Madame Blavatsky y Henry Olcott vivían en la India en la Sede Central de la Sociedad Teosófica situado en Adyar, pero en 1884 ellos hicieron una gira por Europa de varios meses, y posteriormente el coronel Olcott en su libro "Las Hojas de un Viejo Diario III" relató lo siguiente sobre esa gira:
CAPÍTULO 6B
Preparativos para ir a Europa
Los budistas cingaleses obtuvieron mi promesa de ir a Londres para tratar de remediar sus dificultades religiosas, y comencé entonces a efectuar los preparativos necesarios, primeramente para ir a Colombo, a fin de hacer los arreglos definitivos, y después para el viaje a Europa.
Para prever todo acontecimiento, reuní al Consejo el 20 de enero de 1884 y puse en sus manos, hasta mi regresó, la dirección de los asuntos de la Sociedad Teosófica.
Al día siguiente salí para Tuticorin, el puerto más meridional de la India, y del cual salen los vapores para Colombo. El Consejo decidió que H.P.B. me acompañase a Europa, y mientras yo permanecía en Ceylán, ella se puso por su parte a hacer los preparativos que necesitaba.
En el barco de Tuticorin encontré a dos jóvenes nobles rusos y un amigo de ellos muy rico, que habían sido atraídos a la India por los románticos relatos del libro "Las Grutas y Selvas del Indostán# escrito por Blavatsky, tal como aparecieron originalmente en el periódico Russky Vyestnik. Aquellos jóvenes me dijeron que toda la Rusia se había sentido conmovida y encantada.
En cuanto desembarqué en Colombo, organicé una reunión con los más destacados budistas, bajo la presidencia de Sumangala, para examinar la situación, y en la reunión siguiente, al otro día se organizó la Comisión de Defensa Budista, que tan útil fue más tarde, con personas bien elegidas y un reglamento sencillo y lleno de buen sentido.
Me encargaron que fuese a Londres como miembro honorario y delegado especial de la Comisión. A esto siguieron visitas al gobernador, al agente del gobierno, al inspector general de policía y a otros funcionarios; además, unas asambleas variadas de budistas, la preparación de diversas peticiones y memoriales, etc.
En vista de lo que podría ocurrir, los grandes sacerdotes de los dos antiguos monasterios reales de Kandy, al mismo tiempo que Sumangala y otros sacerdotes de las provincias marítimas, se reunieron para darme plenos poderes a fin de representarlos en la admisión de candidatos al Budismo, haciéndoles repetir el Pansil, es decir, los cinco preceptos.
Los principales objetos de mi viaje a Inglaterra eran:
Primero, convencer al gobierno de la impotencia de los budistas cingaleses para obtener justicia en caso de ataque criminal como en el de los católicos que recientemente habían dispersado una procesión budista y derramado sangre sin que los culpables hubieran sido castigados.
Segundo, obtener del gobierno el nombramiento de los reegistrars budistas para los casamientos, de suerte que los budistas no se viesen obligados a recurrir a un funcionario de una fe hostil a la suya.
Tercero, tratar de hacer recaer un acuerdo sobre la cuestión de la administración de los bienes temporales de los monasterios budistas, cuyos derechos desde hacía mucho tiempo no eran reconocidos por los administradores laicos, para vergüenza de los funcionarios coloniales negligentes.
Cuarto, obtener un decreto declarando fiesta legal el día del nacimiento del Buda, la luna llena de Mayo, ya que mientras todas las grandes sectas de la India disfrutaban de su fiesta particular, aquellos pobres cingaleses dulces y pacientes no tenían nada semejante.
Antes de partir llevé a Sumangala a casa del gobernador para terminar una discusión que yo había tenido con el último acerca de dicha fiesta, y Sir Arthur nos permitió que contásemos con su amistoso apoyo cuando el asunto le fuera enviado del Ministerio Colonial, al cual yo debía llevarlo.
Cuando llegué a Adyar, encontré al señor Saint-Georges Lane Fox, ingeniero electricista, uno de nuestros nuevos miembros.
H.P.B. había salido para Kathiavar con el doctor Hartmann para hacer una visita al Takur Saheb de Wadhvan, miembro de la Sociedad Teosófica.
Terminé mis asuntos de prisa y los viajeros de Wadhvan se me unieron en Bombay el 18 de febrero.
El viaje a Europa
El 20 nos embarcamos en el “Chandernagor”, un excelente buque francés, con un todavía más excelente comandante, el capitán Dumont, con el cual he cultivado siempre la amistad. Ahora se encuentra como director en jefe del movimiento en el canal de Suez.
Nuestro grupo se componía de H.P.B., Mohini M. Chatterji, B. J . Padshah, parsi, uno de los graduados más brillantes de la universidad de Bombay, y yo. Además Babula, nuestro fiel criado.
Antes de salir, aumenté la importancia de la comisión encargada de administrar el Cuartel General, agregando a ella al doctor Hartmann, al señor Lane Fox y… al señor Coulomb.
Los que saben lo que ocurrió después podrán asombrarse de esta última designación, pero hasta aquel momento no había sucedido absolutamente nada que pudiese dar una mala opinión de él.
. . .
Pero volvamos al “Chandernagor” en donde día tras día H.P.B. trabajaba en el camarote del capitán haciendo la traducción francesa de "Isis Develada" que le habían pedido nuestros colegas franceses.
Salvo un poquito de mal tiempo en el Mediterráneo, el viaje fue excepcionalmente tranquilo y encantador; el capitán mismo dijo que nunca había hecho uno tan bueno. Cuando llegamos a Marsella, el 12 de marzo, se nos mandó en cuarentena al Frioul a causa del estado sanitario de Bombay.
Eso era irritante, después de un viaje tan largo y con lo impacientes que estábamos por pisar tierra.
Se produjo una tormenta y nuestro barco se vio tan zarandeado en el puerto de Frioul que se rompieron tres de nuestras amarras, y si la cuarta no hubiese resistido hubiéramos naufragado en el puerto.
Pero afortunadamente se mantuvo firme, y al cabo de veinticuatro horas salimos de la cuarentena para Marsella, pasando por delante del castillo de If, donde se enseña a los cándidos los calabozos de Montecristo y del abate Faría, que jamás existieron fuera de la fértil imaginación de Alejandro Dumas.
Nuestros fieles y distinguidos amigos, el barón Spedalieri y el comandante Courmes, nos esperaban en el desembarcadero, y se mostraron llenos de atenciones para nosotros y de respeto para H.P.B.
Ninguno de sus innumerables admiradores era tan capaz de medir sus capacidades ocultas y literarias como aquel gran cabalista de Marsella.
Cada vez que paso de nuevo por Marsella, tengo una gran alegría al volver a su casa y sentirme estrechado por los brazos de este afectuoso patriarca, cuyo espíritu a los ochenta y cinco años se encuentra tan vigoroso como cuando nuestro desembarco en 1884.
Respecto a la fidelidad y la simpatía siempre constante del comandante Courmes, son bien conocidas y apreciadas por todos los lectores de la literatura teosófica.
CAPÍTULO 7
Estancia en Niza
Dos días después de nuestro arribo, salimos para Niza H.P.B y yo acudiendo a la invitación de lady Caithness, duquesa de Pomar, mientras que Mohini y Padshah nos precedían a París.
Nuestra huéspeda hizo todo lo posible para que estuviésemos a gusto en su palacio Tiranti y para atraer alrededor de H.P.B. esa selección de la nobleza que se agolpa en la Riviera durante los meses de invierno.
Todos los días acudían para hablar de Teosofía y casi todas las noches se efectuaban reuniones en las que la exposición y discusión de nuestros principios eran seguidas de aquellas cenas ligeras para las cuales lady Caithness tenía un especial talento.
Yo estaba encantado de aquella primera visita íntima de la alta sociedad continental, y H.P.B. también lo estaba al encontrar después de tantos años de voluntaria expatriación, compatriotas con los cuales podía hablar en ruso y que le daban directas noticias de las familias entre las que ella había pasado su juventud.
H.P.B. puede haberse mostrado iconoclasta bajo muchos aspectos, pero jamás existió un ruso más entusiasta que ella, aunque optó por la nacionalidad norteamericana y renunció al Zar y a todos los soberanos. Me figuro que lo hizo como tomó a sus dos maridos: sea por capricho, sea por alguna razón oculta que no trascendió.
El coronel Evans y su señora, de Cimiez, se mostraron como dos nuevos amigos muy preciosos; ellos tenían una espléndida villa que nos pareció más asoleada a causa de su cariñosa acogida.
También encontramos en Niza a la señora Agata Hammerlé, una rusa sumamente culta, asombrosa políglota y en correspondencia regular con la mitad de los sabios célebres de Europa que se ocupan de estudios psicológicos.
Consagramos una noche a Camilo Flammarion, el astrónomo de París, que entonces era miembro de nuestra Sociedad. Otras dos noches fueron ocupadas en parte por los experimentos magnéticos del señor Robert, el profesional parisién, y otra vez fui con la señora Hammerlé a oír una conferencia acompañada de experimentos del profesor Guidi, especialista italiano.
Habría que preguntar a los que no creen en la transmisión del pensamiento, cómo explicarían uno de dichos experimentos en el que yo tomé parte.
El conferenciante tenía dos mujeres como ayudantes, de las cuales una tocaba el piano y la otra le servía de sujeto. Nos hizo observar el efecto de la música sobre la segunda, después de haber demostrado su insensibilidad con pellizcas, sacudidas y ruidos fuertes, le ordenó que oyese la música y ella comenzó a responder con sus movimientos físicos a todos los cambios de carácter de la música, expresando con gestos dramáticos los sentimientos que le inspiraba.
El orgullo, la cólera, la alegría, el afecto, el desdén, la desconfianza y el terror, se pintaban en aquella mujer en catalepsia, cual si hubiese sido un instrumento de música vibrando bajo los dedos de la pianista.
El señor Guidi nos dijo entonces que si alguien deseaba comprobar por sí mismo la susceptibilidad del sujeto para recibir las sugestiones mentales, él accedería. En seguida me levanté y me ofrecí para el experimento.
El conferenciante se me acercó y me dijo que yo debía concentrar mi pensamiento en el preciso momento en que deseara fijar al sujeto en la posición en que se hallase, y cuando estuvo seguro de que le había comprendido bien, me tomó la mano reteniéndola un momento y después se alejó.
Hizo tocar de nuevo el piano y el sujeto hipnotizado reanudó sus poses plásticas. Yo la miraba bien, y después, apoyando la barba en mi bastón, y bajando los párpados en forma de poder ver a través de las pestañas sin que la mirada pudiese darle idea de mi intención, elegí un momento en que con una expresión de lo sublime, se encontraba tan inclinada para atrás, que parecía próxima a caer, sosteniéndose tan sólo por los músculos de las piernas. Era una actitud tan difícil, que una persona en su estado natural no hubiera podido conservarla un minuto.
Sin hacer el menos gesto ni dar la menor señal, le ordené mentalmente que se quedara rígida. Ella obedeció instantáneamente; apenas tuve el tiempo para formular mi pensamiento interior, cuando ella ya lo había percibido y ejecutado. Con la cabeza hacia atrás, el torso doblado sobre las caderas en ángulo oblicuo, los brazos en el aire completamente estirados, las rodillas dobladas hacia adelante, parecía dura como una estatua de bronce.
Este experimento me pareció muy instructivo, tanto más cuanto que sólo bastó al magnetizador una simple presión de mano para ponerme en relación psíquica con el sujeto, sin que ni ella ni yo hubiéramos pronunciado una sola palabra.
A propósito del señor Robert, del que antes hablé, recuerdo que nos contó una historia que encierra una lección útil para todos los magnetizadores.
Había un cierto sujeto clarividente que un día mientras se encontraba dormido en sueño lúcido, le dijo a su magnetizador que la tienda de cierto joyero de Niza sería atacada por unos ladrones en determinada noche.
Robert, viendo en ello una excelente ocasión para dar esplendor a las doctrinas de Mesmer, y probablemente también para hacer una buena propaganda en provecho propio, fue a casa del joyero en cuestión, le dio su tarjeta y le aconsejó que la noche indicada tomara especiales precauciones contra los ladrones.
El joyero le dio las gracias, pero dijo que no creía lo más mínimo en la clarividencia, Y que en todo caso, su local estaba al abrigo de los ladrones. Sin embargo, sucedió que el robo anunciado se efectuó en la fecha indicada produciendo la consiguiente agitación: denuncia a la policía y lamentaciones habituales.
De pronto el joyero recordó la tarjeta del magnetizador y el joyero pensó que el magnetizador evidentemente sabía todo de antemano y se había presentado para sacar dinero, pero al no lograrlo entonces sus cómplices habían dado el golpe.
Llevó la tarjeta al comisario de policía y el inocente señor Robert fue citado para interrogarle. El magnetizador acudió y el policía le declaró que no creía en la clarividencia y que era menester dar una explicación más plausible de su previsión del robo.
El infortunado Robert salió del asunto con gran trabajo, llamando a cierto número de las personas más conocidas en Niza, para certificar su buena reputación, pero tuvo que hacer desaparecer secretamente a su inocente clarividente para sustraerlo a los policías de Niza.
Se admitirá tal vez que historias semejantes expliquen el por qué de la extrema repugnancia que todos los magnetizadores honrados manifiestan para permitir que sus sujetos ayuden a descubrir los criminales.
Muchos amigos de H.P.B. saben que ella estuvo a punto de sufrir una acusación de complicidad por asesinato en Rusia porque a petición de su padre y del inspector de policía del distrito, ella descubrió por clarividencia al verdadero autor.
Esto apoya aún más el consejo preventivo que dirijo a todos los magnetizadores que tienen la suerte de tener bajo su control a un buen clarividente y cuya ayuda solicita la policía: ¡Abstenéos!
Resultó ser la época de la batalla de flores en Niza y me agradó ver una de las más encantadoras maneras que la gente a la moda había inventado para matar el tiempo.
Era muy bonito, por cierto, pero también un poco triste, porque al ver la rutina de infantiles diversiones que cada año se sigue sin cambiar nada de su monotonía. Uno se da bien cuenta de cómo las clases superiores se hallan lejos de pensar en las cosas serias y están sumergidas en los placeres sensuales.
Aunque sus sentimientos pueden ser atizados de pronto hasta la exaltación por medio de un gran predicador o una gran idea puesta en circulación en un momento oportuno.
Sé con seguridad que señoras de la mejor sociedad y hasta princesas de sangre real, leen libros teosóficos y piensan como los teósofos; es un poco de levadura que trabaja la masa y esa influencia continuará creciendo.
Sin los diferentes escándalos que han estallado alrededor de nuestro movimiento después de 1884, los miembros de la aristocracia y de la alta burguesía europea no hubieran sentido tanta repugnancia en declararse teósofos, sentimiento que aún hoy existe en cierta medida.
Mas el mayor obstáculo en nuestro camino es el completo imperio de esa rutina social que existe en las clases sociales elevadas, y la manera irremediable como el individuo es arrastrado en ese remolino de placeres, de pasatiempos y de carrera del olvido.
Apartadas de la muchedumbre, algunas entidades capaces de leer y de pensar desarrollarían todo lo que en ellas hay de bueno, pero rodeadas como lo están, resultan encarnaciones perdidas.
Al dejar Adyar creí haber terminado con las curaciones; no obstante, a petición de H.P.B., me decidí a efectuar la de tres señoras rusas que encontré en casa de lady Caithness el 25 de marzo; eran una princesa, una condesa y una baronesa. La segunda era prima de H.P.B., y la tercera una amiga de su infancia.
La princesa tenía un resto de hemiplejía que desde hacía doce años le impedía llevar la mano izquierda a la cabeza y servirse normalmente de su pie. En media hora le devolví la libertad de sus movimientos.
La condesa estaba sorda en extremo, pero al cabo de quince minutos oía una conversación sostenida en el tono corriente, y esa noche tuvo la alegría de oír un concierto como no podía hacerla desde años atrás.
Y a la tercera le quité una pequeña dolencia de la espina dorsal.
Estancia en Paris
Salimos H.P.B. yo de Niza para París, el 27 de marzo. Varios de nuestros nuevos amigos vinieron para acompañarnos hasta la estación.
Cuando llegamos a París el siguiente día por la noche, encontramos a Mohini, al doctor Thunnan M. S. T. y a William Q. Judge, que nos aguardaban en la estación para conducimos a la calle Notre-Dame-des-Champs, número 46, donde lady Caithness nos había alquilado un piso que H.P.B. habitó tres meses.
Se nos presentó una muchedumbre de visita y una multitud de preguntas sobre nuestra Sociedad y su objetivo. Entonces teníamos alrededor de cien Ramas. La prensa parisiense, siempre al acecho de una nota sensacional, nos hizo una propaganda de numerosas columnas.
El diario de Víctor Hugo 'Le Rappel' se puso a la cabeza de todos con un artículo de tres columnas acerca de “La Misión Budista en Europa”.
El curador Jacob
Nuestros antiguos amigos el doctor Ditson y su señora, vivían en París y fui con él a ver al famoso Sr. Jacob, pocos días después de nuestra llegada a Paris.
Los excepcionales poderes curativos de este hombre se manifestaron en el segundo imperio, y la prensa toda de Europa y de América comentó durante años sus milagros.
Fuimos recibidos amablemente y en seguida el señor Jacob dijo que me conocía de nombre como fundador de la Sociedad Teosófica y como magnetizador.
Él era un hombre de talla media, delgado, activo, lleno de fuerza nerviosa, con cabellos cortos, ojos negros decididos y bigote negro. Vestía ropa negra, con la levita abrochada y camisa escrupulosamente limpia.
Nos introdujo en su clínica, que era una habitación del piso bajo, larga y estrecha, con un banco que corría a lo largo de las paredes. Trataba un promedio de cincuenta enfermos por día, y como curaba desde hacía veinte años. Debería haber pasado por sus manos unos 300'000 pacientes.
Su método me chocó mucho. A la hora fijada se cerraba la puerta, los pacientes se sentaban en los bancos y el zuavo entraba en silencio, con un aire muy solemne, y se colocaba con los brazos cruzados en el centro de la extremidad del salón, cerca de la puerta.
Después de meditar unos instantes, levantaba la cabeza y lentamente examinaba con la mirada a cada enfermo con deliberada atención.
Comenzaba por el primero situado a su izquierda, se detenía bien enfrente de él, le miraba como para traspasarlo, y después, tocando alguna parte del cuerpo (a veces sin tocarlo) preguntaba:
- “¿Es ahí?”
Si la respuesta era afirmativa, daba una receta o hacía uno o dos pases y despedía al enfermo o le decía que se quedara.
Y después pasaba al siguiente.
Algunas veces, después de haber mirado a un enfermo, sacudía la cabeza diciendo: “¡Nada!”, para dar a entender que no podía hacer nada y que el paciente debía marcharse.
De tal suerte daba la vuelta a la sala, siempre silenciosa, grave, imponente, efectuando varias curaciones, ordenando a los otros que volviesen al día siguiente para ser tratados de nuevo, y no cobrando honorarios.
Para vivir contaba sólo con la venta de sus libros y de sus fotografías. Era un personaje chocante, un poco vanidoso, no quería a los médicos, quienes le perseguían ruinmente, ni a los curas.
Se recordará que yo acababa de dar fin a mis quince meses de curas magnéticas, y su método me extrañó mucho por su sencillez y eficacia. Era pura sugestión hipnótica, y eso no exigía gasto de vitalidad por parte del operador como con mi método.
Su calma imperturbable y su misteriosa penetración de los síntomas, el silencio, su paso sin ruido de un paciente a otro, cortado por las exclamaciones de alegría de quienes se veían libres de sus males delante de todos, creaba una atmósfera de expectativa, aumentada por su gran reputación de taumaturgo, según la cual las curas espontáneas se producían en el momento en que tocaba con el dedo el sitio del mal.
El principal factor era su actitud de absoluta confianza en su poder de vencer a la dolencia. Era una autosugestión colectiva; el mismo poder que permite al general Booth y a otros grandes “revivalistas” convertir a millares y millares de hombres.
En resumen, el método del Ejercicio de Salvación es una de las más fuertes aplicaciones de hipnotismo que jamás se han conocido.
El año pasado vi sus maravillosos efectos y 75 sujetos fueron invenciblemente atraídos por el sistema de Braid y Charcot al “banco de angustia”. El bombo golpeado rítmicamente, reemplaza al tam-tam que acompaña a los terroríficos ejercicios de los aissauas.
Otros curadores
Al otro día fuimos a ver otro curador, médium, llamado Eugenio Hippolyte hijo, que era conocido por curar “bajo control”. Era un hombre robusto, de tez amarilla; y con su consentimiento, ensayó su sensibilidad a mi magnetismo, y la hallé muy grande.
Yo hubiera podido curarlo de cualquiera dolencia que fuese, en dos o tres sesiones.
Después fuimos todavía a ver otro, Adolphe Didier, hermano del célebre Alexis, cuyas facultades clarividentes son históricas.
H.P.B. y yo hacíamos reuniones de conversación y discusión en casa de lady Caithness y de otros amigos, y Su Señoría ha relatado algunos de sus resultados en su libro titulado "El Misterio de las Edades" ("Le Mystère des Ages").
CAPÍTULO 8
Olcott en Londres
Me separé de H.P.B. el 5 de abril y tomé el tren para Londres con Mohini Catterji, debido a que me era necesario allanar las dificultades que se se estaban produciendo en el seno de la Rama Londres entre la señora Ana Kingsford, el señor Eduardo Maitland y sus amigos por una parte, y el señor Sinnett con el resto de los miembros por la otra, respecto al tema del valor relativo de la enseñanza inda y de la doctrina cristiano-egipcia que ella preconizaba.
Como la Logia amenazaba dividirse en dos bandos y mi misión era prevenir ese inconveniente, envié desde Niza una circular a todos los miembros inscritos en la Logia pidiéndoles que me escribiesen confidencialmente a París, cada uno por separado, lo que pensaban de la situación.
Llevaba dichas cartas conmigo en el tren para leerlas, y justamente leía un pasaje de la del Sr. Beltrán Keightley, en la cual él expresaba su firme convicción de que los Maestros arreglarían aquello del modo mejor, cuando de pronto cayó del techo del vagón una carta sobre la cabeza de Mohini.
Era de letra de K.H., dirigida a mí y contenía los consejos necesarios para zanjar la dificultad. Se hubiera dicho que llegaba respondiendo a la fiel confianza del corresponsal cuya carta yo leía.
Quisiera que todos en la Sociedad supieran en qué grado es cierto que esos Grandes Hermanos que están detrás de nosotros nos siguen con un ojo vigilante a los que entre nosotros trabajan con energía e intención desinteresada y pura. Nada puede existir más reconfortante que saber que nuestros esfuerzos no son vanos y que nuestras aspiraciones no quedan ignoradas.
Como todos los desacuerdos de ese género, el de la Logia de Londres tendía a crecer y aumentar hasta producir una ruptura en aquel grupo que en otro tiempo era armónico.
Era menester darle un fin a esa disputa –si era posible– y tal fue el asunto principal que me llevó a Londres. Si yo hubiese sentido la más ligera duda, ésta hubiera sido disipada por una carta que recibí por medio de un fenómeno en mi camarote a bordo del Shannon la víspera de mí llegada a Brindisi, y de la cual doy el extracto siguiente:
« Sea perfectamente dueño de sí mismo para poder adoptar el buen partido en este enredo occidental. Vigile su primera impresión. Sus errores provienen siempre de que usted descuida esta precaución; no se deje influenciar por sus predilecciones, sus sospechas, sus antipatías.
Se han producido entre los miembros, tanto en París como en Londres, desacuerdos que ponen en peligro al movimiento, trate de disipar esos errores lo mejor que pueda haciendo un llamamiento a los sentimientos de fidelidad de todos, a la causa de la verdad, si no a la nuestra.
Haga sentir a todos que nosotros no tenemos favoritos y que no tenemos preferencias por determinadas personas, sino que sólo tomamos en cuenta los actos y a la humanidad en general. »
En esta carta había además una gran verdad:
“Uno de los más preciosos resultados de la misión de Upasika (H.P.B.) es el de llevar a los hombres a estudiarse por sí mismos y destruir en ellos toda servilidad ciega hacia quienquiera que sea.”
¡Qué lástima que algunos de sus más ardorosos discípulos no hayan podido convencerse de eso! Se hubieran ahorrado el amargo disgusto que causaron a ellos mismos y a todos nosotros el éxito de varios ataques contra ella.
Sus insensatos desafíos de H.P.B. dieron ocasión a sus enemigos para sacar a relucir sus defectos de carácter, y demostrar que H.P.B. no era infalible, sino todo lo contrario.
Ella era bastante grande y tenía sobrados derechos a nuestros reconocimientos para que se intentase hacer de ella una diosa inmaculada e impecable.
Bueno prosigo con mi historia, en Londres tuve que vérmelas con una mujer instruida [Ana Kingsford], inteligente, segura de sí misma, ambiciosa y excéntrica; personalidad única, que se creía el ángel de una nueva época religiosa, reencarnación de Hermes, de Juana de Arco y de otros personajes históricos.
Yo me había asegurado, al estudiar las opiniones de todos los miembros de la Logia de Londres, que entre su enseñanza y la de los Sabios indos, el veredicto se volvía contra ella casi por unanimidad. No se trataba de que dejasen de apreciar sus grandes cualidades como merecía, sino que eran aún más apreciadas las de los Maestros.
Posiblemente la encontraban también un poco autoritaria para el gusto de las ideas inglesas. Lo primero que debía hacerse era ir a verla. No puedo decir que me agradó mucho, aunque pocos instantes me bastaron para sondear su fuerza intelectual y la extensión de su cultura.
Sus ideas acerca de los afectos humanos tenían algo de inquietante. Ella me dijo que jamás había amado a ningún ser humano; sus allegados le dijeron que esperase el nacimiento de su hijo y que en cuanto le viese ella sentiría subir en su interior una ola de amor materno que abriría la fuente de sus afectos.
Ella esperó, le mostraron el niño, y todo lo que sintió fue el deseo de que lo llevaran lejos de ella. No obstante desbordaba ternura por un conejo de Indias, y en la biografía que le escribió el Sr. Maitland "La Vida de Ana Kingsford", la coloreada pluma del autor nos ha hecho ver, como en un cinematógrafo mental, a su gran colega llevando consigo al animalito a todas partes en sus viajes, cubriéndole de caricias, y después celebrando los aniversarios de su muerte como se hace por un pariente cercano.
Al siguiente día habría de llevarse a cabo la elección anual de cargos para la Logia de Londres, de suerte que no había tiempo que perder. Ofrecí a la señora Kingsford extenderle una carta constitutiva para que formase una Rama suya que llevaría el nombre de Hermética: antes discutí el asunto con el señor Massey, amigo sincero suyo y mío.
Este ofrecimiento fue aceptado, y la elección se hizo sin obstáculos. Resultó electo presidente el señor G. B. Finch, vicepresidente y secretario el señor Sinnett, y la señorita Arundale tesorera.
Se iba haciendo todo muy bien, según la costumbre, cuando de pronto la entrada sensacional de H.P.B. interrumpió las operaciones. Yo la había dejado en París, pero ella había acudido sorpresivamente para asistir a esa reunión.
(Nota de Cid: después de esa reunión Blavatsky regresó a Paris.).
El grupo Kingsford-Maitland, que de antemano me hizo saber que no era candidato a las elecciones, antes del fin de la reunión me presentó su petición oficial de carta constitutiva para la nueva Rama, y yo en seguida prometí concederla.
El 9 de abril tuvo lugar en casa del señor Massey la reunión de organización de la Logia Hermética, la cual quedó así constituida. Entre los asistentes se hallaban, además de la señora Kingsford, el señor Maitland, el señor Kirby y el señor Massey, lady Wilde y sus hijos Oscar y Guillermo, y también la esposa e hijas del difunto doctor Keneally. Las tres solicitaron su admisión como miembros, que le fue acordada.
Mohini Chatterji me acompañaba y pronunció uno de los mejores discursos del día.
El lunes de pascua fui con la señorita Arundale y Mohini a Westminster Abbey para oír o un predicador de renombre, y después fuimos a la sede del Ejército de Salvación.
Todos dimos la preferencia a la señora Booth y a los oradores que la sucedieron, sobre la inanidad sin alma del sacerdote a la moda de la Abadía, cuyo discurso no poseía suficiente calor para vivificar a una amiba, en tanto que los otros desbordaban de fervor.
Jamás se alcanzará el Reino de los Cielos con sotana y estola, a menos que quien esté con ellos revestido se parezca más a las “lenguas de fuego” que a una caja llena de palabras de diccionarios y de frases de retórica.
El contraste del tropical calor de la India con los afilados vientos de Londres, sus días húmedos, y también la falta de ropas de abrigo, me produjeron durante dos o tres días un reuma pleural que hubiera podido llegar a ser serio sin los buenos cuidados de la señora y la señorita Arundale, en cuya casa me alojaba, y que demostraron ser la bondad encarnada.
Ya en pie el 16, asistí a una cena dada en mi honor en el Atheneum Club por el señor W.H. Coffin, de la Sociedad de Investigaciones Psíquicas, quien invitó para encontrarse conmigo a los señores: W. Crookes, el profesor W.F. Barret, el coronel Hartley, H.J. Wood, A.P. Sinnett, F. Podmore, E. Pease, Rev. Dr. Taefel, F. W. H. Myers y Ed. Gurney.
¡Ciertamente una brillante asamblea de sabios y escritores!
El 11 de mayo de 1884 comenzaron mis sesiones con los señores F.W.H. Myers y J.H. Stack. Un taquígrafo recogía las preguntas y las respuestas.
Era esto en los días anteriores al ataque de los Misioneros y los Coulomb, cuando la Sociedad Teosófica no había sido aún puesta en cuarentena y H.P.B. todavía no había sido declarada por la S.P.R. como la embustera más destacada y peligrosa de nuestra época.
El día 17 visité con Mohini el laboratorio del señor Crookes, quien nos enseñó varios experimentos de lo más interesante.
Al otro día cenamos con el señor Sinnett en una casa donde Mohini vio por vez primera una señora vestida según la absurda moda de esa sociedad de chiflados llamada La Reforma Estética; llevaba los cabellos revueltos como un nido de ratones, y enseñaba sus encantos más de lo necesario para chocar a las ideas indas de Mohini.
Y precisamente la suerte quiso que él fuese el encargado de conducirla a la mesa. Me dirigió una mirada desesperada no sabiendo qué hacer, y vi en sus ojos una extraña expresión que no comprendí y que yo no tenía tiempo de elucidar. Pero en el coche, cuando regresábamos, el misterio se aclaró y creí que me moría de risa.
Me preguntó:
- “¿Esa señora que conduje a la mesa, Se vuelve a veces peligrosa?”
Le repliqué:
- “¿Peligrosa? ¿Cómo, qué quiere usted decir?”, le repliqué.
Y él me contestó:
- “Pero, ¿está loca, no es cierto? En la mesa me preguntó si en la India no se reía jamás la gente; fue cuando usted contaba aquella historia cómica que hacía desternillar de risa a todos. Yo tenía todo el tiempo los ojos fijos en mi plato, por temor de provocarle una crisis cruzando la mirada con la suya; hubiera podido apoderarse de uno de los cuchillos que tenía junto a su plato. ¿Cómo hubiera podido reírme? ¿No le parece a usted que ellos no se portaron nada bien al endosarme esa señora sin decirme lo que convenía hacer si le daba un ataque?”
Mohini decía todo esto muy seriamente, con todo el candor de su alma, y no podía sostenerse de sorpresa al ver que me dio una risa loca que no podía contener. Pero se quedó bien tranquilo cuando por fin conseguí explicarle las cosas.
Él se había imaginado que aquella señora era una pariente loca de la familia, por lo general poco peligrosa, pero susceptible de ser presa de ataques nerviosos, y a la que “permitían vestirse así para tenerla tranquila”.
Veo en mi diario que la fundación de la Logia Hermética no bastó para apagar del todo la agitación de la antigua disputa. Casi todos los miembros deseaban aprovechar de ambas enseñanzas y pertenecer a las dos Logias. Esto mantenía la agitación, de suerte que tuve que promulgar un nuevo reglamento para prohibir a los miembros de la Sociedad Teosófica (M.S.T.) que pertenecieran a varias Logias al mismo tiempo; y en caso de ya pertenecer a dos, entonces deberían escoger el grupo al cual preferían unirse.
Esto amenazaba destruir la Logia Hermética. Después de consultar con el señor Massey, sugerí a la señora Kingsford que devolviese su carta constitutiva y fundase con sus amigos una sociedad independiente. Porque si la Sociedad Hermética se separaba, nuestras relaciones con ella serían las mismas que con otra sociedad cualquiera, como la Asiática, la Geográfica, la Astronómica, etc.
La señora Kingsford dio su asentimiento por medio del señor Massey, y la Logia Hermética cesó de existir, mientras que la Sociedad Hermética nacía teniendo como presidente a la señora Kingsford y al señor Maitland como vicepresidente.
La calma sucedió a la tempestad, la primera asamblea tuvo lugar el 9 de mayo, y me pidieron en ella que pronunciara un discurso; así lo hice, y en él formulé votos por la buena suerte de la nueva Sociedad, asegurándole mi simpatía.
Se comenzaban a interesar por las ideas teosóficas en todas las esferas de Londres. Despertado en un principio por la publicación del libro "El Mundo Oculto" del señor Sinnett –del cual el difunto Samuel Ward distribuyó 250 ejemplares entre sus amigos–, ese interés fue desarrollado por numerosos esfuerzos literarios o sociales, y ya podía preverse el impulso que más tarde adquirió.
Muchas personas que disfrutaban de una situación elevada en el mundo literario o en la nobleza, ingresaron en la Sociedad Teosófica. Era considerable el número de invitaciones que yo recibía para comer en compañía de los héroes del día, de los cuales había algunos que agradaban y otros no.
En casa de la señora Tennant encontré a Sir Edwin Arnold que me invitó a comer y me hizo el precioso regalo de algunas páginas del manuscrito original de "La Luz del Asia" que ahora constituye una de las curiosidades de la biblioteca de Adyar.
Con el señor Sinnett vi en casa de la señora Bloomfield Moore a Roberto Browning, y hablamos de Teosofía con aquel gran poeta. El conde Russell me hizo ir un día a su casa en Oxford, y lord Borthwick, miembro de la Sociedad, me tuvo de huésped quince días en Escocia.
En casa del uno, me encontré con un oficial de la casa de la reina y con un conocido general; en la del otro con uno de los más grandes pintores modernos.
En todas partes la Teosofía constituía el tema de la conversación; la marea subía. No debía tardar en bajar, pero nadie lo preveía todavía en Europa, porque el golpe debía partir de Madrás, preparado por los misioneros escoceses a quienes los Coulomb servían de instrumento.
Pronto llegaremos a ese capítulo de nuestra historia, puesto que nos encontramos en los acontecimientos del mes de abril de 1884, y la gran explosión se produjo varias semanas más tarde.
CAPÍTULO 10A
Olcott defiende a los budistas de Ceylán
Ahora hablemos sobre la misión con que los budistas de Ceylán me hicieron el honor de encargarme, y que me llevó a Londres en la primavera de 1884.
Los acontecimientos que motivaron la expresada misión son tan importantes y sus consecuencias han sido tan serias, que considero mi deber insistir un poco y citar, de acuerdo con los documentos que poseo, hechos que no se hallarían en ninguna otra parte.
Estaba pues encargado de llevar ante el Colonial Office en Londres ciertas quejas que los budistas de Ceylán no obtuvieron satisfacción en Ceylán.
. . .
El día de Pascua del año 1883, estalló una crisis que hubiera podido causar graves revueltas y ocasionar efusión de sangre, de no haber mediado la sabiduría y moderación de los jefes budistas.
Si estos jefes no hubiesen pertenecido a la escuela conservadora de la Sociedad Teosófica (si puedo llamarle así) que les había enseñado las ventajas de la unión y de la perseverancia paciente en la dirección de los asuntos públicos, entonces las masas hubieran escapado a su influencia y pedido a la ley de Lynch la justicia que no podían arrancar a un gobernador que vacilaba y a los funcionarios hostiles.
El asunto fue este: Una procesión de budistas pacíficos y sin armas, recorría las calles de Colombo para dirigirse a Kotahena, barrio en el cual se halla el más respetado de sus templos, a fin de ofrecer en él sus habituales oblaciones de flores, frutas y otras cosas; cuando de pronto fueron violentamente atacados en forma criminal por una multitud de sediciosos católicos que llevaban cruces pintadas sobre sus personas, y que anteriormente habían excitado sus pasiones ingiriendo bebidas embriagadoras e iban armados con garrotes, armas agudas y otros instrumentos de muerte.
En el tumulto que sobrevino, fue puesta en peligro la vida de las mujeres y los niños, numerosos budistas recibieron heridas graves, cinco animales que arrastraban las carretas fueron sacrificados en el camino real, y las mismas carretas y los objetos de valor que transportaban fueron reducidos a cenizas.
En seguida la petición declara que un budista llamado Juan Naide fue asesinado allí y ante los ojos de la policía que no intervino.
Aun cuando este ultraje tuvo miles de testigos y sus organizadores eran harto conocidos, las autoridades no persiguieron a nadie y fue evidente su deseo de ignorar el hecho.
Después de aguardar varios días, los jefes de los budistas se consultaron y elevaron una queja en lo criminal contra ciertas personas sospechosas, apoyada en las pruebas que sin ayuda de la policía, habían podido recoger.
El juez de paz ordenó acciones contra doce de los acusados, pero el funcionario que actuaba de abogado de la reina, violando la Ordenanza (XI de 1868) y la constante costumbre de la justicia inglesa, valido de su cargo, obligó al juez de paz a que asumiese las funciones de la Corte Suprema, y juzgase sin asistencia del jurado, sobre la validez de la queja y el valor de los testimonios presentados.
Así fue como se interrumpió el curso normal de la justicia y los acusados quedaron en libertad, y con el resultado de que a pesar de haber gastado 5'000 rupias en costos de juicio, los asesinos de un budista inofensivo quedaron impunes. Además que no se acordó ninguna indemnización por los bienes particulares destruidos cuyo valor se elevaba a 4'000 rupias.
La masa entera de los budistas cingaleses se ve expuesta a la posibilidad de semejantes ataques en el porvenir de parte de diversos enemigos de su religión.
La agitación determinada por esto es ya tan grande que sin las instancias de los letrados, entonces 10'000 budistas hubieran venido en persona para presentar esta petición a V. E.
Finalmente una junta de personas influyentes ha hecho los trámites preliminares para obtener del gobierno de la metrópoli y de los Comunes de Inglaterra, que se les haga justicia y se asegure para el porvenir el efecto de las promesas de neutralidad religiosa, renovadas de tiempo en tiempo en las provincias asiáticas en nombre de Su Majestad la reina de un modo solemne.
Todo iba de mal en peor. Los budistas, irritados por negárseles la justicia, y excitados por los insultos y desafíos de los sediciosos impunes, consideraban sangrientas represalias.
El gobierno no había movido ni un dedo para remediar el mal que se les había hecho a estos budistas hacía ya más de un año. Se preparaba una crisis, amenazando al buen orden y al respeto a las leyes.
Lo primero que se les ocurrió a los jefes budistas en su desdicha, fue telegrafiarme con urgencia para que acudiese en su ayuda. Accedí como era mi deber, y llegué a Colombo el 27 de enero de 1884.
Ya he contado cómo organicé una Junta de Defensa budista, de la cual fui electo miembro honorario, y que me encargó de obtener justicia.
Al otro día subí a Kandy para ver personalmente al nuevo gobernador, sir Arturo Gordon, que acababa de suceder a sir Jaime Longden le Faible.
Hallé en él un hombre muy diferente, y el modo inteligente como comprendió de inmediato la situación, me dio las mejores esperanzas. Me prometió enviar en seguida a Londres todos los papeles que deseáramos someter al Colonial Office, y me expresó sus sentimientos de simpatía para nuestro partido en aquellas penosas circunstancias.
Dos de los principales budistas me acompañaron a esa audiencia. Terminados a nuestra satisfacción esos preliminares, regresamos el siguiente día a Colombo.
Tuve una conferencia privada en el colegio con el gran sacerdote Sumangala y otros varios que se unieron a él para darme un poder por escrito con el objetivo de poder recibir en su nombre a toda persona que deseare declararse budista en Europa o donde fuese. Los grandes sacerdotes de los templos de Kandy ya me habían dado poderes semejantes.
Hecho ya en Ceylán todo lo que era posible hacer, esa misma noche salí para la India a fin de ordenar los asuntos de Adyar y preparar mi partida para Londres en el plazo más breve.
Gracias a mi larga experiencia de los métodos empleados en los servicios públicos, me cuidé mucho de no precipitarme a la antesala del secretario de las Colonias con mis papeles en la mano.
En lugar de seguir ese método que ha procurado a centenares de principiantes el favor de pasar semanas y meses detrás de la puerta que protege al gran hombre, comencé por informarme del modo como trabajaba el Colonial Office, para saber a qué oficina correspondían los asuntos de Ceylán, y cuál era el humor del jefe de esa sección.
Dichas investigaciones preparatorias que hubieran podido no ocuparme más que una hora si hubiese tenido la suerte de dar con una persona que me pudiera informar, duraron quince días.
Sabiendo ya lo que tenía que hacer, fui al Colonial Office donde hice pasar mi tarjeta con R. H. Meade. Este me recibió con la mayor cortesía y se mostró perfectamente al corriente de los detalles de nuestro asunto.
Tuvo la amabilidad de darme a conocer la forma empleada para la correspondencia en los ministerios ingleses, lo que me permitió dirigir sucesivamente dos cartas a lord Derby para presentarle nuestras quejas.
Después, algunos diarios ingleses, al tanto de lo que me retenía en Londres, demostraron su simpatía por el asunto, y un órgano conservador por lo menos publicó que se había negado justicia y que el gobierno debía hacer una reparación.
Lord Derby me respondió por intermedio del señor Meade; le escribí de nuevo; otra vez me hizo contestar prometiéndome todas las satisfacciones compatibles con la ley en cuanto el gobernador diese su opinión.
Después fui recibido en audiencia por lord Derby para despedirme de él y agradecerle la pronta atención acordada por el Colonial Office a las quejas de los budistas de Ceylán, presentadas por mí.
Su señoría me recibió con la mayor cordialidad, me dijo que el gobierno se enteró con pena de los lamentables sucesos de Colombo y que él deploraba no poder hacer más; pero agregó que si en adelante los budistas cingaleses tenían ocasión de recurrir a la protección del Colonial Office, esperaban que yo no vacilara en escribirle o hablarle del asunto, y que sería siempre bienvenido.
No es largo de contar el final de esta cuestión: las peticiones de los budistas fueron acordadas en la medida permitida por la ley. Se reconoció su derecho para organizar procesiones.
CAPÍTULO 11A
Olcott asiste a varias reuniones en Londres
De todos los métodos de difusión, no se si prefiero las reuniones de conversación en las casas particulares.
Es cierto que por medio de las conferencias el orador se dirige a centenares o millares de oyentes, pero me pregunto si se puede llevar la convicción a tantos espíritus, si se suscita tantas peticiones sinceras de informaciones y si se ganan tantos miembros para la Sociedad Teosófica, como cuando uno se halla en estrecho contacto con un círculo restringido en un salón.
Es una idea que por vez primera me vino al ver a Mohini apoyado en la chimenea, en casa del señor Sinnett, en Londres y respondiendo, después de haber desarrollado rápidamente un tema dado, a toda una serie de preguntas formuladas por un círculo interesado.
Después yo he organizado numerosas veladas de esta clase en muchos países, he asistido a otras muchas en las cuales la incomparable señora Besant exponía nuestras doctrinas, y mi convicción se afirmó con esas pruebas.
Recomiendo esa práctica a todas nuestras Ramas o grupos, con la mayor seguridad.
El 24 de mayo de 1884, en casa de la señora Campbell Praed, en Talbot Square, tuvo lugar una reunión de este tipo, y a petición de nuestra distinguida huésped, expliqué los principios y objetivos de la Sociedad Teosófica a una de las más brillantes asambleas de notabilidades literarias que se podía reunir en Londres.
Las preguntas se sucedían sin cesar y yo las contestaba, y así por este sencillo procedimiento todas las personas presentes llegaban a formarse una idea de nuestra gran obra.
A partir de entonces se han efectuado conversaciones de este género en todo el Reino Unido, y en el resto del mundo, en cualquier parte donde existiese una colonia inglesa; porque la literatura teosófica ha penetrado por todas partes y su nombre es familiar en casi todos los países.
La noche del 28 de mayo de 1884, en una casa en Londres a la cual habíamos sido invitados Mohini y yo, ensayé el experimento, hoy famoso, sugerido y efectuado por el señor E.D. Ewen, de Escocia, para probar la naturaleza del pensamiento y su proceso de evolución, que ya he descrito en varias ocasiones, pero que está en su verdadero lugar dentro de este ensayo histórico detallado (ver link).
CAPÍTULO 12
Olcott pasa quince días en Paris
Dos días después de los experimentos de percepción del pensamiento con el señor Ewen, fui a pasar unos quince días en París con H.P.B.
Hacíamos reuniones para instruir a los interesados, ya sea en el apartamento de la calle de Notre-Dame-des-Champs donde H.P.B. se hospedaba, ya sea en casa de algunos amigos.
Reunión con Yves Guyot
Y especialmente en casa de lady Caithness, donde conocimos al señor Yves Guyot, el famoso publicista, y algunos amigos suyos tan escépticos como él acerca de las cosas espirituales.
En esa ocasión, la dueña de la casa nos hizo sentar a H.P.B. y a mí con gran disgusto nuestro, en dos enormes sillones dorados como tronos, en los cuales teníamos el aspecto de dos personajes reales concediendo audiencia.
El señor Guyot y los otros, nos hicieron dar explicaciones detalladas respecto a los principios de la Sociedad Teosófica y las teorías orientales místicas de la constitución del hombre y de sus poderes.
Esto se desarrolló bien hasta el momento en que nos dijeron que nos quedarían muy agradecidos si les mostrábamos fenómenos que probasen la verdad de nuestras doctrinas.
Por mi parte, no esperaba eso, porque lady Caithness no nos había dicho nada de esa petición. H.P.B. se negó resueltamente a producir la menor maravilla, y no se dejó convencer por la insistencia de nuestra huéspeda.
Yo dije al señor Guyot que habíamos hecho todo lo posible para explicar las ideas orientales sobre los estados de la materia que la ciencia occidental no ha descubierto todavía, y que le dejábamos en libertad de aceptar, rechazar o ensayar lo que él quisiera, asegurándole por mi experiencia personal que aquellos que deseaban obtener pruebas directas podían conseguirlo, pero con la condición de tomarse igual trabajo que para estudiar cualquier otro campo de investigaciones científicas; que lamentaba tanto como él que la señora Blavatsky no estuviese en disposición de hacer por él lo que con frecuencia yo le viera hacer por otros curiosos, pero que siendo así, por el momento no había nada que hacer.
Evidentemente, el señor Guyot y sus amigos quedaron muy decepcionados, pero nunca hubiese yo creído que un hombre como él sería capaz de hablar de H.P.B. y de mí en la forma insultante que poco después usó.
Viendo lo que sucedió, ahora creo que la obstinada negativa de H.P.B. fue muy prudente, y que ella previó –o alguien en su lugar– que su asentimiento hubiera sido más que inútil, puesto que los fenómenos espirituales sólo pueden ser comprendidos por las mentes espirituales. Y por cierto que la del señor Guyot no era de éstas.
Si H.P.B. le hubiera hecho ver algo, él se hubiese contentado con decir a sus amigos al salir: “Me pregunto cómo ha podido hacer esta vieja farsante esa trampa”.
Tengo el derecho de pensarlo, después de lo que dijo de nosotros. Me figuro que él y el señor Podmore, el difunto profesor Carpenter y centenares de personas como ellos, tendrán que reencarnar muchas veces antes de llegar a comprender las leyes de la acción espiritual sobre este plano físico.
Encuentro con el profesor Charcot
Hice relación con el ilustre profesor Charcot en el hospicio de la Salpetriere, el 7 de junio de 1884. Uno de sus antiguos alumnos, el doctor Combret, M. S. T., me llevó, y el profesor me mostró amablemente diversos experimentos de hipnotismo.
Todo eso es ahora tan conocido que no necesito extenderme sobre cosas que vi hace catorce años. La mayor parte de mis lectores debe saber que existen dos escuelas antagonistas de hipnotismo: la de Charcot en la Salpetriere, y la de Nancy fundada por el doctor Liébaut y su aventajado discípulo, el doctor Bernheim.
Desde hace largo tiempo, han existido los dos partidos que representan ambas escuelas, sobre todo entre los alienistas.
El partido de Charcot atribuye a causas fisiológicas todas las anomalías mentales y los demás fenómenos de los sujetos hipnotizados.
La escuela de Nancy en cambio ve en ellos causas psicológicas, es decir mentales.
Mis lectores podrán hallar esos asuntos ampliamente tratados en los antiguos números del 'Theosophist', así como el relato de mis experimentos en la Salpetriere y en el hospital civil de Nancy en 1891.
El interés de las observaciones de 1884, fue que me permitieron juzgar por primera vez de visu la medida en que esta ciencia del hipnotismo llamada nueva, coincidía con la ciencia secular del magnetismo, que yo estudiaba desde cuarenta años antes.
El doctor Charcot provocaba en sus enfermos tres estados de hipnosis de los que reclama el honor de haberlos clasificado: primero, la catalepsia; segundo, la letárgia; tercero, el sonambulismo.
En el primero, la posición de los miembros del sujeto puede ser fácilmente modificada por el operador y conservada sin resistencia durante algún tiempo.
En el segundo, el sujeto está inconsciente, y si se le levanta un miembro y se le suelta, éste cae por sí mismo, los ojos están cerrados, y los músculos excitables en grado anormal.
En el tercero, los ojos están cerrados del todo o a medias, los músculos pueden contraerse hasta la rigidez, estimulando con suavidad la piel que los recubre, y se puede producir por sugestión muchos otros fenómenos.
La escuela de Nancy admite todos esos fenómenos, pero los atribuye únicamente a la influencia de la sugestión sobre la mente del sujeto, sugestión que no necesita ser verbal, sino que puede ser impuesta par un gesto silencioso del hipnotizador, por movimientos voluntarios o involuntarios de su cuerpo y hasta por la expresión de su rostro.
Nadie puede, sin haber estudiado profundamente el asunto, hacerse una idea de las terribles posibilidades de la sugestión hipnótica. No hay límite para ese imperio ejercido por un espíritu sobre otro.
Charcot produjo ante mí la parálisis artificial de un miembro en el sujeto, aplicándole un fuerte imán; yo puedo hacer otro tanto sin imán, hasta sin tocar al paciente con la mano, por simple sugestión.
Charcot hizo pasar la parálisis de un brazo al otro en la misma forma, o sea por medio del imán; yo puedo hacerlo sin imán, como la escuela de Nancy y como todo magnetizador experimentado.
Entonces, ¿por qué habríamos de creer que se trata de un efecto fisiológico, puesto que la causa que lo provoca es mental y exterior al sistema físico del sujeto?
Olcott regresa a Londres
El 13 de junio volví a Londres en compañía del señor Judge que había venido a vernos desde Nueva York, de paso para la India donde pensaba quedarse a trabajar,
(Nota de Cid: poco tiempo después Blavatsky también fue a Londres.)
La elaboración de los retratos de los Maestros Kuthumi y Morya
Algún tiempo antes, yo había abierto un concurso amistoso entre varios de nuestros asociados de Londres, pintores aficionados o profesionales, para ensayar un experimento psíquico interesante.
Mis antiguos lectores recordarán la descripción que hice del modo como mi Gurú [el Mahatma Morya] cumplió su promesa de darme su retrato cuando fuese oportuno.
Era un perfil, dibujado por un aficionado que no era ocultista, de suerte que aunque el parecido era indiscutible –como lo comprobé más tarde por mí mismo– no tenía el esplendor que ilumina el rostro de un Adepto.
Naturalmente yo deseaba tener, si era posible, un retrato mejor y se me ocurrió tratar de ver si mis simpáticos colegas artistas de Londres podían obtener una vista espiritual más clara y viva de su rostro divino.
En cuanto les hablé, los tres profesionales y los dos aficionados a quienes me dirigí accedieron de buena gana a ensayar la prueba y les presté a cada uno por turno la fotografía original al lápiz que tenía en mi poder. Pero ninguno de los cinco pudo hacer nada mejor en el parecido que el croquis hecho en Nueva York por el señor Harrisse.
Antes del fin de este concurso, un alemán, el señor Hermann Schmiechen, pintor de retratos muy conocido, ingresó en la Sociedad Teosófica y con gran alegría mía consintió en seguida en hacer también la prueba de inspiración. Se puso a la obra el 19 de junio y terminó el 9 de julio.
Durante ese tiempo, fui a su estudio yo solo cuatro veces y una con H.P.B., y quedé encantado de la confección gradual de la imagen mental, claramente grabada en su espíritu, y cuyo resultado fue un retrato de mi Gurú tan perfecto como si lo hubiera hecho del natural.
Todos los otros habían copiado el perfil hecho por Harrisse, pero Schmiechen lo pintó de frente y dio a su mirada tal intensidad de vida y tal expresión de alma interior, que asombra.
Es una obra de genio, y la prueba más clara de transmisión de pensamiento que pueda imaginarse. Tuvo la intuición de todo: los rasgos, la tez, la dimensión, la forma y expresión de los ojos, la posición natural de la cabeza, el aura luminosa y el carácter majestuoso.
Ese retrato se halla en el anexo de la Biblioteca de Adyar que hice construir para él y su pareja, el otro principal Gurú nuestro, también pintado por Schmiechen.
El visitador al entrar allí, cree que sus grandes ojos penetran hasta el fondo de su corazón.
He observado las señales de esta primera impresión en casi todos los casos, y el sentimiento de emoción es aumentado todavía más por la manera como las dos miradas le siguen por toda la habitación observándole siempre en cualquier sitio que se ponga.
El artista consiguió hasta dar al aura que nimba las dos cabezas, la apariencia de centelleo vibratorio que se ve en la realidad.
No tiene nada de asombroso que las visitas que tienen una inclinación religiosa experimenten una sensación de santidad en aquel cuarto donde se encuentran los retratos; la introspección y la meditación son allí más fáciles que en otra parte.
Por hermosas que aquellas telas sean de día, todavía gustan más de noche cuando están bien iluminadas; entonces parece que las figuras salen de su marco y avanzan hacia uno.
El pintor hizo varias copias de aquellos retratos, pero carecen de la impresión de vida de los originales; evidentemente no pudo conseguir de nuevo la inspiración que dio por resultado estos últimos.
En cuanto a las fotografías que se han hecho de las copias —a pesar de mis vivas protestas— se parecen tan poco a los originales de Adyar como una vela de sebo a una bombilla eléctrica. Y ha producido en mí una profunda tristeza ver esas reproducciones baratas de los rostros divinos, vendidas en tiendas por los partidarios de Judge, y publicadas en una revista y en un libro por el doctor Hartmann.
Parece que tal hecho debe arrojar una gran claridad sobre el misterio de la inspiración artística y ayudamos a discernir lo que establece la diferencia entre un gran pintor o un gran escultor y el término medio corriente de sus colegas.
Para ser un verdadero artista, es menester que el espíritu inferior sea sensible a las impresiones emanadas de la conciencia superior o espiritual, y sus obras maestras serán producidas en los momentos de “inspiración”, cuando se opera esa transferencia de conciencia. El caso en cuestión.
¿No es acaso un ejemplo en que vemos al artista, guiado e inflamado por un rayo venido del exterior, pintar retratos que no consigue reproducir en su estado normal de mentalidad independiente?
Un Tiziano, un Rubens, un Claude, un Cellini, un Leonardo, un Praxíteles o un Fidias, ¿no es quien, abriéndose a la dirección del Yo Superior, es capaz de recibir en relámpagos aquellas elevadas concepciones de la divina realidad oculta detrás de la barrera de carne?
Otro punto que hay que hacer resaltar es que el retrato de mi Gurú hecho por Schmiechen, era el séptimo ensayo efectuado para obtener una satisfactoria reflexión de su imagen, a fin de consolar a los que no son todavía capaces de ir a su Ashram para hablar con él frente a frente, en el Sukshma Sharira [el cuerpo mental].
Reunión descrita por la novelista Rosa Campbell Praed
Más o menos, fue por aquellos días, en julio de 1884, cuando tuvo lugar aquella recepción diurna de H.P.B. en casa de nuestra querida huéspeda, la señora Arundale, que la señora Campbell Praed describió con tanta animación en una de sus novelas: "Afinidades".
Esto evoca en mi mente la escena, y vuelvo a ver a H.P.B. con su cara de león, fumando sus cigarrillos y resistiéndose a los esfuerzos de los profesores Barrett, Oliverio Lodge y Coues, de la señora Novikof y otros más, para obtener de ella algún fenómeno.
Mientras tanto, una flexible americana, insinuante y mimosa, encaramada en el brazo de su sillón, metía de tiempo en tiempo su cara bajo la papada de la anciana señora, que no ocultaba su fastidio. Y yo permanecía en la puerta, como espectador muy divertido por esa comedia.
La señora Campbell ha descrito todo en su novela, hasta los detalles de la entrada de Babula al salón y la participación de Mohini en la conversación y discusión.
Encuentro con Sir Edwin Arnold
Como ya lo dije en un capítulo precedente, uno de mis acontecimientos de esa temporada fue conocer a sir Edwin Arnold. Uno se hace siempre cierta idea del autor de un gran poema o de una novela importante; yo me imaginaba encontrar en el poeta de La Luz del Asia a un hombre de tipo romántico, pálido, de rasgos delicados, aire soñador y de aspecto más bien femenino.
Pero en lugar de eso vi frente a mí, en la mesa, a un personaje con una gran nariz, boca grande, labios gruesos, aire de persona del mundo más que del claustro, y tocado con un casquete.
En las páginas del manuscrito original de La Luz del Asia, que él me dio y que están en Adyar, leí un pasaje en el primer aniversario de la muerte de H.P.B., obedeciendo a sus últimas disposiciones.
Viaje a Escocia
Ese mismo mes fui a visitar a lord Borthwick en su castillo de Ravenstone, en Escocia, y de allí me dirigí a Edimburgo donde fundé la Sociedad Teosófica Escocesa, de la cual el difunto Roberto M. Cameron fue su primer presidente y E. D. Ewen secretario.
A pesar de las tendencias liberales del pensamiento moderno, la vieja influencia presbiteriana es todavía bastante poderosa en la capital del Norte para impedir a los hombres instruidos y eminentes que pertenecen a esa excelente Rama que confiesen abiertamente el interés que sienten por nuestra movimiento. Por esos sus nombres son ocultados al público y no admiten a nadie en sus reuniones.
Esto parece bastante ridículo, y en cuanto a mí, si yo viviera en Edimburgo, desafiaría a aquellos espíritus estrechos a que me quemaran como herético antes de someterme a semejante esclavitud moral.
Pero todos no son del mismo parecer sobre lo que conviene hacer o no hacer, y de todos modos nuestras ideas se difunden en el mundo, ya sea su corriente visible o subterránea.
La Rusia es el otro país en que existe ese mismo estado de cosas; allá las persecuciones están a la orden del día para los que se atreven a apartarse de la línea recta de la religión del estado.
Di una conferencia de Teosofía al otro día de constituir esa Rama en el Oddfellows Hall, ante una compacta concurrencia. Cito esto a causa de lo que ocurrió al terminar.
Entre los que acudieron a estrecharme la mano, estaba un señor que me dijo que las ideas que yo acababa de expresar eran idénticas a las que él predicaba en su propia iglesia. E informándome después, supe que era el más popular de los ministros presbiterianos.
Debo hacer constar mi asombro de que aquel hombre hubiera encontrado en la Teosofía el credo particular de su congregación, por cuanto yo fui educado en esa iglesia, y en mi mente la tenía asociada con lo que en el mundo hay de estrecho, beato y detestable: la tiranía religiosa encarnada.
Entonces adquirí la convicción de que aun los fieles de las más intolerantes sectas, saben suavizar y espiritualizar sus creencias cuando son superiores a ellas, y que hasta un presbiteriano escocés puede, en casos excepcionales, ser también tan indulgentes con sus hermanos que se hallan fuera de las barreras de su organización, como si no hubiera sido educado en la teología: de hierro y rayos, de Knox y de Calvino.
¿Acaso no vemos otro ejemplo en la historia del Islam?
La corte de los califas, tan pronto fue el asilo de la tolerancia y la amenidad, como un infierno de persecuciones y matanzas.
Dice Draper:
« En el siglo X, el califa Hakim II hizo de Andalucía el paraíso de la Tierra. Los cristianos, los musulmanas y los judíos, se mezclaban sin recelo. ... Todos los sabios, de cualquier país que viniesen y cualesquiera que fuesen sus ideas religiosas, eran los bienvenidos. … Su biblioteca encerraba 400'000 volúmenes soberbiamente iluminados y encuadernados.
. . .
Almanzor, que usurpó el califato, se puso a la cabeza del partido ortodoxo. Hizo sacar de la biblioteca de Hakim todos los libros de ciencia o de filosofía, y los hizo quemar en las plazas públicas o arrojar a las cisternas del palacio.
Averroes, ornamento del Islam, una estrella de primera magnitud en el cielo intelectual, fue expulsado de España… denunciado como traidor a su religión. Ningún filósofo escapó a su persecución. Algunos fueron asesinados, y el resultado de todo esto fue llenar el Islam de hipócritas. »
(Conflicto entre la Religión y la Ciencia)
Ahí puede mirarse la naturaleza humana como en un espejo, porque lo que sucedió cuando los califas ha sucedido siempre, sucede todavía y sucederá siempre.
Por ahora los hombres notables que forman parte de nuestra Rama escocesa pueden verse obligados a disimular sus relaciones con nosotros, y acudir en secreto a sus reuniones, pero tan seguramente como que el Sol se levantará mañana, no está lejano el día en que la Teosofía será predicada, no desde una tribuna escocesa, sino en la mayoría de las iglesias, y se considerará un honor ser uno de nuestros miembros.
Porque la naturaleza escocesa es la naturaleza humana, y la potencia de la inteligencia nacional sobrepasa la del término medio de los otros pueblos y no se le podría impedir que siguiera a los pensadores del pasado a todas las alturas.
Cuando alumbre el día de la libertad como dije a mis colegas de Edimburgo al formar su Rama, cuento con que los teósofos escoceses se pondrán a la cabeza de los que difunden la Sabiduría Antigua a través del Mundo.
(Nota: Las cosas han cambiado favorablemente para la Teosofía en Escocia, pero no así, por desgracia, en Rusia donde la pareja Roerich a opacado su desarrollo.)
Olcott parte de Londres
El 8 de julio hubo una reunión pública de la Logia de Londres en el Prince's Hall, en Picadilly, para despedime. Estuvieron presentes muchas personas distinguidas en la literatura, la diplomacia y los círculos sociales, y se pronunciaron discursos por: el señor G.B. Finch, presidente de la Logia de Londres; el señor Sinnett, Mohini y yo.
Yo hablé de la Teosofía, Mohini sobre la Sabiduría de los arios, y el señor Finch nos deseó al mismo tiempo la bienvenida y buen viaje.
De allí fui a Alemania, donde pasaron cosas tan interesantes desde el punto de vista de la Sociedad Teosófica, que serán objeto del próximo capítulo.
CAPÍTULO 13
Olcott en Alemania
El 23 de julio atravesé de Queensborough a Flessinga en uno de los magníficos vapores que sirven esa línea, y llegué a Elberfeld (Alemania) a las tres de la mañana.
Su estancia con la familia Gebhard en Elberfeld
La señora de Gustavo Gebhard, hoy ya fallecida desgraciadamente, me recibió como a un hermano. Jamás he hallado un carácter más leal y encantador. Era una de esas mujeres que emanan a su alrededor una atmósfera de ternura y virtud; son el sol de sus hogares, se hacen indispensables a sus maridos y son adoradas por sus hijos.
Para sus colegas de la Sociedad Teosófica, la señora Gebhard tenía la especial atracción de haber nacido mística, y de que había estudiado el Ocultismo muchos años, en la medida que sus deberes de familia se lo permitían.
Durante siete años ella había sido uno de los dos discípulos de Eliphas Leví (el otro era el barón Spedalieri), y después que se levantó el sitio de París, el infortunado ocultista, medio muerto de hambre, encontró en casa de ella una larga y generosa hospitalidad.
Ella escribió sus impresiones acerca de él para el 'Theosophist' de enero de 1886. Habla de él en ellas con mucha consideración y afecto como cabalista, instructor y amigo, pero dice que su punto débil era una gula de epicúreo que con frecuencia constituía para ella “un motivo de asombro”.
Como ambos han muerto, no hará daño a nadie si repito lo que la señora Gebhard me contó: que Eliphas Levi era muy comilón, le gustaba la buena mesa, tanto las carnes como las legumbres, y bebía mucho vino en la cena.
Sus relaciones fueron especialmente epistolares; él le enseñaba el Ocultismo por cartas. Una gran parte de sus lecciones fue traducida, con permiso de la señora Gebhard, para el Theosophist, y se encuentra en los volúmenes de 1884 (suplemento), 1885 y 1886.
La casa de los Gebhard estaba amueblada con gusto, y mientras el señor G. Gebhard estaba en América, toda la familia rivalizaba en celo para hacer deliciosa la estancia a los invitados.
En el primer piso, la señora Gebhard tenía un cuarto oculto para su uso, y en el cual guardaba libros escogidos sobre sus temas predilectos, y un retrato al óleo de su maestro Eliphas Leví.
(Nota de Cid: éste es otro retrato.)
Estaba representado tal cual ella lo describe en el artículo que ya he citado “pequeño y corpulento; cara dulce y bondadosa, resplandeciente de buen humor, tenía una larga barba gris que le cubría cerca de la mitad del pecho”.
Era un rostro intelectual, pero como de un hombre al que atrajesen más las cosas físicas que las espirituales, una fisonomía muy diferente de las de nuestros Adeptos indos, en las que reina la majestad de las aspiraciones divinas.
Dos días después de mí, llegaron los primeros del esperado grupo de teósofos; eran: la señora Hanunerlé, de Odessa; el doctor Hübbe Schleiden, de Hamburgo, y el doctor Coues, de Washington. Al otro día, en una reunión que hicimos en la “habitación oculta”, se formó nuestra primera Rama alemana: la “Theosophische Gesellschaft Germania”; se nombró presidente al doctor Hübbe Schleiden, vicepresidente a la señora M. Gebhard, tesorero al cónsul G. Gebhard, y secretario al señor Francisco Gebhard, el digno hijo de esos excelentes padres.
Tal fue el comienzo de nuestro movimiento en el país más intelectual de Europa, un campo que a su debido tiempo deberá dar magníficas cosechas, aunque como Escocia, ha de ser retardado en su desarrollo por causas locales.
Pero mientras que en Escocia el obstáculo es el poder aún vivo del Calvinismo, en Alemania existen varios, a saber: una tumultuosa actividad mental en el ciclo de los intereses comerciales; el enorme desarrollo de las ciencias físicas, siempre acompañado de postración espiritual; y un resto de desconfianza contra el misticismo, sus adeptos y sus sistemas, causado por el abuso de los [falsos] Rosacruces, de la Masonería Egipcia de Cagliostro y los trabajos y pretensiones incomprendidas de los alquimistas de la edad Media.
En los siglos pasados, la Alemania era el centro y el invernadero de todas las investigaciones ocultas, y si hoy vemos en ella una tendencia hacia la reacción, esto es debido tan sólo a la operación natural de una ley que no cambia.
El carácter alemán tiene una innata capacidad para estas elevadas aspiraciones espirituales, y es muy posible que en el porvenir algún cambio despierte su actividad.
(Nota de Cid: desafortunadamente el embustero Rudolf Steiner perjudicó mucho al esoterismo germánico.)
Si pudiera hacerlo sin faltar a la prudencia, citaría los nombres de personajes alemanes que se inclinan secretamente hacia las ideas teosóficas; esto vendría a justificar mi afirmación, pero el tiempo aclarará todo.
Mientras tanto, mi deber es continuar, como durante tantos años lo he hecho, guardando los secretos honorables de las personas y las cosas, encerrados en mi memoria permitiendo a las sospechas y a los equívocos que nos ataquen a mí y a otros, en bien de la causa a la cual hemos consagrado “nuestras vidas, nuestras fortunas y nuestro honor sagrado”.
En Adyar tenemos un recuerdo del acontecimiento mencionado una excelente fotografía de aquel grupo de amigos con los cuales fundamos la nueva Rama alemana, y la señora Gebhard tuvo mi retrato al óleo, para el cual posé varias sesiones.
Hübbe Schleiden recibe una carta de Kuthumi
Atendiendo al interés de nuestro movimiento en Alemania, salí de Elberfeld para Dresde el 1 de agosto, con el doctor Hübbe Schleiden.
Ese mismo día, el buen doctor recibió en el tren una carta de uno de los Maestros, respondiendo a una pregunta que acababa de hacerme.
Como su testimonio sobre este hecho fue publicado por la S. P. R. (siempre desconfiada y denigrante). puedo contar sin indiscreción que el doctor acababa de entablar una conversación acerca de ciertas experiencias penosas de su juventud, que en ese momento contaba por primera vez, y de las cuales no había hablado a la señora Blavatsky.
Mientras nos hallábamos ocupados con eso, entraron a pedirnos los billetes por la portezuela de la derecha.
Yo estaba a la izquierda del doctor, quien tomó mi billete, lo unió al suyo y se inclinó hacia su derecha para dárselos al empleado por encima de las rodillas de la persona que estaba a su lado.
Acomodándose de nuevo en su sitio, vio entre él y su vecino de la derecha una carta; ésta tenía un sobre tibetano o más bien chino, con sus señas, de la escritura de Kuthumi, y no sólo explicaba las causas de aquellos infortunios de los cuales acababa de quejarse justamente, sino que también contestaba a ciertas preguntas que el doctor había hecho a H.P.B. (que se hallaba en Londres) en una carta de la que aún no podía tener respuesta a vuelta de correo.
He ahí un caso que parece hallarse al amparo de toda sospecha de fraude, y no obstante, la S. P. R. sugiere la posibilidad de la presencia con nosotros en el tren, de un agente de H.P.B. (que no tenía un céntimo).
Verdaderamente, ¿vale la pena de tomar a semejante gente en serio?
En todo caso, el pobre doctor Hübbe se sintió muy reconfortado y alentado por el contenido de la carta, lo que después de todo, era lo esencial, y yo me alegré de su satisfacción, como lo dice mi diario.
Olcott visita varias ciudades alemanas
Fuimos a ver en Weisser Hirsch, un lugar de veraneo cerca de Dresde, al señor Oscar von Hermann, una alma bella, verdadero caballero en sus instintos como en sus actos.
Él estaba entonces ocupado en traducir el libro del señor Sinnett "Buddhismo Esotérico", traducción que publicó más tarde por cuenta suya.
Fue en su casa, en Leipzig, donde Zollner y los otros profesores de la Universidad de Leipzig efectuaron sus memorables sesiones con el médium Slade, y que confirmaron a Zollner en su teoría de una cuarta dimensión.
La raza alemana es hermosa y hace pensar a veces en la cara del león; el señor van Hermann presentaba ese tipo muy señalado. Lo mismo que su hermano, que vive en Inglaterra, ha seguido siendo amigo mío, y especialmente ese hermano ha prestado su ayuda a la Sociedad Teosófica cuando ésta más la ha necesitado.
Esa misma noche, el doctor Hübbe me llevó a casa del señor Schroeder, el famoso magnetizador que hacía maravillosas curas psicopáticas.
Su método era la simplicidad misma: establecía la comunicación áurica con su paciente y dejaba correr su propia vitalidad en el sistema del otro hasta que estuviese aliviado o curado, según el caso. ¡Podría decirse que se agujereaba!
Pues bien, es lo que los médicos judíos hacían hacer a la sunamita Abisag con el rey David, y es terapéutica científica.
Al cabo de dos días, salimos de Dresde para Bayreuth con el objeto de oír el Parsifal de Wágner en su propio teatro. La representación duró desde las cuatro de la tarde hasta las nueve, y fue profundamente impresionante, de un efecto cuya grandeza supera a toda descripción.
Fuí con el doctor a casa del barón Hans von Volzogen, vicepresidente y director de la Wágner Verein. Nos recibió en su biblioteca donde corregía, de pie ante un alto pupitre, las pruebas de un artículo sobre “Wágner y la Teosofía”.
Lo raro de la coincidencia nos chocó a todos, y esa impresión no hizo más que aumentar cuando al oír mi nombre, se volvió hacia un estante diciéndonos que un amigo suyo le enviara la víspera, desde Helsingfor un ejemplar de mi "Catecismo Budista" con los cantos dorados y encuadernado en terciopelo blanco, el cual me mostró.
Nos dijo que Wágner estaba profundamente interesado por el Budismo, y que Parsifal había sido escrito primeramente con el objetivo de representar los esfuerzos del Buda para obtener la sabiduría, y su conquista de la Iluminación. Pero los ruegos de los reyes de Sajonia y Prusia, así como de otros ilustres protectores, le decidieron a rehacerlo en su forma actual: la busca del Santo Grial.
El doctor Coues y el señor Rudolf Gebhard, M. S. T., nos alcanzaron en Bayreuth a tiempo de ver la representación, y Coues nos acompañó a Munich.
El doctor Hubbe y yo llegamos allí el 5 de agosto a las ocho de la noche y nos hospedamos en el hotel. Fui a visitar a la estimable hermana del doctor F. Hartmann, la condesa de Spreti, esposa de un oficial alemán retirado; después visité los museos de pintura y escultura.
Aquellas excelentes personas vinieron la misma noche con el capitán Urban y otro célebre magnetizador, el señor Diesel, y nos hicieron pasar en el hotel una agradable velada.
Allí vi también por primera vez al barón Ernestovan Weber, un veterano entre los antiviviseccionistas, que fue delegado por Alemania en una de nuestras convenciones en Adyar, un M. S. T. orgulloso de su diploma.
Nos acompañó en la mañana siguiente a Ambach, la casa del gran pintor alemán, profesor Gabriel Max, situada a orillas del bonito lago de Starnberg, de donde regresamos esa noche, pero para salir al día siguiente con dirección a otro paraíso al borde del lago Aromerland, donde el barón Carl du Prel, el filósofo, tenía la costumbre de pasar los meses de estío.
Era un hombre pequeño, algo grueso, sólido, bronceado por el sol, con una fisonomía honrada y una noble cabeza en la cual trabajaba uno de los más hermosos cerebros de nuestros tiempos. Du Prel era el escritor más esotérico y teosófico de su época en Alemania.
Cenamos en casa del profesor Max; éste era un hombre también pequeño, de tronco ancho y largo, de cabeza grande intelectual, tímido con los extraños.
Pasamos cuarenta y ocho horas en Ambach, volviendo el día 10 a Múnich.
Del comienzo al fin, fue un suceso encantador y memorable.
A esta noble compañía de grandes pensadores venían a agregarse un delicioso día asoleado, un cielo puro, la margen del lago tapizada de un aterciopelado césped y sembrada de hotelitos pintorescos, el olor de los pinos, y ante nosotros el celeste espejo de las orillas y del cielo, la extensión lisa e inmóvil del lago Starnberg.
En medio de aquel paisaje fue donde recibí en la Sociedad, el día 9, al barón y a la baronesa du Prel, al profesor Max y su señora, a la hermana de ésta, llamada la señorita Kitzing, al conde y la condesa van Spreti, al barón E. van Weber y al capitán Urban.
La señora Harnmerlé, de Odessa, se había reunido con nosotros el día 8, y representaba a los miembros antiguos.
Puede suponerse lo que fue la conversación de semejante compañía.
El regreso a Ambach se efectuó al claro de luna, en pequeñas embarcaciones.
Pueden ser interesantes algunas notas sobre esos nuevos miembros, en los países donde son menos conocidos que en Alemania.
Gabriel Max, nacido en Praga el 21 de agosto de 1840, estudió pintura en la Academia de Praga, de 1855 a 1858, y después en Viena hasta 1861; volvió a su ciudad natal y asombró al público en 1862 con una serie de trece cuadros que ilustraban, fantásticamente, pero bien, a ciertos trozos de música.
Continuó sus estudios en Múnich de 1863 a 1869, y llegó a ser uno de los más grandes artistas de Alemania. Sus temas tienen, por lo general, un carácter extraño y místico; es también un gran antropólogo y posee una soberbia colección etnográfica.
Hubbe Schleiden, honorable doctor, nacido el 20 de octubre de 1846 en Hamburgo, estudió jurisprudencia y economía política; agregado al consulado general de Alemania en Londres durante la guerra de 1870-1871; viajó por casi toda la Europa, y vivió en el África occidental de 1875 a 1877.
Autor de varias obras importantes, y fundador de la política colonial alemana, sus planes de estadista fueron adoptados por el príncipe de Bismarck y seguidos después por el emperador.
El barón Carl du Prel nació en Landshut (Baviera) el 3 de abril de 1839, estudió en la Universidad de Múnich, entró al servicio de Baviera en 1859, y permaneció en él hasta 1872, año en el que siendo capitán pidió la baja.
Nombrado doctor en Filosofía en 1868 por la Universidad de Tubinga por su obra magistral sobre los sueños, su reputación creció constantemente con la publicación de otros libros.
Murió en 1898. Su libro "La Filosofía del Misticismo" apareció en 1885, y ha sido maravillosamente traducida al inglés por mi querido amigo C.C. Massey.
Esos eran los hombres que se agrupaban a mi alrededor en aquellas pendientes verdes a orillas del lago encantador que el infortunado rey de Baviera amó con un amor tan romántico y sobre el cual su suicidio arrojó una sombra dolorosa.
Nuestra amistad no se ha interrumpido nunca aunque dos de ellos se hayan retirado después de la Sociedad Teosófica.
Después de Múnich, recorrí Stuttgard, Kreuznach y Heidelberg, visitando, como es natural, el castillo, el gran hotel y demás curiosidades.
Desde ahí, parando de noche en Maguncia, fui a Kreuznach para ver a la señora Harnmerlé. Es una ciudad fluvial muy interesante para los extranjeros.
El Kurhaus del Ozono es muy curioso: las paredes están formadas por ramas de abedul sujetas en una armazón de postes.
Una corriente de agua finamente dividida pasa gota a gota a través de las ramas, de arriba hacia abajo, y al evaporarse deja en libertad el ozono, lo que forma una atmósfera especialmente favorable para ser respirada por los enfermos del pulmón.
Hay allí baños, hermosos jardines iluminados por la noche, una orquesta admirable –nunca se oyen malas en Alemania– y una cantidad de pequeñas tiendas en las que casi por nada pueden comprarse alhajas y otros objetos de ágata, ónix, cornalina, y otras piedras que se encuentran en las montañas vecinas.
La condesa de Spreti, la señora Max y Su hermana, llegaron de improviso para darnos una agradable sorpresa. Y como Rudolf Gebhard y yo íbamos a volver a Elberfeld, las convencimos de que fueran con nosotros.
Descendimos el Rin todos juntos desde Maguncia a Colonia, y como el día era hermoso, el vapor bueno, y los compañeros estaban contentos de verse juntos, fueron unos momentos felices. La nube de los misioneros no era todavía visible, pero se aproximaba.
La casa de Gebhard nos acogió a todos, y pasaron cinco días como un hermoso sueño. El doctor Coues, que se había quedado en Kreuznach, se unió a nosotros el 15 de agosto, y el 17 hicieron otro tanto H.P.B., la señora Holloway, Mohini, Beltrán Keightley, la señora y la señorita Arundale, que llegaban juntos de Londres.
Dí mi habitación a la condesa de Spreti y me alojé en casa del señor F. Gebhard.
El cónsul Gebhard, que ya había regresado de América, era el huésped ideal; verdaderamente, no he visto jamás un hombre más amable, ni un amigo más simpático. Se celebró su cumpleaños el día 18.
El mismo día llegó de Kreuznach la señora Hammerlé, y el 19 se fueron las señoras de Múnich y llegó el doctor Hubbe.
El doctor Coues se fue el 20 y la señora Harnmerlé el 21. El lector puede imaginarse lo que fue la conversación durante esa memorable semana, H.P.B. estaba chispeante y cada uno contribuía lo mejor que podía al agrado general.
El doctor Hubbe, debilitado por exceso de trabajo mental, nos dejó para ir a la Selva Negra a reponer su sistema nervioso con el aire balsámico de los pinos. Esto me recuerda que he omitido consignar un incidente importante de mi visita al profesor Gabriel Max.
En el jardín de la casa había unos viejos pinos majestuosos, a la sombra de los cuales era delicioso reposar contemplando el lago, cuando de pronto me acordé que cierto Adepto del Tíbet me había dicho que tenía la costumbre de colocarse al pie de un pino, con la espalda apoyada en el tronco para absorber el aura pura y curativa del árbol.
Como ya lo he dicho, mi sistema nervioso había perdido entonces bastante de su vitalidad curando miles de enfermos y no me reponía; mi salud general era perfecta, pero los ganglios a lo largo de la columna vertebral se sentían vacíos y no se presentaba mejora después de cinco meses de reposo.
Ensayé por tanto la cura del árbol con un resultado mágico, el aura se difundió en mi sistema, y a los dos días me sentí todo lo bien que era posible.
“¡H.P.B. está furiosa!”, dice mi diario el 24 de agosto, lo que quiere decir que su humor era todo lo contrario de suave, y que a todos nosotros nos tocaba una parte de sus arrebatos. La pobre, presa de sus habituales dolencias, tenía una crisis de reumatismo.
Gustav Gebhard recibe una carta de Kuthumi
El 25 a la noche, llegó una carta por medio de un fenómeno en condiciones bastante extrañas y convincentes para satisfacer al mismo Rudolf Gebhard; uno de los más hábiles prestidigitadores de Europa.
Él ha descrito ese fenómeno en su discurso de la Convención anual de Adyar en diciembre de 1884, en la cual tomó parte como delegado (ver memoria oficial del aniversario de aquel año, página 111).
Dice que desde la edad de 7 años había estudiado la prestidigitación. Que a los 19 años fue a Londres y tomó lecciones del profesor Field, el primer ilusionista del país. Que había estado en relación con los principales artistas de la prestidigitación y hecho con ellos intercambio de pruebas.
Que había hecho un estudio particular de aquel arte. A continuación hizo un interesante relato de la caída de una carta de un cuadro en el salón de su padre, mientras la señora Blavatsky se hallaba en la habitación.
Dicha carta iba dirigida a su padre (a petición suya) y trataba exactamente del tema en que pensaba en aquel momento. Ofreció una recompensa de mil rupia a quien pudiese repetir la experiencia en las mismas condiciones.
Él mismo, quien era un especialista aficionado, había puesto toda su atención.
Juzgando ese fenómeno, hay que considerar un punto importante, que las personas presentes, en número de doce o quince, habían votado que si llegaba una carta debería ser dirigida al señor G. Gebhard y servirle de testimonio.
Igualmente se hubiera podido pedir que fuese dirigida a cualquier otro de los presentes, y como el voto no tuvo lugar sino como un minuto antes de que la carta cayese sobre el piano, es difícil imaginar una prueba más evidente de que H.P.B. poseía en realidad el poder de producir tales fenómenos.
Felizmente, hemos salido del cielo de los fenómenos psicofísicos de esa clase después de la muerte de la pobre H.P.B.; a pesar de todo, en aquel tiempo tenían una gran importancia y contribuyeron más que nada a que la atención pública fuese atraída hacia la Sociedad Teosófica, preparando así el camino a la difusión de las ideas cuyo canal era.
Esclarecimiento de la declaración del profesor Max Muller
El profesor Max Miller me ha hecho un gran perjuicio personal declarando e imprimiendo que en una conversación privada con él, efectuada en su casa de Oxford, yo hablé de los falsos milagros como abono natural de todos los movimientos religiosos en su origen, implicando que si los milagros de H.P.B. eran de esa clase, no había nada que decir de ellos.
En este momento no puedo encontrar esa declaración, pero creo que primeramente fue impresa en el Nineteenth Century y repetida en una de las Gifford Lectures, pero de esto no estoy seguro.
Lo que importa es que –probablemente sin mala intención y sencillamente porque me comprendió mal– me hizo aparecer como aprobando las mentiras y los fraudes como medios necesarios al lanzamiento de un movimiento religioso.
Como en el momento en que tuvo lugar aquella conversación estábamos solos en su gabinete, es un asunto de fidelidad entre su memoria y la mía, y todo la que puedo hacer es negar solemnemente haber dicho nada que pudiera interpretarse así, y recurrir al testimonio de mi vida entera, en la cual nada me presenta guiado por tan despreciables principios.
Para quienes me conocen íntimamente, mi palabra vale tanto como la del profesor Max Muller. Lo que dije fue que los “milagros” han acompañado al nacimiento de todas las religiones, y que cuando no se producían fenómenos reales, los sacerdotes los hacían falsos para asegurar su cosecha.
Pero eso no se relacionaba con el movimiento teosófico, y el odio que el profesor Max Muller sentía por él, debió causar ese equívoco.
- “Habéis hecho una gran cosa –me dijo– ayudando tanto a la afición por el sánscrito, y los orientalistas han seguido con el mayor interés el desarrollo de vuestra Sociedad desde sus comienzos. Pero, ¿por qué vais a estropear esa buena reputación adulando las imaginaciones supersticiosas de los indos y diciéndoles que sus Shastras tienen un sentido esotérico? Yo conozco perfectamente el idioma, y puedo asegurarle que no hay en él nada que se parezca a una Doctrina Secreta.”
Le respondí sencillamente que en la India entera todos los pandits [sabios] no echados a perder por el occidentalismo, creían lo mismo que nosotros, en la existencia de aquel sentido oculto, y que en cuanto a los siddhis [poderes], yo conocía personalmente a hombres que los poseían y a los cuales yo había visto ejercer sus poderes.
- “Vaya –dijo mi sabio huésped– hablemos de otra cosa.”
Hablamos de otra cosa, y a partir de aquel día hasta su muerte, atacó a nuestras personas y al movimiento teosófico cada vez que se le ocurría.
Encuentro de Solovioff con Morya
Ocurrieron otros fenómenos de cartas durante nuestra estancia en la casa de Gebhard, pero no tengo necesidad de contarlos, bastará con el primero.
Entre los visitadores de H.P.B. se hallaba aquel ruso de talento, Solovioff, cuyo libro ["Una Moderna sacerdotisa de Isis"] aparecido largo tiempo después de la muerte de H.P.B. —lo cual le permitió a Solovioff decir todas las mentiras que él quiso— y en donde muestra a H.P.B. tan sin corazón y despreciable como lo hicieron los Coulomb, aunque cien veces superior como talento.
El 1º de septiembre nos contó su maravillosa visión, en estado de vigilia, de un Adepto, y los notables fenómenos que acompañaron a dicha visita; no como una ilusión dudosa de los sentidos, sino como una experiencia real bastante perfecta para excluir todas las dudas. Pero como decía el profesor Max Muller: “Hablemos de otra cosa”.
(Nota de Cid: Olcott partió de Marsella el 20 de octubre de 1884 rumbo a la India para atender el ataque que los misioneros de Madrás con la ayuda de los Coulomb estaban haciendo contra Blavatsky.
Blavatsky se quedó un poco más de tiempo y partió de Liverpool el 31 de octubre rumbo a la india, pero antes hizo una parada en el Cairo.)
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