LOS FENÓMENOS QUE EL MAESTRO MORYA PRODUJO EN LOS ESTADOS UNIDOS

 
(El coronel Henry Olcott en su libro “Las Viejas Hojas de un Diario I” relató varios fenómenos que el maestro Morya produjo en Filadelfia y en Nueva York entre los años 1875 y 1878.)
 


Las cartas teletransportadas

« H.P.B. se encontraba todavía en Filadelfia [en 1875] y acepté su insistente invitación para que fuese a tomarme varios días de reposo con ella, después de mi largo trabajo.

Creyendo que no faltaría de Nueva York más que dos o tres días, no dejé señas en mi oficina ni en mi club para que me expidiesen la correspondencia; pero viendo en seguida que ella no me dejaría volver pronto, fui a la central de correos para dar las señas de mi casa y pedir que las cartas que allá llegasen para mí, me fuesen traídas.

No esperaba yo ninguna, pero pensaba que en mi oficina, al no tener noticias mías, podrían escribirme al azar, al correo de Filadelfia.

Entonces me sucedió algo que me sorprendió (conociendo en ese entonces todavía tan poco los recursos psíquicos de H.P.B. y de sus Maestros) y que aún hoy, después de tantos otros fenómenos, sigue siendo casi un milagro para mí.

Para comprender mejor esto, que el lector tenga a bien observar cualquier carta que le llegue por correo; verá en ella dos membretes, el de la estafeta de expedición en la cara anterior, y al dorso el de la estafeta de llegada.

Si la carta ha sido reexpedida, debe llevar, por lo menos, esos dos membretes, y además, una serie formada par los de cada estafeta por donde pasa hasta alcanzar al destinatario.

Pues bien, esa misma tarde del día en que di mis señas a la central de correos de Filadelfia, el cartero me trajo cartas que venían de lejos –creo que una de sud América; en todo caso, era del extranjero– dirigidas a mí a Nueva York, y que tenían los respectivos sellos de su estafeta de origen, pero no el de la de Nueva York.

En contra de todos los reglamentos y normas postales, me habían llegado directamente a Filadelfia sin pasar por el correo de Nueva York. Y nadie de Nueva York sabía mis señas en Filadelfia, porque yo mismo no las sabía al partir.

Yo mismo recibí esas cartas de manos del cartero en el momento en que yo salía de paseo, de modo que no pudieron ser manipuladas por H.P.B. »
(Capítulo 2)


Observación de Cid: probablemente fue el maestro Morya quien teletransportó esas cartas.






Los maestros le escribieron a Olcott dentro de esos sobres cerrados

« Al abrirlas, encontré algo escrito en cada una de ellas en los espacios vacíos del papel, de la misma escritura que las cartas de los Maestros recibidas en Nueva York, ya sea en los márgenes, ya sea en los espacios del texto.

Los textos se referían por lo general a mis estudios ocultos, o eran comentarios sobre el carácter de las intenciones de las personas que me escribían las cartas.

Ese fue el principio de una serie de fenómenos sorprendentes que se sucedieron durante más o menos quince días que pasé en Filadelfia.

Recibí allí muchas cartas; ninguna llevaba el membrete del correo de Nueva York, aunque todas fuesen dirigidas a mi oficina en dicha ciudad. »
(Capítulo 2)


Observación: la mayoría de esas respuestas han de haber sido escritas por el maestro Morya.





 
Respuesta del maestro dentro de un sobre cerrado
 
« H.P.B. me hizo ver una noche, sin preparación escénica ni historias, algo del mismo género del primero de esos fenómenos. Yo deseaba saber la opinión de cierto Adepto sobre un tema determinado. Ella me pidió que escribiese mis preguntas, las pusiese en un sobre sellado y colocase éste en un sitio en que yo pudiese vigilarle.
 
Como yo estaba sentado entonces frente al hogar, puse mi carta encima de la chimenea, detrás del reloj, dejando sobresalir el borde del sobre, para tenerlo a la vista.
 
H.P.B. y yo, seguimos hablando alrededor de una hora más, y entonces me dijo que la respuesta había llegado. Abrí mi sobre, cuyo sello estaba intacto, y dentro estaba mi carta, y en mi carta la respuesta del Adepto, con su escritura, escrita en una hoja de un papel verde especial que –tengo todas las razones para creerlo– no existía en la casa.
 
Nosotros nos encontrábamos en Nueva York, mientras que el Adepto se encontraba en Asia.
 
Pretendo que este fenómeno no puede ser tachado de fraude, y que por lo tanto su valor es considerable. No hay más que una explicación posible, bien defectuosa por cierto, aparte de lo que considero ser la verdadera teoría.
 
Es suponer a H.P.B. dotada de un poder hipnótico extraordinario, que hubiese podido paralizar instantáneamente todas mis facultades en forma de impedirme ver que ella se levantaba, sacaba mi carta de detrás del reloj, abría el sobre con vapor de agua, leía mi carta, la contestaba desfigurando la letra, volvía a poner todo en el sobre, que volvía a sellar y a colocar en la chimenea, y me devolvía el uso de mis sentidos sin que mi memoria conservase ni trazas del experimento.
 
Pero yo tenía, y tengo aún, un recuerdo muy claro de haber hablado durante una hora, de haberla visto andar de aquí para allá, y hacer y fumar numerosos cigarrillos, mientras yo cargaba, fumaba y volvía a cargar mi pipa. En fin, recuerdo haber estado con el ánimo de toda persona despierta que está acechando un fenómeno psíquico que va a efectuarse.
 
Si se da algún valor a cuarenta años de familiaridad con todos los fenómenos de hipnotismo y magnetismo y con sus leyes, puedo positivamente declarar que estaba en plena conciencia de vigilia y que he descrito con exactitud los hechos.
 
Tal vez dos veces cuarenta años de experiencia en el plano físico de mâya [la ilusión], no serían suficientes para hacer concebir todas las posibilidades de la ciencia hipnótica oriental. Tal vez yo no soy más capaz que el primer ignorante que se presente, de saber lo que en realidad sucedió entre el momento en que escribí mi carta y aquel en que recibí la respuesta.
 
Es muy posible pero en ese caso, ¿qué valor infinitesimal puede atribuirse a las severas acusaciones de los críticos hostiles a H.P.B., que la trataron de prestidigitadora sin escrúpulos, si no poseen ni siquiera la cuarta parte de mis conocimientos de las leyes que rigen a los fenómenos psíquicos?
 
En la revista Spiritualist de Londres, del 28 de enero de 1876, he contado este incidente al mismo tiempo que otros de la misma clase, y ruego al lector que para más detalles lea ese artículo. »
(Capítulo 23)


Observación: William Judge aseguró que Blavatsky podía hipnotizar sin que las personas se dieran cuenta, pero este fenómeno donde los maestros respondieron dentro de sobres cerrados se efectuaron en múltiples ocasiones, y a veces sin que Blavatsky estuviera presente.
 
 
 
 
 

El largo mechón del coronel Olcott
 
« Yo no sé que haya una clase de fenómenos que puedan clasificarse de hirsutos, pero si los hay, el siguiente incidente puede ser clasificado con ellos, así como el súbito crecimiento de los cabellos de H.P.B., que ya conté en uno de los primeros capítulos.
 
Después de haberme afeitado la barba durante muchos años, me la dejé crecer por consejo de mi médico, para evitar frecuentes enfriamientos de garganta, y en el tiempo de que estoy hablando, mi barba tenía como unas cuatro pulgadas de largo.
 
Una mañana, arreglándome después del baño, descubrí un paquete de pelos largos debajo de la barbilla, junto a la garganta. No sabiendo qué pensar de eso, desenvolví muy cuidadosamente todo ese enredo, lo que me ocupó bien una hora de paciencia, y descubrí con gran sorpresa que ¡tenía un mechón de barba de catorce pulgadas, que me llegaba hasta el hueco del estómago!
 
Ni en mis recuerdos ni en mis lecturas había nada que me ayudase a comprender el cómo y el por qué de ese hecho, pero el fenómeno estaba ahí, palpable y permanente.
 
Cuando le mostré el mechón a H.P.B., ella me dijo que era obra de nuestro gurú durante mi sueño, y me aconsejó que lo conservase para usarlo como un depósito de su aura bienhechora.
 
Se lo enseñé a muchos amigos que no hallaron mejor explicación que darme, pero todos estuvieron acordes en decirme que no lo cortara. De suerte que yo lo metía dentro del cuello para ocultarlo, y esto duró años, hasta que el resto de la barba creció otro tanto.
 
Esto explica porqué con frecuencia se me llamaba “Barba de Rishi”* y por qué nunca cedí a mi constante tentación de cortar ese adorno natural para reducirlo a proporciones más portátiles y menos impresionantes. Pero sea cual fuere el nombre que se le dé a este fenómeno, no fue una mâya [ilusión] sino algo real y tangible. »
(Capítulo 23) 
 

Observación: en sánscrito Rishi significa santo, iluminado, adepto.
 
 
 



Aparición de Morya frente a Olcott
 
« Una noche después de que había terminado nuestro trabajo con el libro Isis Develada, ya me había despedido de Blavatsky y me había retirado a mi habitación, le había puesto el seguro a la puerta como siempre, y me había sentado a leer y fumar, cayendo pronto absorto en mi libro; el cual, si recuerdo correctamente era Viajes en Yucatán de Stephens; en todo caso no era un libro sobre fantasmas, ni tampoco alguno que hubiese podido estimular mi imaginación para que estuviese viendo espectros.

Mi silla y mesa estaban a la izquierda frente a la puerta, mi abrigo de campaña a la derecha, la ventana veía hacia la puerta, y sobre la mesa había una lámpara de gas.
. . .
Yo estaba leyendo tranquilamente, con toda mi atención concentrada en mi libro. Nada en los incidentes de la noche me había preparado para ver un Adepto en su cuerpo astral; yo no lo había deseado, no traté de invocarlo en mi imaginación y era lo menos que esperaba.

De repente, estando leyendo con mi hombro un poco volteado de la puerta, me llegó un resplandor de algo blanco en el rabillo derecho de mi ojo derecho; voltee mi cabeza, y debido a la sorpresa dejé caer mi libro, y vi elevándose sobre mí, en su gran estatura, a un Oriental vestido con ropajes blancos, que llevaba un tocado o turbante de color ámbar rayado, bordado a mano en borra de seda amarilla. Su cabello negro lustroso caía por debajo del turbante hasta los hombros; su barba era negra, partida verticalmente sobre sus mejillas a la usanza rajput, y estaba trenzada en las puntas, y llevada hasta las orejas; sus ojos estaban vivos con fuego del alma; ojos que al mismo tiempo eran benignos y de mirada penetrante; ojos de un mentor y de un juez, pero suavizados por el amor de un padre que mira a un hijo que necesita consejo y guía.

Él era un hombre tan imponente, tan imbuido en la majestuosidad de la fuerza moral, tan espiritualmente luminoso, evidentemente tan por arriba de la humanidad común, que me sentí avergonzado en su presencia, e incliné mi cabeza y me arrodillé como uno hace ante un personaje divino. Sentí su mano ligeramente sobre mi cabeza, una voz dulce pero firme me pidió que me sentara y cuando levanté mis ojos, la Presencia estaba sentada en la otra silla más allá de la mesa.

Él me dijo que había venido en el momento de crisis cuando lo necesitaba; que mis acciones me habían llevado hasta este punto; que sólo en mí estaba si él y yo nos encontraríamos frecuentemente en esta vida como colaboradores por el bien de la humanidad; que había que hacer un gran trabajo por la humanidad, y que yo tenía el derecho de compartirlo si quería; que una misteriosa liga, que no me la explicaría ahora, nos había juntado a mi colega y a mí; una liga que no podía ser rota, no obstante lo tirante que pudiese llegar a estar algunas veces.

Me dijo cosas sobre Blavatsky que no repetiré, al igual que cosas acerca de mí que no le interesan a terceros. No puedo decir qué tanto tiempo estuvo ahí: pudo haber sido media hora o una hora; aunque me pareció sólo un minuto, ya que no me di cuenta del paso del tiempo. Finalmente él se levantó, mientras que yo me admiraba de su gran estatura y observaba la especie de esplendor en su semblante – que no era una brillantez externa, sino el suave fulgor de una luz interna – que proviene del espíritu. Súbitamente llegó a mi mente el pensamiento:

-        “¿Qué tal si todo esto no es más que una alucinación? ¿Qué tal si Blavatsky lanzó una fascinación mesmérica sobre mí? ¡Ojala y tuviese algún objeto tangible que me pruebe que él estuvo realmente aquí, algo que pueda tener cuando él se haya ido!”

El Maestro se sonrió amablemente como si leyera mi pensamiento, desenvolvió el fehtâ de su cabeza, me saludó benignamente despidiéndose y se fue. Su silla estaba vacía, ¡yo estaba solo con mis emociones! Sin embargo, no completamente solo, ya que sobre la mesa yacía el turbante bordado; una prueba tangible y perdurable, de que no me habían “olvidado” o que había sido engañado psíquicamente, sino que había estado cara a cara con uno de los Hermanos Mayores de la Humanidad, uno de los Maestros de nuestra insulsa raza de pupilos.

Mi primer impulso natural fue correr y tocar a la puerta de Blavatsky y contarle mi experiencia. Luego regresé a mi cuarto a pensar, y la gris mañana me encontró aún pensando y resolviendo. A partir de esos pensamientos y de esas resoluciones se desarrollaron todas mis subsecuentes actividades teosóficas y esa lealtad a los Maestros por detrás del movimiento, que los golpes más rudos y las desilusiones más crueles nunca han hecho vacilar. Desde entonces he sido bendecido con el encuentro de este Maestro y de otros, pero poco provecho podría obtenerse en repetir la narración de mis experiencias, de las cuales la que acabo de contar es un ejemplo suficiente. No obstante que otros menos afortunados puedan dudarlo, yo lo SÉ. »
(Capítulo 14)


Observación: ese encuentro sucedió entre 1876 y 1877 en la Lamasería de Nueva York, y el turbante que Morya le entregó a Olcott todavía se conserva en el museo de Adyar, Madrás, India; y a continuación les pongo una foto donde aparece una parte de ese turbante.


El turbante mide 2.44 metros de largo por 65 cm de ancho, y pueden observar como en la esquina de abajo a la derecha se encuentra plasmado el monograma del Maestro Morya

Detalle del monograma







El retrato del maestro Morya

« A continuación les relato como se dibujó el primer retrato de mi Gurú, hecho en Nueva York con lápices negro y blanco, por el señor Harrisse; no tiene aura. De este yo puedo certificar el parecido, así como otras personas que han tenido la dicha de verle. Así como los retratos al óleo de Schmiechen, hechos en Londres en 1884.
 
El primero es un ejemplo de transmisión del pensamiento. No creo haber publicado todavía su historia, pero en todo caso está en su lugar entre estos recuerdos históricos.
 
Siempre se desea poseer el retrato de un corresponsal lejano con el cual se mantienen relaciones importantes y con mayor razón el de un Maestro espiritual, gracias al cual uno ha reemplazado ideas vulgares por un noble ideal.
 
Yo deseaba ardientemente tener por lo menos la imagen de mi venerado Maestro ya que no podía verlo a él mismo; durante mucho tiempo pedí a H. P.B. que me la procurase y me había prometido hacerlo en la primera ocasión favorable. Esa vez ella no tuvo el permiso de precipitarla para mí, pero recurrió a un método más sencillo y bien sugestivo: la hizo dibujar por alguien que no era ocultista ni médium.
 
El señor Harrisse, nuestro amigo francés, era algo artista, y una noche que la conversación había girado sobre la India y el valor de los rajputs, H. P. B. me susurró que trataría de hacerlo dibujar el retrato de nuestro Maestro si yo le proporcionaba los objetos necesarios.
 
No los había en la casa, pero salí a comprar papel y lápices en una papelería muy cercana. El comerciante hizo el paquete, me lo dio por encima de la caja, recibió la moneda de medio dólar que yo la di y me fui.
 
Cuando llegué a la casa, deshice el paquete, y de él cayó al suelo medio dólar, pero en dos monedas de un cuarto de dólar. Como se ve, el Maestro quería darme su retrato sin que me costase nada.
 
H.P.B. pidió entonces a Harrisse que dibujase a su gusto una cabeza de un jefe de la India. Él contestó que no veía eso en su imaginación y que nos haría otra cosa. Pero cediendo a mi insistencia, comenzó a dibujar una cabeza de un indo.
 
H.P.B. me hizo señas para que me mantuviese tranquilo al otro extremo de la sala y ella fue a sentarse cerca del artista, fumando tranquilamente. De tiempo en tiempo ella se acercaba suavemente hasta detrás de él, como para observar sus progresos, pero no dijo ni una palabra hasta que estuvo concluido, como una hora después.
 
Yo recibí el retrato con agradecimiento; lo hice poner en un cuadro y lo colgué en mi pequeña alcoba. Pero sucedió algo raro. Después de haber echado una última mirada al retrato, que aún estaba ante el artista, y mientras H.P.B. lo tomaba en su mano para alcanzármelo, apareció sobre el papel la firma criptográfica de mi Gurú, dándole en cierto modo su imprimatur y aumentando en mucho el valor del regalo.
 
Pero en ese tiempo yo no había visto aún a mi Gurú y no podía juzgar el parecido. Más tarde ví que era real, y además el Maestro me dio el turbante con que el aficionado lo dibujó.
 
He ahí un caso auténtico de transmisión del pensamiento: la transferencia de la imagen de una persona ausente, a la conciencia de un extraño.
 
¿Se produjo esto a través del pensamiento de H.P.B.?
 
Así lo creo.
 
Pienso que esto sucedió de idéntico modo que las transmisiones de figuras geométricas o de otra clase, descritas en las antiguas memorias de la S.P.R., pero con la diferencia de que la memoria misma de H.P.B. proporcionó el retrato ejecutado por Harrisse y que sus poderes ocultos desarrollados le permitieron efectuar directamente la transmisión sin intermediario. Quiero decir que no tuvo necesidad de ver el retrato, dibujado ante ella, para hacerlo pasar al dibujante.
(Capítulo 23)


Observación: Blavatsky señaló en su diario que este retrato fue realizado el 11 de febrero de 1878.














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