animal.
La naturaleza
humana es como la naturaleza universal en su aborrecimiento del vacío. Siente
un anhelo intuitivo por un Poder Supremo. La humanidad tiene un deseo innato e
incontenible. Y este es el anhelo de las pruebas de la inmortalidad, porque
¿Cómo podría haber permanecido tal creencia durante incontables edades, si no
fuera debido a que entre todas las naciones, ya sean civilizadas o salvajes, al
hombre se le ha permitido la prueba demostrativa?
¿No es la
existencia misma de tal creencia una evidencia de que tanto el filósofo
pensante como el salvaje irrazonable se han visto obligados a reconocer el
testimonio de sus sentidos?
Habiéndosele
prohibido buscarlo donde sólo se encontrarían sus huellas, el hombre llenó el
doloroso vacío con el Dios personal que sus maestros espirituales construyeron
para él a partir de las ruinas desmoronadas de los mitos paganos y las viejas
filosofías. ¿Cómo explicar de otro modo el surgimiento de nuevas sectas,
algunas de ellas absurdas sin medida?
El hombre materialista
El escepticismo
sincero en cuanto a la inmortalidad del alma del hombre es una enfermedad, una
malformación del cerebro físico, y ha existido en todas las épocas. Así como
hay niños que nacen con una costra en la cabeza, así hay hombres que son
incapaces hasta su última hora de liberarse de ese tipo de costra que
evidentemente envuelve sus órganos de espiritualidad.
Los que se
resignan a una existencia materialista, cerrando así el resplandor divino que
derrama su espíritu durante su peregrinación terrena, y sofocando la voz de
advertencia de esa fiel centinela que es la conciencia, y que sirve de foco a
la luz en el alma; seres como estos, habiendo dejado atrás la conciencia y el
espíritu, y cruzado los límites de la materia, necesariamente tendrán que
seguir sus leyes.
Estamos en el
fondo de un ciclo y evidentemente en un estado transitorio. Platón divide el
progreso intelectual del universo durante cada ciclo en períodos fértiles y
estériles. Durante los períodos estériles, la visión espiritual de la mayoría
de la humanidad está tan cegada que pierde toda noción del poder superior de su
propio espíritu divino. Estamos en un período árido: el siglo XVIII, durante el
cual la fiebre maligna del escepticismo irrumpió de manera irrefrenable, ha
supuesto la incredulidad como enfermedad hereditaria en el XIX. El intelecto
divino está velado en el hombre; sólo su cerebro animal filosofa.
La razón, la
consecuencia del cerebro físico, se desarrolla a expensas del instinto, la
reminiscencia parpadeante de una omnisciencia que alguna vez fue divina: el
espíritu. La razón sirve sólo para la consideración de las cosas materiales; es
incapaz de ayudar a su poseedor hacia el conocimiento del espíritu.
Al perder el
instinto, el hombre pierde sus poderes intuitivos, que son la corona y el
ultimátum del instinto. La razón es el arma torpe de los científicos; la
intuición, la guía infalible del vidente. El cerebro se alimenta, vive y crece
en fuerza y poder a expensas de su padre espiritual. Su objetivo es el
desarrollo y la comprensión más completa de la vida natural y terrenal; y así
sólo puede descubrir los misterios de la naturaleza física.
Su dolor y
miedo, esperanza y alegría, están todos íntimamente mezclados con su existencia
terrestre. Ignora todo lo que no puede ser demostrado por sus órganos de acción
o sensación. Comienza por volverse virtualmente muerto; muere al fin por
completo y es aniquilado. Cuando llega la muerte, ya no queda un alma
que liberar. Toda la esencia de este último ya ha sido absorbida por el sistema
vital del hombre físico.
Nuestro ciclo
actual es preeminentemente uno de tales muertes del alma. Damos codazos a
hombres y mujeres sin alma en cada paso de la vida.
El hombre espiritual
Hay
revelaciones de los sentidos espirituales del hombre en las que se puede
confiar mucho más que en todos los sofismas del materialismo. El instinto es
más digno de confianza que la razón más instruida y desarrollada, en cuanto al
sentido interior del hombre que le asegura su inmortalidad.
El instinto es
la dotación universal de la naturaleza por el Espíritu de la Deidad misma; la razón
en cambio es el lento desarrollo de nuestra constitución física, una evolución
de nuestro cerebro material adulto. El instinto, como chispa divina, crece y se
desarrolla según la ley de la doble evolución, física y espiritual. Es el instinto
divino en su incesante progreso de desarrollo.
Pero si el
conocimiento de los poderes ocultos de la naturaleza abre la vista espiritual
del hombre y lo conduce infaliblemente hacia una veneración más profunda por el
Creador, por otro lado la ignorancia, la estrechez dogmática y el miedo
infantil de mirar al fondo de las cosas, conduce invariablemente a la adoración
de fetiches y la superstición.
Dentro de los
límites de sus capacidades intelectuales, el verdadero filósofo no conoce
ningún terreno prohibido y debe contentarse con no aceptar ningún misterio de
la naturaleza como inescrutable e inviolable. El fanatismo en la religión, el
fanatismo en la ciencia o el fanatismo en cualquier otra cuestión se convierte
en un pasatiempo y no puede sino cegar nuestros sentidos.
El dogmatismo
"No hay
falacia más fatal que la de que la verdad prevalecerá por su propia fuerza, que
sólo hay que verla para abrazarla. De hecho, el deseo de la verdad real existe
en muy pocas mentes, y la capacidad de discernirla en menos aún. Cuando los
hombres dicen que están buscando la verdad, ellos quieren decir que están
buscando evidencia para apoyar algún prejuicio o predisposición. Sus creencias
se moldean a sus deseos. Ellos ven todo, y más que todo, lo que parece decir
por eso que desean; están ciegos como murciélagos a cualquier cosa que se diga
en contra de sus creencias. Y los científicos no están más exentos de este
defecto común que las otras personas."
Han surgido
muchos hombres que han tenido vislumbres de la verdad y se imaginaban que lo
tenían todo, pero ellos han fracasado en lograr el bien que podrían haber hecho
y buscado hacer, porque la vanidad les ha hecho empujar su personalidad a una
prominencia tan indebida como para interponerla entre sus creyentes y toda la
verdad que está detrás.
El mundo no
necesita ninguna iglesia sectaria, ya sea de Buda, Jesús, Mahoma, Swedenborg,
Calvino o cualquier otra. Siendo sólo UNA La Verdad, el hombre requiere sólo de
una iglesia que es el Templo de Dios que está dentro de nosotros, amurallado
por la materia, pero penetrable para cualquiera que pueda encontrar el camino; los
puros de corazón ven a Dios.
Si por cristianismo
se entiende las formas religiosas externas de adoración, entonces a los ojos de
todo hombre verdaderamente religioso que ha estudiado antiguas creencias
exotéricas y su simbología, el cristianismo es paganismo puro, y el catolicismo
con su culto fetichista es mucho peor, y más pernicioso que el hinduismo en su
aspecto más idólatra.
El eterno
conflicto entre las religiones del mundo: cristianismo, judaísmo, brahmanismo,
paganismo, budismo, procede de esta única fuente: la verdad es conocida sólo
por unos pocos; mientras que los demás que no quieren quitar el velo de su
propio corazón, lo imaginan cegando los ojos de su prójimo. El dios de toda
religión exotérica, incluida la cristiana, a pesar de sus pretensiones de
misterio, es un ídolo, una ficción, y no puede ser otra cosa.
Nunca hubo ni
puede haber más de una religión universal, porque no puede haber más que una
verdad acerca de Dios. Y como una inmensa cadena cuyo extremo superior, el
alfa, permanece invisible emanando de una Deidad –in statu absconditu
con toda teología primitiva– rodea nuestro globo en todas direcciones; no deja
sin visitar ni el rincón más oscuro, antes de que el otro extremo, el omega,
vuelva a su camino para ser nuevamente recibido donde primero emanó.
En esta cadena
divina estaba ensartada la simbología exotérica de cada pueblo. Su variedad de
forma es impotente para afectar su sustancia, y bajo sus diversos tipos ideales
del universo de la materia, simbolizando sus principios vivificantes, la imagen
inmaterial incorrupta del espíritu del ser que los guía es la misma.
Hasta el lugar donde
puede llegar el intelecto humano en la interpretación ideal del universo
espiritual, sus leyes y poderes, la última palabra fue pronunciada hace siglos.
Desde entonces los cerebros humanos se han sometido a la tortura durante miles
de años; la teología confunde la fe y la mina con la imposición de dogmas
incomprensibles en la metafísica; y la ciencia fortalece el escepticismo al
derribar los restos tambaleantes de la intuición espiritual en la humanidad,
con sus demostraciones de su falibilidad. Pero la verdad eterna nunca puede ser
destruida.
Filosofía
verdadera y verdad divina son términos convertibles. Una religión que teme a la
luz no puede ser una religión basada ni en la verdad ni en la filosofía; y por consiguiente
debe ser falsa.
Los Misterios antiguos eran misterios sólo para los profanos a
quienes los hierofantes nunca buscaron ni aceptaron como prosélitos; a los
iniciados se les explicaron los Misterios tan pronto como se retiró el último
velo. Ninguna mente como la de Pitágoras o la de Platón se habría contentado
con un misterio insondable e incomprensible, como el del dogma cristiano.
Los iniciados
Kapila, Orfeo,
Pitágoras, Platón, Basílides, Marciano, Amonio y Plotino, fundaron escuelas y
sembraron los gérmenes de muchos nobles pensamientos, y al desaparecer dejaron
tras de sí el fulgor de los semidioses. Pero las tres personalidades de
Christna, Gautama y Jesús aparecieron como verdaderos dioses, cada uno en su
época, y legaron a la humanidad tres religiones edificadas sobre la roca
imperecedera de los siglos.
Pero que de esas
tres, especialmente la fe cristiana, se hayan adulterado con el tiempo, y esta
última sea casi irreconocible, no es culpa de ninguno de los nobles reformadores.
Son los autoproclamados labradores sacerdotales de la "vid del Señor"
los que deben rendir cuentas a las generaciones futuras.
Purificad los
tres sistemas de la escoria de los dogmas humanos, la pura esencia remanente se
hallará idéntica. Gautama-Buddha se refleja en los preceptos de Cristo; Paul y
Philo Judaeus son ecos fieles de Platón; y Ammonio Saccas y Plotino ganaron su
fama inmortal al combinar las enseñanzas de todos estos grandes maestros de la
verdadera filosofía.
"Examinadlo
todo, aferraos a lo bueno", debería ser el lema de todos los hermanos de
la tierra. Pero esto no es así con los intérpretes de la Biblia.
Los videntes,
hombres justos, que habían alcanzado la ciencia más alta del hombre interior y
el conocimiento de la verdad, como Marco Antonino, recibieron instrucciones
"de los dioses" durante el sueño y de otra manera.
Ayudados por
los espíritus más puros, aquellos que moran en "regiones de eterna
bienaventuranza", han observado el proceso y advertido a la humanidad en
repetidas ocasiones.
El escepticismo
puede burlarse; la fe, basada en el conocimiento y la ciencia
espiritual, cree y afirma. La Vida Espiritual es el único principio primordial
de arriba; La Vida Física es el principio primordial de abajo,
pero son uno bajo su aspecto dual.
Cuando el
Espíritu esté completamente libre de las trabas de la correlación, y su esencia
se haya purificado tanto que se reúna con su CAUSA, puede (y sin embargo quién
puede decir si realmente lo hará) tener un atisbo de la Verdad Eterna.
Pero hasta
entonces no nos construyamos ídolos a nuestra propia imagen, y tampoco aceptemos
las sombras por la Luz Eterna.
La idea que
tiene un hombre de Dios es esa imagen de luz cegadora que ve reflejada en el
espejo cóncavo de su propia alma, y sin embargo esto no es, en verdad, Dios,
sino sólo Su reflejo. Su gloria está allí, pero es la luz de su propio Espíritu
lo que el hombre ve, y es todo lo que puede soportar mirar.
Cuanto más
claro sea el espejo, más brillante será la imagen divina. Y es por eso que en el
yogin extático, o en el vidente iluminado, el espíritu brillará como el sol del
mediodía. Mientras que en cambio en el hombre degradado por la atracción
terrenal, el resplandor ha desaparecido, pues el espejo está oscurecido por las
manchas de la materia. Tales hombres niegan a su Dios y voluntariamente
privarían a la humanidad del alma de un solo golpe.
Las
especulaciones más profundas y trascendentales de los antiguos metafísicos se
basan todas en ese gran principio que subyace a toda su metafísica religiosa:
la ilusión de los sentidos. Todo lo que es finito es ilusión, todo lo
que es infinito y eterno es realidad. Los objetos de los sentidos, siendo
siempre engañosos y fluctuantes, no pueden ser una realidad. Solo el espíritu
es inmutable.
El axioma
hermético sostiene que sólo la Causa Primera y sus emanaciones directas,
nuestros espíritus, son incorruptibles y eternas. Christos, como unidad, no es
más que una abstracción que representa la agregación colectiva de las
innumerables entidades espirituales, que son las emanaciones directas de la
PRIMERA CAUSA infinita, invisible e incomprensible: los espíritus individuales
de los hombres, erróneamente llamados almas.
Estos son los
hijos divinos de Dios, de los cuales algunos sólo eclipsan a los hombres
mortales; algunos permanecen para siempre espíritus planetarios, y algunos (la
minoría más pequeña y rara) se unen durante la vida con algunos hombres.
Seres
semejantes a Dios como Gautama-Buda, Jesús, Tissoo, Christna y algunos otros se
habían unido a sus espíritus de forma permanente, por lo que se convirtieron en
dioses en la tierra. Otros, como Moisés, Pitágoras, Apolonio, Plotino,
Confucio, Platón, Jámblico y algunos santos cristianos, habiendo estado tan
unidos a intervalos, han pasado a la historia como semidioses y líderes de la
humanidad.
El Logos
griego, el Mesías hebreo, el Verbum latino y el Viradj hindú son idénticamente
iguales. Representan una idea de entidades colectivas, de llamas separadas del
único centro eterno de luz.
Es por el
espíritu de las enseñanzas de Buda y Pitágoras que podemos reconocer tan
fácilmente la identidad de sus doctrinas. El alma universal que todo lo
penetra, el Anima Mundi, es Nirvana; y Buda, como nombre genérico, es la
mónada antropomorfizada de Pitágoras.
Cuando descansa
en Nirvana (que es la dicha final), Buda es la mónada silenciosa, morando en la
oscuridad y el silencio; él es también el Brahm sin forma, la Deidad sublime
pero incognoscible que impregna invisiblemente todo el universo. Siempre
que se manifieste, deseando imprimirse sobre la humanidad en una forma
inteligente para nuestro intelecto, ya sea que lo llamemos un avatar o
un Rey Mesías, o una permutación del Espíritu Divino, Logos, Christos, todo es
una y la misma cosa.
En cada caso es
"el Padre" que está en el Hijo, y el Hijo en "el
Padre". El espíritu inmortal eclipsa al hombre mortal. Entra en él, y
penetrando todo su ser, hace de él un dios que desciende a su tabernáculo
terrenal.
Todo hombre
puede convertirse en un Buda, dice la doctrina. Y así, a lo largo de la
interminable serie de edades, encontramos de vez en cuando hombres que más o
menos logran unirse "con Dios", como dice la expresión, pero
sería más correcto decir con su propio espíritu, como debemos traducir.
Los budistas
llaman a tales hombres Arhats. Aunque los espíritus humanos individuales
son innumerables, colectivamente son uno, ya que cada gota de agua extraída del
océano, metafóricamente hablando, puede tener una existencia individual, y aun
así ser una con el resto de las gotas que van a formar ese océano, porque cada
espíritu humano es un centelleo de la única luz omnipresente.
Este espíritu
divino anima la flor, la partícula de granito en la ladera de la montaña, el
león, el hombre. El mismo espíritu que anima la partícula de polvo, acechando latente
en ella, anima al hombre, manifestándose en él en su más alto estado de
actividad. Y esta doctrina de que Dios es la mente universal difundida a través
de todas las cosas es la base de todas las filosofías antiguas.
¿Quién está
mejor capacitado para impartirnos los misterios del más allá, tan erróneamente
pensados como impenetrables, que estos hombres que habiendo logrado a través de
la autodisciplina y la pureza de vida y propósito, lograr unirse con su
"Dios", se les concedió algunos vislumbres, por imperfectos que sean,
de la gran verdad?
El amor a la
verdad es inherentemente el amor al bien; y así prevaleciendo sobre todo deseo
del alma, purificándola y asimilándola a lo divino, gobernando así cada acto
del individuo, eleva al hombre a una participación y comunión con la Divinidad.
Los hombres que
poseían tales conocimientos y ejercitaban tales poderes se esforzaban
pacientemente por algo mejor que la vana gloria de una fama pasajera. No
buscándolo, se hicieron inmortales, como todos los que trabajan por el bien de
la humanidad, olvidándose de sí mismos. Iluminados con la luz de la verdad
eterna, estos alquimistas ricos-pobres fijaron su atención en las cosas que
están más allá del conocimiento común, reconociendo nada inescrutable excepto
la Primera Causa, y encontrando ninguna pregunta irresoluble.
Atreverse,
saber, querer y CALLAR, era su regla constante; ser benéfico, desinteresado y
sin pretensiones eran para ellos, impulsos espontáneos. Desdeñando las
recompensas del pequeño tráfico, desdeñando la riqueza, el lujo, la pompa y el
poder mundano, ellos han aspirado al conocimiento como la más satisfactoria de
todas las adquisiciones.
(Nota:
Las referencias de volumen y página a Isis
Develada son en el orden de los extractos como sigue: II, 343; II, 567;
II, 593; II, 374; I, 39; I, v; II, iv; I, vi; I, vii; I, 36; I, 467; I, 36; I,
x; I, 36-7; I, 115; I, 328; I, 247; I, 433; II, 368-9; I, 424; I, 425; II, 41;
I, 402; I, 615; II, 635; II, 80; I, 307; I, 560; I, 561; II, 121; II, 536; II,
84; II, 369; II, 402; I, xviii; II, 157; II, 158; I, 502; II, 159; II, 158-9;
I, 291; I, 292; I, 289; I, 292; I, xiii; I, 66-7.)
(Revista
Teosofía, Los Ángeles, mayo de 1917, p.307-314)
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