LISTA DE CAPÍTULOS

EL CORONEL OLCOTT RELATA SU GIRA EN JAPÓN EN 1889



(El coronel Olcott en 1889 hizo una gira en Japón, y posteriormente él la narró en su libro "Las Hojas de un Viejo Diario IV".)



CAPÍTULO 4b

Invitación para visitar Japón

Mi viaje a Japón fue uno de los más importantes acontecimientos de la historia de la Sociedad Teosófica, y como ya vamos a llegar a él y a ver los asombrosos resultados de esa gira, será conveniente dar algunos extractos de las declaraciones del señor Noguchi (el delegado especial que me enviaron para persuadirme de que hiciera aquel viaje y para escoltarme) sobre el estado religioso del Japón en aquella época y su llamamiento fraternal a la simpatía del público indo, los cuales conmovieron profundamente a los concurrentes de nuestra sesión aniversario, en el Pacheappa Hall de Madrás.




Discurso del Sr. Noguchi

Después de haber dicho que a pesar del alejamiento, el Japón se hallaba aproximado a la India por “una cadena de oro: ese lazo es nuestro común interés en un gran movimiento de renacimiento religioso”, explicó en qué estado se hallaba el Japón desde el punto de vista religioso y lo comparó al de la India antes de la llegada de los teósofos.


"Desde hace diez años [los instructores teosóficos] os ayudan a comprender, y os alientan a que améis, respetéis y defendáis vuestra religión contra enemigos sin escrúpulos.

La encontraron inerte y desesperados a sus fieles, pero le han devuelto la vida y también devolvieron el valor a vuestros corazones.

Casi teníais vergüenza de confesar que erais hinduistas, pero ahora estáis orgullosos de ese nombre; sabéis, habiendo aprendido todas las verdades que encierra vuestra religión, cuáles son vuestros deberes para con vuestros hijos para hacérsela comprender y colocarlos en estado de poder reducir al silencio a los mentirosos que la atacan.

Nosotros, los budistas japoneses, os pedimos que nos prestéis a este hacedor de milagros sociales, a este defensor de la religión, a este maestro de tolerancia, durante un corto espacio de tiempo, a fin de que haga por la religión de mi país lo que él y sus colegas han hecho por la religión de la India.

Rogamos al coronel Olcott que venga para ayudarnos, para reavivar las esperanzas de nuestros ancianos, dar valor a los jóvenes y probar a los estudiantes de nuestras universidades y a los que han sido enviados a estudiar en América y Europa, que la ciencia occidental no es infalible, y que no es la reemplazante sino la hermana natural de la religión.

El coronel Olcott es budista desde hace varios años; ayudó a los budistas de Ceylán para que efectuaran mejoras tan maravillosas que no podrían creerse sin ir a la isla y hablar allí con los sacerdotes y los fieles.
. . .
He sido enviado aquí por un importante comité nacional para pedir al coronel Olcott, nuestro hermano americano, que vaya a darnos el alimento religioso.

¿Queréis prestárnoslo para cumplir esa obra meritoria?"


Luego habló del número y doctrinas de las principales agrupaciones religiosas de Japón, y del estado de desmoralización del clero, después de lo cual Noguchi terminó así:

"Pero hay allí honrosas excepciones entre los sacerdotes, algunos trabajan sinceramente por el Budismo, aunque son pocos.

¿Dónde está la doctrina superior?

La doctrina está allí, pero sus fuerzas vitales se hallan muy reducidas. El antiguo Japón ya no existe, la antigua grandeza y prosperidad del Budismo ya no están más visibles.

¿Qué haremos? ¿Qué debemos emprender para reformar a los budistas y devolver la vida al Budismo? ¿Cómo quitaremos la patina acumulada sobre el edificio de oro del Budismo, para que haga palidecer el esplendor del nuevo monumento de cobre que se trata de erigir?"


Y enumerando las reformas necesarias, agregó:

"Nos es preciso obtener el apoyo desinteresado del coronel Olcott, fundador de la Sociedad Teosófica y reformador de las religiones.

Hemos oído hablar de este hombre honrado y estimado, y del bien que su Sociedad Teosófica hace al Budismo en Ceylán y otras partes. Todos los budistas japoneses esperan hoy su visita y le han llamado Jamakasha, el bodhisat del siglo diez y nueve."


Finalmente enumeró los nombres de los sacerdotes influyentes que le enviaban, dio las gracias a los indos por su hospitalidad, e hizo un llamamiento a la unión de todos los budistas.

Noguchi hablaba en su propia lengua, pero se leyó una traducción inglesa, de la cual extraje lo que antecede.

La profunda seriedad de la alocución de Noguchi pareció hacer resonar en el corazón de los indos una cuerda simpática, y obtuvo los mejores votos de todos los presentes.





Olcott acepta la invitación

Entonces yo no conocía familiarmente su país como ahora, pero lo amaba instintivamente con todo mi corazón, como amo a todos los pueblos orientales, y al aceptar su invitación, yo sentía que con amor y sinceridad se pueden abrir todas las puertas que conducen al corazón de un pueblo.

Yo sabía por mi experiencia propia con la India, Ceylán y Birmania, que la educación moderna no hace más que cubrir con un barniz al hombre exterior, y mientras tanto el hombre interior permanece tal como lo hicieran la herencia y el Karma.

Vi también que hasta una débil voz de hombre podría despertar el adormecido sentimiento religioso, al menos en los hombres más serios de aquel pueblo, y provocar su regreso del resbaladizo sendero de los deseos inmoderados y las ambiciones personales, para llevarlos de nuevo al hermoso y ancho camino trazado por el Buda y seguido por sus antepasados desde hace trece siglos.

No sería yo, sino el poder del Buddha Dharma, el que se erguiría contra las fuerzas de la irreligión y la rebelión contra la moral.

Cuando volvíamos en coche, el señor Noguchi me expresó su asombro de que una concurrencia tan enorme lo hubiera escuchado con tanta cortesía y silencio, y me dijo que era menester que yo no esperase nada semejante de los auditorios japoneses, que tenían la costumbre de interrumpir a los oradores con protestas y comentarios, haciendo a veces bastante ruido.

Le dije que no se inquietase por eso, porque nunca me había sucedido sufrir una interrupción al hablar, tal vez porque hacía pensar tanto a mis oyentes que su mente no tenía tiempo para distraerse.

El resultado, como se verá más adelante, me dio la razón, porque sería imposible concebir una recepción más cortés que la que se me hizo en el Japón.

El último día del año escribí en mi diario:

“Así termina el año 1888, que ha estado lleno de asuntos desagradables, pruebas y obstáculos, siendo, sin embargo próspero en el conjunto. Las dimisiones de Subba Row, de Oakley y otros, han traído molestas consecuencias, como el mal humor y casi rebelión de Tookaram Tatya, inducido al error por las maquinaciones de X. Las previsiones para 1889 son bastante mejores; nos hemos desembarazado de cierto individuo pestilencial que nos hacía todas las ruindades posibles."






CAPÍTULO 5

Despedida al coronel Olcott

Como mi salida para Japón se fijó para el día 10 de enero [de 1889], tenía bastante trabajo para hacer: publicar mi informe anual y poner todas las cosas en orden durante los pocos días que me quedaban.

Dharmapala, que se hallaba decidido a acompañarme, salió el 1º para Colombo, a fin de hacer sus preparativos, y yo me embarqué con Noguchi el día fijado.

La travesía fue tranquila y agradable, y una multitud de amigos budistas me aguardaban a la llegada.

Las reuniones públicas, las recepciones y las visitas, una gran cena ofrecida por la Rama de Colombo y una conferencia o dos llenaron suficientemente mi tiempo y me hicieron acostar cada noche agotado y cayéndome de sueño.

El 17 por la noche recibimos la más conmovedora despedida en una numerosa reunión en la cual el gran sacerdote pronunció un discurso sobre Bana. Hacía un calor sofocante en el salón repleto, y desbordaba el entusiasmo.





Discurso de Sumangala Thero

(Quien fue uno de los pioneros del movimiento revitalista budista de Sri Lanka en el siglo XIX.)

La alocución de Sumangala Thero fue muy elocuente y lleno de bondad, indicando la magnitud de la tarea que yo había emprendido, y me entregó una carta de presentación en sánscrito para los principales sacerdotes del Budismo japonés, asegurándoles que podían contar con la entera simpatía y la buena voluntad de sus correligionarios de la Iglesia del Sud.

En su discurso recordó la historia del monje budista Puna, que al partir en misión de propaganda por el extranjero, fue interrogado por el Buda sobre la conducta que pensaba seguir en caso de que fuese insultado, rechazado, lapidado, perseguido o matado, o si se negaban a escucharle.

Él se declaró dispuesto a sufrir todo, soportar lo que fuese, y a perder la vida si era necesario, por difundir el Dharma en las naciones extranjeras que todavía no disfrutaban del inestimable privilegio de haberle oído predicar.

Me aplicó esta lección y exhortó a los cingaleses para que probasen su fidelidad con actos de renunciación.

Para terminar dijo:

“Es el único hombre que puede emprender con éxito esta misión en favor del Budismo. Es por lo tanto una suerte que nuestros hermanos japoneses hayan oído de él y del gran bien que ha hecho a nuestra religión, y lo hayan mandado buscar para ayudarlos a ellos también”.

Después de saludar a Dharmapala y decir que “es digno de compartir el honor de esta obra y será el primer cingalés que pondrá el pie en el suelo del Japón (lo cual era un error pues encontré allá un comerciante de Ceylán), agregó:

“Invoco sobre sus cabezas las bendiciones de los devas y os ruego a todos que los sigáis con vuestros más sinceros votos”.

(Extracto del informe de C. W. Leadbeater en The Theosophist de febrero de 1889)


Cuando por fin salimos del salón para dirigimos al vapor, y nos encontramos en la calle alumbrada por la luna, de todas partes se oyeron las aclamaciones de ¡sadhu! !sadhu! [que significa: hombre santo].

Ante eso los corazones de Noguchi y de Dharmapala se sintieron henchidos como el mío de valor y esperanza para afrontar las dificultades que nos aguardaban.

Mas si se compara esto con los esplendores de la recepción en la corte de Roma a la embajada japonesa de 1854, cuán modestas y poco notables eran las condiciones de nuestra partida: sólo un maestro de escuela japonés, representante de una pequeña comisión de entusiastas, jóvenes en su mayoría, que viene a tomarme de la mano y a conducirme a Japón, pero no para establecer allá el Cristianismo sino para revivificar el Budismo.

Sin embargo, por lo que sigue se verá qué grandes resultados pueden ser obtenidos por medios insignificantes.





El viaje a Japón

Me he vuelto tan supersticioso con respecto a la asociación de los números 7, 17 y 27 con los acontecimientos más importantes para la Sociedad Teosófica, que confieso haber hallado de buen augurio para nuestra gira embarcarnos en el Djemmah el 17 del mes.

Era mi primer viaje largo a bordo de un barco francés y quedé encantado del trato de a bordo.

Viajando en segunda clase, como lo hacía casi siempre por motivos de economía, vi que estábamos en un pie de igualdad con los pasajeros de la primera clase y que no se nos trataba como parias según sucedía en los barcos ingleses.

La comida era la misma salvo que había un número menor de entradas y la supresión de una comida a mediodía después del almuerzo de las diez.

Los oficiales eran corteses, los empleados eran respetuosos y cuidadosos como los de una buena casa, y la sala de los equipajes era accesible todos los días a ciertas horas por una corta escalera.


Llegamos a Singapur al sexto día, y algunos cingaleses que se habían establecido allí vinieron a vernos, y al día siguiente formamos una Rama local con veinte miembros.

Salimos el mismo día y llegamos a Saigón, la coqueta y pequeña ciudad del Cambodge, el día 27, que era domingo.

Como Pondichery, Chandernagor y todas las demás colonias francesas, Saigón tiene marcado aire nacional. Hay cafés, mesas de mármol en las aceras, chapas azules en las esquinas de las calles, tiendas que recuerdan al Palais-Royal, un teatro subvencionado por el gobierno, militares que se pasean de uniforme, paisanos con cintitas en el ojal, y otros signos exteriores de ocupación gala.

Aquella noche se representaba Romeo y Julieta y todos los pasajeros acudieron. El teatro hubiera asombrado a los franceses caseros porque se levantaba en un gran jardín y se abría a todas las brisas por arcos en los lados, y tenía anchas galerías abiertas, para pasearse en los entreactos. Era un modo agradable de romper la monotonía de un largo viaje por mar.

El jardín zoológico de Saigón es muy bonito, y en aquel momento poseía una espléndida colección de pájaros de toda clase, que era tan hermosa como cualquiera de las que he visto.

Poco faltó para que me dejara eternos recuerdos, porque a un enorme flamenco rosa se le ocurrió perseguirme, y hubiera tenido que sufrir su sólido pico si no hubieran distraído su atención en el momento crítico.


El 28 partimos para Hong–Kong, y el invierno comenzó a darnos alcance en el camino; el pobre Dharmapala tiritaba y sufría con el viento helado. Hong–Kong estaba en pleno festejo por ser día de año nuevo chino (1º de febrero), y su aspecto nos interesó mucho. 

Los hombres y las mujeres vestidos de gala, con sus niños de caras raras de luna llena, con las mejillas pintadas y la cabeza afeitada, las calles llenas de jinrikshas, de palanquines y de extrañas carretas; en medio del estallido de cohetes, de comerciantes que vendían corriendo toda clase de alimentos; llevando su hornillo colgando de una pértiga que llevan al hombro, y otras muchas cosas raras que se veían.

Al otro día salíamos para Sanghai y entramos en seguida en una corriente de aire frío que nos hizo refugiar alrededor de la estufa, y me hizo ver lo que la permanencia en el trópico hace de las constituciones occidentales: Dharmapala comenzó a sufrir de dolores reumáticos en los pies y las piernas y a desear hallarse en su cálido Ceylán.

El vapor ancló en Woosung, que sirve de puerto a Shanghái, que está situado más arriba sobre el río; nos asaltó una tempestad de nieve, lo que nos dio tan pocas ganas de bajar a tierra, que permanecimos en el barco, dejando a los otros pasajeros que remontasen el río en el vapor de la compañía.

El 6 salimos para Kobé (Japón) con un hermoso día, claro y asoleado; el sol estaba bastante agradable, pero uno se helaba a la sombra.

El 27 a mediodía entramos en la atmósfera más sólida de la Corriente Negra que atraviesa el océano hasta el Japón y modifica la temperatura del aire y del agua.

En la costa de Corea se dejó ver una isla encantadora con montañas nevadas, y el día 28 navegábamos en el mar interior del Japón, rodeados de panoramas maravillosos que lo han hecho célebre. A veces, me parecía navegar por el río Hudson o el lago George.

El 9 de febrero por la mañana estábamos en Kobé, y antes de que me hubiese arreglado, algunos miembros del comité de invitación bajaron a mi camarote para manifestarme su alegría por recibirme en su país.





Recepción en Japón

En el muelle, alineados en una sola fila, se hallaban sacerdotes budistas de todas las agrupaciones que me saludaron con esa cortesía exquisita por la cual es reputada su nación.

Naturalmente, la primera cosa que habría de chocar a un hombre habituado al traje y aspecto de los monjes del Sud, era el contraste absoluto de los trajes de los monjes japoneses.

En lugar del manto amarillo, de la cabeza descubierta, los brazos, piernas y pies desnudos, les veíamos envueltos en trajes voluminosos con grandes mangas colgantes, casi todos con la cabeza cubierta, y los pies en calcetines con el pulgar independiente, calzados con sandalias o zuecos.

Usan ropas interiores y exteriores, con frecuencia varias una sobre otra, y en invierno todo eso está acolchado para preservarse del frío extremo; unos las usan de seda, otros de algodón.

En ciertas partes del Japón la nieve se junta hasta una altura de ocho pies, y en algunas montañas no se derrite nunca. Por lo tanto es evidente que las vestiduras flotantes de algodón, usadas en Ceylán, la India y Birmania, no convendrían en los países del Norte en los cuales florece el Budismo.

Nos hicieron subir a cada uno en un cochecito (jinrikisha) arrastrado por un hombre, y todos en fila india nos trasladamos al templo más antiguo de la Escuela Tendai, donde solemnemente me dieron la bienvenida, y yo respondí como era consiguiente.

Esa noche di una recepción que se convirtió en conferencia. Por la tarde había ido al consulado norteamericano a fin de sacar para Kioto mi pasaporte, sin el cual no hubiera podido viajar según las leyes de entonces.

El venerable gran sacerdote de aquel templo me trató con la mayor urbanidad, y me aseguró que la nación entera me esperaba para ver y oír al defensor del Buddhismo.





Kioto

Después de una segunda conferencia, salimos al día siguiente para Kioto por ferrocarril, y en la estación me aguardaba una multitud de simpatizantes, así como en la calle.

Formando un cortejo, nos condujeron al hotel, y después de reposar un poco y de tomar algunos refrescos, nos llevaron al gran templo de Chion-in de la secta Jodo, donde recibí visitas en la sala de la emperatriz hasta el anochecer.

Era magnífico el cuadro que formaban los biombos de lacas preciosas, los kakemonos pintados, bronces y pinturas en seda. Esta sala está destinada a la emperatriz cuando viene al templo, y se dejó que yo la usara para diversas recepciones durante mi permanencia en la antigua capital.

Después de cenar me fuí a pasear, como buen americano, con un intérprete, e hice conocimiento con los encantos de aquellos cochecillos, vehículos excelentes a condición de que el hombre que tira de ellos se tenga de pie y no esté ebrio.

Pero el mío lo estaba, y de pronto se desplomó, de suerte que me vi proyectado al aire por encima de su persona. Felizmente para él, yo tenía las piernas firmes y me hallé de pie, con uno a cada lado de su cabeza, y sin otro contratiempo.

Después de un pequeño paseo por la calle de los teatros, y una detención para ver unos pájaros que hacían toda suerte de habilidades, me sentí encantado de meterme en la cama temprano, porque estaba bastante fatigado.

El pobre Dharmapala tenía dolores en el pie y sufría cruelmente.

Al otro día fui invitado a una imponente ceremonia en el templo de Chion–in, en la cual tomaban parte alrededor de seiscientos sacerdotes. Era para conmemorar la promulgación voluntaria de la constitución por el emperador actual, gesto que acertadamente se ha calificado de magnánimo y sin precedente.

El soberano indiscutiblemente más autocrático del mundo entero, profundamente preocupado por el bien de su país y de su pueblo, le otorgó el privilegio de un gobierno constitucional, sin ser forzado como el rey Juan de Inglaterra lo fue por sus barones, sino por propia iniciativa, y porque amaba a su pueblo con todo su corazón.

Las ceremonias del templo comprendían la salmodia de centenares de versículos; ritmados por golpes sordos de tam–tams, que producían vibraciones de un carácter hipnótico muy marcado.

A petición del gran sacerdote me coloqué ante el altar frente a la estatua del Buddha para recitar el Pancha Sila en pali, como se hace en Ceylán, y el interés fue tan grande que nadie se movió hasta que terminé.

Para un ciudadano americano, era una experiencia única verse allí donde jamás un hombre de su raza había estado antes que él, en presencia de aquellos centenares de sacerdotes y millares de laicos, entonando las sencillas sentencias que resumen las obligaciones de todos los buddhistas practicantes de la Iglesia del Sud.

No podía impedirme a mí mismo sonreír interiormente al pensar en el horror que hubieran sentido mis antepasados, puritanos del siglo diez y siete, si hubiesen podido prever este día nefasto!

Estoy seguro de que si yo hubiera nacido entre ellos en Boston o en Hartford, habría sido ahorcado por herejía en el árbol que estuviese más a mano en su naciente colonia. Y soy muy feliz de creerlo así.

Según el histórico libro del Nihongi, los primeros libros y las primeras estatuas buddhistas fueron introducidas a Japón por Corea, en el año 552 de nuestra era, pero la religión no se hizo popular en seguida.

En el comienzo del siglo nueve, el sacerdote Kukai, más conocido por su nombre póstumo de Kobo Daishi, formó mezclando el Buddhismo, el Shinto y las doctrinas de Confucio, un sistema llamado Ryobru Shinto, cuyo carácter más saliente es considerar a las divinidades del Shinto como transmigraciones de divinidades búddhicas.

El Buddhismo presentado de tal modo, obtuvo pronto la supremacía y llegó a ser la religión de la nación entera. Los diversos emperadores hicieron grandes donativos a los monasterios y templos, pero éstos fueron rescatados después de la revolución de 1868, y el Buddhismo ha dejado de ser religión del Estado desde el 1º de enero de 1874.

Ciertos templos reciben todavía subvenciones acordadas por el Gobierno, pero es porque los monjes están encargados de cuidar las tumbas de los antiguos soberanos; los otros, que si no me equivoco, son unos 70'000, están sostenidos por la caridad de los fieles.


El 12 de febrero fuí a presentar mis respetos al gran sacerdote de la Escuela Shingon, que es llamada la secta esotérica del Japón. Mantuve con él una larga e interesante conversación, de la cual resultó que teníamos muchas ideas comunes.

Aquel sabio prelado me demostró mucha benevolencia y me prometió una buena acogida por parte de todos los de su congregación.

A las dos, pronuncié un discurso en el vasto salón de predicación del templo Chion-in, ante unas 2'000 personas. El señor Kinza Hirai traducía, y mis palabras sobre el estado del Buddhismo y fueron recibidas con atronadores aplausos.

Al siguiente día fuí recibido solemnemente en el gran templo del Hongwanji occidental, una de las dos divisiones de la Escuela Shin-shu. El templo estaba adornado con la bandera nacional, y en mi honor habían puesto la bandera buddhista inventada por los buddhistas cingaleses de la Sociedad Teosófica.

En todo el Japón se me hizo esta encantadora cortesía y hallé ambas banderas unidas en todos los hoteles, estaciones o templos que visité.

El día del cual estoy hablando, 600 discípulos de la escuela del templo se colocaron en dos filas para saludarme a la llegada. Se me pidió que les hablase sobre el tema de la educación y la religión, después de lo cual se sirvió una colación de frutas, pastas, etcétera.

El viajero se asombra al ver con qué gusto exquisito en Japón confeccionan los confiteros sus obras maestras: los pasteles tienen la forma de flores, tan hábilmente modeladas y pintadas que en la ligera caja de madera de arce con compartimentos en que os las ofrecen sobre algodón, uno puede suponer que son flores de invernáculo.

Este sentido artístico se ve en Japón en todos los detalles de la vida, forma parte integrante del carácter nacional. En las comidas, las legumbres variadas, cuando se levanta las tapaderas de laca que las cubren, se encuentran dispuestas de modo que presentan contrastes de colores que las hacen más apetitosas.

jQué pueblo dulce y encantador! ¡Quién podría no quererlo después de haberlo visto en su hogar!

Al otro día se me hizo una recepción semejante en el Hongwanji oriental, al cual pertenece Bunyu Nanjio, el brillante discípulo sanskritista del profesor Max Muller, con quien editó la Sukhavati Vyuha, descripción del paraíso de Amida.

Para mí era un gran placer conocerle, y le estoy agradecido por haberme servido varias veces de intérprete. Me hicieron visitar el enorme templo, entonces casi terminado, y que era el más hermoso del país. Me enseñaron unos enormes cables de 16 pulgadas de espesor y de 18 metros de largo cada uno, tejidos exclusivamente con los cabellos de mujeres piadosas que los habían ofrecido para que se utilizasen en levantar los pilares del nuevo templo.

¿Alguna vez habéis oído hablar de una devoción semejante?

Aquel día recibía mi primer regalo de libros para la biblioteca de Adyar que posee una gran y rica colección japonesa, gracias a la generosidad de nuestros amigos de aquel país.

Dí mi tercera conferencia en Kioto, esa noche, a la muchedumbre paciente habitual, y en seguida posé para mi retrato ante un artista del cual no sé el nombre, y no sé que se ha hecho de él.





Osaka

El 15 fuí a Osaka, la segunda ciudad del país, porque Kioto es sólo la tercera. En el Japón es lo que Liverpool y Glasgow son en el Reino Unido, o Boston y Filadelfia en los Estados Unidos.

Uno de los barrios lleva el nombre de Tenno-ji, templo de los Reyes del Cielo, porque es uno de los santuarios más sagrados del Buddhismo; lo visité al día siguiente, y me dijeron que era el templo más antiguo del Japón.

Hay allí una biblioteca giratoria cuyos libros están colocados en dos estantes giratorios, exactamente como nuestras bibliotecas modernas recientemente inventadas, pero la de Tenno-ji es inmensa, y está allí desde hace muchísimos años.

Una de las cosas interesantes para ver en aquel lugar es un templo para los niñitos que han dejado los brazos de sus madres llorosas para entrar en el paraíso japonés. Está lleno de vestiditos, juguetes y otros objetos que pertenecieron a los niños, y hay allí una campana que la madre toca antes de hacer su oración para que las orejitas cerradas por la muerte, pero reabiertas en una esfera más brillante, puedan oír el grito de su corazón y que el niño aproximándose sienta la oleada de amor que se lanza hacia él.

El decano de los guardianes del templo me díó una antigua moneda japonesa de oro, plana, delgada, redondeada y con caracteres chinos.

Dí una conferencia en la Sociedad para la Regeneración de los Presos.

Había tenido que hablar también en una escuela para niñas y en otra para Varones.

El frío húmedo que penetró de tal modo por estar obligado a permanecer sin zapatos con mis calcetines de algodón, que atrapé un gran resfriado que amenazaba trocarse en neumonía. Pero un baño de pies muy caliente, tomado a tiempo, y un buen sueño, detuvieron los progresos del mal.

Desgraciadamente Dharmapala no tuvo la misma suerte, porque los dolores de sus pies aumentaron de tal modo que se vió obligado a ingresar en el hospital de Kioto, y permanecer allí hasta los últimos días de mi gira.

La bondad de todos (empleados del hospital y visitadores) fue sencillamente maravillosa. Un grupo de jóvenes buddhistas se constituyó en cuerpo de enfermeros y no se separó de él ni de día ni de noche, adivinando sus necesidades y cuidándolo con cariño.

Esa costumbre nacional de quitarse los zapatos al entrar en las casas, es peligrosa para los extranjeros y sufrí mucho con ella hasta que un amable inglés de Kobé me recomendó que llevase en el bolsillo un par de calcetines gruesos de lana como los que usan los campesinos franceses dentro de los zuecos en invierno, y que me los pusiera en la puerta al quitarme los zapatos. Recomiendo que tomen la misma precaución a los que vayan al Japón.

Después de dar varías conferencias en diversos templos, volví el 18 a Kioto, dejando a Noguchi enfermo, en la cama.





Problemas monetarios

En este punto había llegado a un momento crítico de mi gira japonesa. Supe que el comité de jóvenes que me había invitado no tenía a su disposición los fondos necesarios para cubrir los gastos de la gira, y que se habían visto obligados a hacer 10 sens en la puerta para mis conferencias de Kioto a fin de proveer a los primeros gastos.

Entonces las ricas autoridades de la Escuela Shin-Shu, habían ofrecido encargarse de mi gira y pagar todo, con la condición de que se retirase el comité primitivo y les dejase la entera dirección.

Esta oferta aseguraba completamente el éxito de la gira, pero no me satisfacía porque era una solución equivalente a abandonarme por completo a una de las nueve principales escuelas buddhistas para que me escoltara por el imperio, lo cual podría hacer creer al público que yo compartía las doctrinas del Shin-Shu.

Ahora bien, dicha escuela presenta la anomalía de que los sacerdotes se casan y forman una familia, cuando el Buddha prescribió claramente el celibato a los monjes. Ellos justifican eso diciendo que son solo ramaneras, o como diríamos nosotros, clérigos, y no sacerdotes.

Sea como sea, no hubiera sido prudente por mi parte consentir en ese arreglo –preparado por el comité sin mi consentimiento– y me rehusé.





Olcott organiza un concilio

Envié invitaciones a los principales sacerdotes de todas las escuelas, para que se reuniesen en concilio, en la cámara de la emperatriz en Chion-in, el 19 de febrero, para oír lo que yo tenía que decirles.

Se me manifestó que tal reunión era algo inaudito en la historia del Japón, porque jamás se había hecho anteriormente ninguna clase de concilio general de todas las escuelas.

Pero esto no me inquietó porque ya había establecido relaciones amistosas en la India y Ceylán, entre sacerdotes, pandits y otros de agrupaciones diferentes, y experimentaba en mí ese sentimiento de poder y de certidumbre que asegura el éxito.

El hecho es que la entusiasta bienvenida con que se me acogió inmediatamente y desde el momento de mi desembarco, y las enormes multitudes que se apretujaban por oír mi mensaje de amor fraternal, me habían colocado en situación de dictar mis condiciones y no tenía la menor intención de permitir explotar mi visita por una sola escuela, por más rica o poderosa que fuese.

Pienso que mi decisión sirvió para influenciar a ciertos jefes sectarios que acudieron a oír mis opiniones, aunque estaban dispuestos a no dejarse persuadir, ni a consentir ningún argumento insidiosamente presentado, que pareciera tender a asignarles individualmente un lugar que pudiese disminuir su importancia ante los ojos de sus discípulos y del público.

En todo caso, el concilio se reunió el día indicado, y tuvo un completo éxito, como se verá por la continuación de mi relato, en el próximo capítulo.






CAPÍTULO 6

El concilio

El día de nuestra reunión el sol era brillante y su luz reflejada hacía chispear al oro de las tablas de laca y florecer en mil colores exquisitos las lucientes sedas bordadas.

Se había puesto una larga mesa en medio del salón, con sillas a cada lado, que debían ser ocupadas por los grandes sacerdotes en orden de edad, como yo lo indiqué, mientras que una mesita en un rincón, estaba destinada al intérprete Matsamura, de Osaka.

Me invitaron a que ocupase un sitio en la cabecera de la mesa grande, pero decliné respetuosamente diciendo que yo no tenía ningún rango oficial en la Orden, y que por lo tanto no podía serme atribuido. Como extranjero y laico, sería más conveniente colocarme con mi intérprete en la mesa pequeña.

Ese fue el segundo punto establecido porque el primero fue hacerlos sentar por edad, dado que el principio de inclinarse ante la superioridad de los años, era universal en Oriente. Al mismo tiempo, esto salvaba la dificultad de saber qué organización ocuparía la cabecera; era un punto de etiqueta tan espinoso como en el país donde el gran Douglas decía: “Donde Douglas se siente, allí está la cabecera de la mesa”.

Entre los delegados había varios ancianos encorvados, con cabellos grises, que mantenían calientes las manos y el pecho en aquella sala sin calefacción con braseros de cobre colocados sobre la mesa ante ellos, y con un aparato ingenioso.

Era un recipiente de estaño, curvo, con tapa por un lado, y que se colocaba sobre el estómago bajo un cinturón; un rollo de polvo de carbón envuelto en papel, ardía lentamente en el interior, desprendiendo un calor suave.


Después de estos preliminares, hice leer, ante todo, por Matsamura, una traducción japonesa de la carta sánscrita de Sumangala a los buddhistas del Japón (de la cual ya hablé antes) y en la que rogaba a sus correligionarios que me recibieran como un budista sincero y dedicado, y me ayudasen a cumplir mi labor.

A esto siguió la lectura de una carta colectiva del mismo género, escrita por los principales sacerdotes de las dos organizaciones budistas de Ceylán.

Leí en seguida en inglés el discurso donde yo había definido mis ideas y esperanzas sobre esta gira, y mis razones para reunir el concilio.

Y como las consecuencias de la reunión fueron importantes y duraderas, y aquel acontecimiento quedó como histórico en el Japón, daré, según la revista The Theosophist (suplemento de abril de 1889), extractos del discurso.

“Mis Reverendos.

Os he invitado a reuniros hoy en terreno neutral para una consulta previa. ¿Qué podemos hacer por el Budismo? ¿Qué debemos hacer por él? ¿Por qué las dos grandes mitades de la Iglesia Budista permanecen más tiempo ignorándose la una a la otra?

Rompamos ese largo silencio. Tendamos un puente sobre el abismo de dos mil trescientos años; que los budistas del Norte y los del Sud constituyan una gran familia.

El gran cisma se produjo en el segundo concilio de Vaisali y he aquí algunas de las causas en las siguientes preguntas:

¿Pueden los monjes guardar sal en cuernos para servirse de ella más tarde?

¿Pueden comer los monjes alimentos sólidos después de mediodía?

¿Pueden beber bebidas fermentadas que se parezcan al agua?

¿Pueden usar asientos cubiertos de tela?

¿La Orden puede recibir oro y plata?


¿Es en realidad posible que la gran familia budista permanezca desunida por tales motivos?

¿Qué es más importante, mis reverendos que la sal sea guardada o no para servir más tarde, o que la ley del Buda sea predicada a toda la humanidad?

He venido desde la India, un viaje de 5'000 millas, que es largo para un hombre que tiene cerca de sesenta años, para haceros esa pregunta.

Respondedme, oh grandes sacerdotes de las doce escuelas budistas de Japón. … No tengo nada que decir en particular a ninguno de vosotros pero hablo a todos. Mi misión no es propagar las doctrinas particulares de ninguna escuela, sino reunirlas todas en una empresa sagrada.
. . .
Ved dos cosas que tenemos que hacer: en los países budistas, revivificar la religión, purificarla de sus corrupciones, preparar libros elementales y adelantados para la instrucción de los niños y edificación de los adultos, y a fin de hacerles ver a qué mentiras recurren nuestros enemigos.
. . .
Y también es nuestro deber, señalado por el mismo Señor Buda, enviar a los países lejanos como Europa y América, misioneros para ofrecer a los millones de hombres que ya no creen en el Cristianismo, una nueva religión para reemplazar a la antigua, y que satisfaga su espíritu y su corazón.
. . .
Otro deber que deberéis cumplir es comparar los libros de las dos Iglesias, ver qué partes son antiguas y cuáles más recientes. … y el resultado de esos trabajos deberá ser publicado en todos los países budistas.
. . .
Tal vez nos hará falta reunir un gran concilio en Buddha Gaya o Anaradhapura, para llegar a dicho acuerdo. ¡Qué magnífico espectáculo lleno de esperanza sería ese! ¡Que nuestros ojos puedan verlo!”


Les expliqué después lo que era la Sociedad Teosófica y su división budista de Ceylán; les propuse fundar Ramas en todo el Japón, en unión con las de Ceylán, Birmania y Singapur, a fin de que trabajen todas de acuerdo para la expansión del Budismo.

Les aconsejé que formasen grandes sociedades de propaganda, siguiendo el ejemplo de las sociedades de los misioneros, sociedad bíblica y otras.

Les recordé los trabajos de los sabios europeos, como Max Mûller, Burnouf, de Rosny, Saint-Hilaire, Rhys Davids, Beal, Fansboll, Bigandet, y otros que han hablado de Buda en los términos más simpáticos.

Y también mi Catecismo Buddhista, publicado desde hacía ocho años por los budistas de Ceylán y traducido ya a quince idiomas.

Desde el punto de vista práctico, sugerí la formación de un Comité General de los asuntos budistas, comprendiendo representantes de todas las escuelas, que deberían actuar en favor de los intereses generales del Budismo y no de los de ninguna escuela o subdivisión.

Insistí mucho sobre ese punto, y agregué que me negaba decididamente a hacer la gira por el Japón a menos de que no fuese bajo los auspicios de todos, porque de otro modo mis llamamientos serían interpretados como hechos en favor de tal o cual escuela que me acompañase, y sus efectos serían nulos.

Les advertí que los misioneros cristianos habían abierto los ojos y que su celo no ahorraría ningún esfuerzo hasta llegar a la mentira y la calumnia para desacreditar mi misión, como ya lo habían hecho en la India y Ceylán.

Y finalmente les previne que si no formaban dicho Comité General, tomaría el primer vapor que saliera, para volver a mi casa.


Dharmapala, que aquel día estaba algo mejor, fue traído en una silla y asistió a toda la sesión.

Me figuro, cuando vuelvo a pensar en ello, que aquellos venerables pontífices, jefes espirituales de 39 millones de japoneses, y dueños de 70'000 templos, me habrán encontrado tan imperioso como mi compatriota el comandante Perry, que abrió el Japón por la fuerza.

Esto ahora no tiene importancia dado que aceptaron mis condiciones: se formó el Comité General, se devolvió al Comité de los jóvenes, los gastos que habían hecho, y a partir de ese momento mi programa fue establecido por mi Comité de manera que visitase todos los centros budistas importantes del imperio japones, y fuese recibido sucesivamente por cada escuela, dando mis conferencias en ciertos templos elegidos por cada una de ellas.

Se sacó una fotografía del Comité conmigo y mi intérprete Matsamura, para ser utilizada en esa gira, y hoy se la puede ver todavía en Adyar.








Olcott continúa con su gira

El 20 de febrero está anotado en mi diario como una fecha tranquila, un reposo después de los duros trabajos del concilio.

Consentí en ir a Yokohama después de recibir telegramas anunciando que todo estaba preparado para recibimos. Ese día y los siguientes recibí numerosas visitas, pero mi placer se veía anulado al ver los sufrimientos de Dharmapala, que se hallaba en un estado horrible.

Tuve tiempo para visitar una nueva filatura de seda, cuyas máquinas fueron instaladas por el representante de una gran fábrica de Birminghan. Me hizo notar lo perfecto de la instalación, que según me aseguró, era la más hermosa que se podía conseguir y que él había visto en los veinte años que se ocupaba de eso.

Esto me chocó como a él pensando que si los japoneses usaron la misma prudente previsión al comienzo de todas sus empresas manufactureras, resultarán formidables competidores en el comercio mundial. Los días pasados desde entonces han transcurrido, han demostrado la exactitud de nuestros pronósticos.

El 24 fui a Otsu a dar una conferencia a orillas del lago Biwa; había allí un grupo de cristianos entre mi auditorio, pero cuando oyeron que yo explicaba las bellezas de la ley del Buda, los pobres se marcharon todos.

El lago Biwa es uno de los más bonitos del mundo; sus aguas son tranquilas como un espejo, sus montañas están cubiertas de nieve y sus colinas se ven revestidas con bosques de pinos, el todo forma un cuadro encantador.

Una leyenda cuenta que en una catástrofe sísmica ocurrida el año 286 antes de J. C., aquel lago se formó en una sola noche, mientras que a doscientas millas de distancia, el pico de Fuji San se elevó a su altura de 4'000 metros con un cráter de 500 pies de profundidad.

Era muy interesante oír contar las leyendas populares de los dioses y los héroes de la localidad, y de sus grandes hechos, mientras nos hallábamos sentados en las pendientes ante el templo de Mi-de-ra, rodeados de aquel magnífico panorama.

Al mismo tiempo yo llevé la mente de los que me rodeaban, al objeto de mi misión. Mirando hacia abajo de nosotros, desde un pabellón de te en el saliente de una colina, la ciudad de Otsu, y señalando la gran aglomeración de casas, pregunté cuántos budistas hallaría allí el Señor Buda si estuviese entre nosotros.
 
-        “Pues, tantos miles”, me respondieron, citando aproximadamente la cifra de la población.
 
-        “No es eso lo que quiero decir, repliqué por qué cuántos de entre esos millares hallaría el que fuesen verdaderos budistas que aplican los cinco adeptos.”
 
-        “¡Oh!, casi ninguno”, respondieron.
 
-        “¡Pues bien", dije a modo de conclusión, "tratemos de aumentar con esmero ese número con nuestros buenos consejos, pero sobre todo con nuestros ejemplos.”

Ellos recibieron esto muy bien la totalidad es que siempre les hallé dispuestos a reír cuando yo hacía una observación a costa suya, porque tienen un carácter encantador, no conservan rencor cuando están convencidos de que se les quiere y que se les desea su bien.


Al otro día, fui a ver a Dharmapala al hospital, y le hallé algo mejor.

Los visitadores ocuparon el resto de mi tiempo, y la primera petición de carta Constitutiva para la fundación de una Rama de la Sociedad Teosófica, me llegó ese día.





Yokohama

El 27 me embarqué en Kobé para Yokohama en un excelente barco japonés, y llegué el 28, después de una encantadora navegación por el mar interior, disfrutando unas vistas grandiosas del Fujiyama.

Las laderas de ese volcán son tan suaves que la vista se engaña y juzga que la montaña es bastante menos alta de lo que es en realidad.

A la llegada me aguardaban los representantes del Comité General, y me escoltaron hasta el Gran Hotel donde me alojé muy cómodamente.





Tokio

Salimos para Tokio en el tren de las cuatro. Una enorme multitud rodeaba la estación para recibirme, y yo no pude dudar, y el Comité tampoco, de que aquello era una verdadera bienvenida.

Esa noche Bunyu Nanjio y otro japonés que había estudiado en Cambridge, llamado Akamutsu, hombre de gran valer, que ocupaba un cargo superior en el Hongwanji occidental, vinieron a verme y tuvimos una conversación muy interesante.

Vinieron también otros personajes importantes, hice visitas, y el Comité me llevó a ver las tumbas de dos antiguos shoguns, magníficos monumentos esculpidos, laqueados y ornamentados.

Se me dijo que los shoguns son envueltos en una serie de siete féretros, pero nadie pudo decirme el por qué. ¿Es acaso un símbolo de la séptuple constitución del hombre?

Junto a una de las tumbas estaba el gran tambor de guerra del soberano difunto, el que en otros tiempos hacía resonar al frente de sus ejércitos victoriosos.

La tentación de asombrarlos fue tan grande que agarré el mazo e hice sonar en el enorme bombo un terrible ¡bum!

“¡Ved!, exclamé, "os invoco a todos en nombre del Shogun difunto para la batalla de vuestra religión ancestral contra las fuerzas hostiles que quisieran vencerla!”, y en seguida les rogué que me perdonasen si había faltado al código de la cortesía.

Pero protestaron diciendo que yo no había hecho más que mi deber recordándoles la obligación que tenían de obrar por su fe, y que harían buen uso de este incidente para con el público.

El 3 de marzo me pidieron que pronunciara un discurso en una gran reunión de todos los sacerdotes más importantes de la capital y alrededores, y con toda la fuerza de que soy capaz me esforcé por hacerles ver su deber y cómo éste se hallaba íntimamente unido a sus verdaderos intereses.

Como en otro tiempo en Ceylán, les dije que si eran un poco prudentes, harían todo en el mundo para conservar en las generaciones futuras el espíritu religioso que haría de ellas, en la edad madura, los voluntarios sostenes de los templos y del clero, como sus padres lo habían sido antes que ellos. Porque si se deja extinguir ese sentimiento entonces los templos se desplomarán y los monjes se extinguirán por no hallar de qué vivir.

Para mí no les pedía nada, ni la menor recompensa. Yo no era más que el heraldo del Fundador de nuestra religión, que les llamaba al trabajo, antes de que fuese demasiado tarde para ocuparse del desastre. Tal fue mi leitmotiv durante toda aquella gira, y como se verá, tuvo pleno éxito.


El 4 de marzo hice una visita de ceremonia al gran jefe del Hongwanji oriental, el noble marqués Otani, y encontré a un hombre muy digno, de elevados modales, que pareció desear que mi labor tuviera éxito, y me prometió toda la ayuda necesaria.

Esa noche, con él y Akamatsu, fuí a una velada en casa del vizconde Sannomiya, chambelán del emperador, cuya mujer es alemana y dama de honor de la emperatriz.

Como era mi primera velada en el Japón y hasta entonces yo había visto a todos los grandes funcionarios con el traje nacional, no sabía qué ponerme y pedí consejo a un norteamericano y a Akamatsu; ambos me dijeron que aquello no importaba y que fuese con mi levita de costumbre.

Yo tenía mucho miedo de tomar frío de frac, pero pensé que de todos modos sería más seguro conformarme con nuestras costumbres occidentales, e hice bien.

Al llegar a la casa, ví que mi huésped y todos los que le rodeaban estaban de frac o de uniforme con sus condecoraciones; en los salones, pasaba lo mismo, y las señoras vestían a la moda de París. Puede suponerse lo que hubiera yo experimentado sin mis sabias previsiones.

No puedo decir que me causó placer el ver a todos aquellos orientales que abandonaban sus trajes pintorescos que les sientan tan bien, por nuestros trajes occidentales que nos van bien a nosotros, pero que no resultan para los asiáticos.

Fue para mí un alivio al ver de nuevo a esos mismos personajes, yendo de visita a sus casas, casi invariablemente con su traje nacional, y poniéndose el nuestro sólo en público, cuando los decretos imperiales lo prescriben.

La velada del vizconde Sannomiya se parecía por completo a las nuestras, hasta los bailes, en los cuales algunos japoneses y aún algunas damas, tomaban parte.

Lo que me chocó más después de tantos años en la India y otros países orientales, fue la atmósfera de respeto e igualdad en las relaciones entre indígenas y residentes extranjeros.

No se veía ni rastros de esas bajezas, de esos aires de abyecta humildad por una parte, y de protección insolente por la otra, que son tan penosos de constatar en otras partes cuando uno quiere a los asiáticos. Apenas puedo expresar el placer que sentí durante toda mi permanencia en el Japón.

Aquella noche, y en el Club de Tokio, del cual fui nombrado miembro honorario, hice agradables conocimientos y hasta encontré a uno de mis antiguos camaradas del ejército, el general Legendre, con el que asistí en otro tiempo a varias batallas, y que fue gravemente herido en una de ellas, Newbern.

Naturalmente, estábamos encantados de vernos de nuevo, al cabo de veintiséis años, en aquel lejano país, y de hablar del tiempo pasado.


El 6 de marzo di una conferencia sin intérprete, para oyentes “instruidos”, y al día siguiente otra, en un templo diferente, a jóvenes sacerdotes a quienes hablé crudamente sobre sus deberes.

Cené en ese mismo templo (Zo-Zo-Ji), y me mostraron una colección de pinturas de lo que ellos llaman Rahans (Arhats), Munis, (Mahatmas) cuyos originales si los hubiera encontrado en un bosque, no me hubiesen hecho el efecto de personas de gran desarrollo espiritual. Y dije a los amables monjes que me guiaban, que si hubieran visto alguna vez la cara sublime de un verdadero Rahan, desearían quemar aquellas caricaturas.


Esa noche vi una sesión hecha por un prestidigitador célebre del Japón. Estaba vestido a la europea y llevaba sobre su levita negra abotonada hasta arriba, una pequeña cruz de oro.

Me explicaron que no era una señal de Cristianismo, porque él no era cristiano, sino de poder milagroso, porque el pueblo asocia la idea de la cruz a la de los milagros.

Entró solemnemente por una puerta de un costado del salón, precedido por un tambor y una flauta, y seguido de sus ayudantes, hombres y mujeres con el traje nacional. Una de sus pruebas más interesantes fue hacer salir un chorro de agua de un abanico cerrado, y otro de la cabeza de un hombre de donde en seguida hizo salir una llama.

Una joven acostada en un banco de madera, pareció ser atravesada por un sable, y otra suspendida por cuerdas de las muñecas y tobillos en una gran cruz de madera, fue atravesada en el sitio del corazón por una lanza, y saltó una oleada de sangre.

Sin embargo, como aquellas dos amables personas se pasearon en seguida en medio de nosotros, como si no hubiera pasado nada, saqué la conclusión de que todos habíamos sido juguetes de una ilusión.


El 2 di en el Hongwanji una conferencia a una gran número de sacerdotes, y al otro día hablé en la Universidad ante la Sociedad de Educación del Japón, que cuenta entre sus miembros a príncipes de la sangre y a los más grandes hombres del país.

Me dijeron que Su Augusta Majestad el Emperador, asistía de incógnito. Quedé disgustado al terminar, cuando supe por el capitán Brinkley que mí intérprete había traducido mal una de mis frases, dándole un sentido político que estaba lo más lejos posible de mi pensamiento.


Las conferencias se sucedían en todos los templos, mezclados con veladas y visitas a personajes oficiales.





Un crematorio

Visité también el crematorio Nippori, y su disposición me agradó bastante, porque hay muchas cosas que merecen ser imitadas. El edificio es de ladrillo, así como los hornos, que interiormente se hallan revestidos de ladrillos refractarios, y están provistos de planchas de hierro con corredera, que se adelantan para recibir el cuerpo, y después para devolver las cenizas.

Una cremación no sale por más de una peseta cincuenta más o menos, y dura tres horas. Hay vasos de barro esmaltado muy bonitos, que están preparados para recibir las cenizas y fragmentos de huesos no consumidos, y pueden obtenerse por la módica suma de 1.50 pesetas, 0.60 y 0.50, según la clase.

Se paga por ser quemado, comprendidos todos los gastos, 30 pesetas, 15 ó 7.50 según la clase, pero no se trata de que haya alguna diferencia en la calidad o cantidad del combustible empleado, ni en ningún detalle, es un asunto de dignidad para la familia.

El establecimiento pertenece a una sociedad particular, y se pueden quemar treinta y un cuerpos a la vez; en otros tantos hornos separados.

Las ceremonias fúnebres se hacen en una sala contigua, el cuerpo está colocado en una caja que parece un tonel, sentado, con las piernas encogidas; se le coloca en una especie de carretilla y cubierto con un paño blanco.

Cuando han terminado las oraciones, se lleva la caja hasta el horno que le fue fijado, y transcurrido el tiempo necesario los parientes reciben las cenizas y se las llevan para disponer de ellas según las costumbres.






CAPÍTULO 7

Nada podía estar mejor organizado para mi gira como lo hizo el Comité, para así dar a todas las clases de la sociedad la ocasión de oír lo que yo tenía que decir en favor del Budismo.

Gracias al mutuo acuerdo tomado en Kioto entre todas las escuelas para el bien común, me hacían hablar en los templos de cada escuela tan pronto de la una como de la otra, a veces en dos el mismo día.

Ese acuerdo no tenía precedente, y todos hacían lo que podían para aumentar el número de mis oyentes, y reunir a los sabios y a los ignorantes, a los sacerdotes y a los laicos, nobles y agricultores, oficiales y civiles.

Todos los diarios o revistas del país daban cuenta de mi misión, de su objetivo, de mis argumentos, de la proposición hecha de establecer un acuerdo entre los budistas del Norte y del Sud, y hacían el retrato físico del “budista americano”.

Mientras tanto, el pobre Dharmapala estaba todavía en el hospital de Kioto sufriendo el martirio y cuidado con el mayor cariño por sus enfermeros voluntarios.


Después de hacer una visita a Su Excelencia el Gobernador de Tokyo, me invitó a cenar en el Casino de los Nobles para vernos con el primer ministro y sus colegas del gabinete.

Entonces yo no era vegetariano, y es muy natural que apreciara algunos platos de la amplia lista impresa a dos columnas en francés y en japonés, que pegué en mí diario como recuerdo del hecho, con numerosas tarjetas en japonés, chino, inglés y francés, recibidas durante aquella gira memorable.

Deseo copiar la lista para que se les haga agua la boca a mis lectores, y para demostrar que el Japón feudal se halla en camino de desaparecer entre el humo de la cocina francesa.

    Diner du 19 mars 1889

Potage tortue a l'anglaise
Brochet au court-bouillon aux crevettes
Cotelettes de veau piqué aux petits pois
Cailles au riz
Filet de boeuf roariné sauce piquante
Aspic de foies gras en Bellevue
Asperges en branches
Dindonneaux rotis. Salade
Pouding au pain noir
Glace aux fraises
Dessert.

¿Qué decís vosotros?


¡Oh!, lectores de viejos libros ilustrados de viajes en los que se ve los trajes suntuosos de los shoguns, del mikado, de los daimyos y de su cortejo de caballeros samuráis de dos sables, la más perfecta encarnación del espíritu caballeresco que el mundo haya jamás visto, ni los trovadores jamás cantado; picadores, correos, secretarios y cocineros; pequeños príncipes feudales, con su séquito armado de picas, sables, arcos y flechas, sombrillas, palanquines, caballos llevados de la mano, y otras marcas de grandeza según su nacimiento, su calidad y su oficio, mas otras cien prerrogativas de la dignidad de las familias de aquellos ministros que estaban sentados conmigo en la mesa del gobernador, y comían sus pavipollos, su foie-gras y sus helados de fresa, el 19 de marzo en el Club de los Nobles.

¿Qué decís del contraste de este espectáculo?

He ahí el Progreso, para atrás, si se quiere, en la dirección de la cocina y del estómago.

Terminada la cena, el primer ministro dijo que todos serían dichosos oyendo mis ideas sobre el sistema de educación que yo creyese más favorable a los intereses de la nación.

Hablé entonces, insistiendo sobre la necesidad de unir al desarrollo del cuerpo el de la mente y de la conciencia de modo tal que el hombre y la mujer ideal se desarrollasen, declarando erróneo todo otro sistema que tendiese, por decir así, a cultivar monstruosidades, como atletas, oportunidades, querellantes, casuistas y ambiciosos sin escrúpulos.

Una nación no puede ser grande si no está cimentada en el carácter, y el más elevado de todos los caracteres es el del individuo que cumple con su deber en este mundo, al mismo tiempo que prepara el mundo futuro su naturaleza espiritual que le impulsa rápidamente a proseguir la órbita de su evolución cósmica.

Cité ejemplos de naciones que habían caído desde una gran altura al fondo de los abismos antes de desaparecer de la faz de la tierra, y les incité a que abriesen los ojos a esa extraña operación kármica que había colocado al Japón en primera fila en la familia de las naciones, despertado sus maravillosas potencialidades latentes, y llamado a mis oyentes, y a sus colegas y asociados hereditarios, a la responsabilidad de dirigir esa evolución por los senderos del progreso nacional.


Como yo había dado a entender que aceptaría agradecido donaciones de libros para la biblioteca de Adyar, amigos excelentes me traían todos los días libros, de suerte que en el momento de salir del Japón tenía una colección de cerca de 1'500 volúmenes, entre los cuales estaban más de 300 formando la colección de los tripitakas, que pertenecieron a un gran sacerdote difunto de la Escuela Jodo.

Era un regalo muy importante, porque permite a los que conozcan el pali y el chino comparar los textos del cánon del Sud con el del Norte. Esto ya ha sido hecho en cierto modo por estudiantes eclesiásticos japoneses que pasaron temporadas en Adyar, pero en realidad todo queda por hacer, y de ello habrían de resultar grandes cosas.


El 18 de marzo me hicieron hablar ante la Sociedad Japonesa de Agricultura, sobre la agricultura práctica y científica, y al otro día me anunciaron que me habían hecho miembro honorario y me enviaron dos hermosos jarrones de Satsuma, que hoy adornan la biblioteca de Adyar.

Por la tarde hablé en inglés acerca de la base científica de la religión, mostrando el poderoso conjunto de pruebas presentadas por las recientes investigaciones psíquicas para la dilucidación del problema de la extensión de la conciencia humana más allá de la vida corporal.

Les hice ver también, con figuras en un pizarrón, cómo había sido expresada la idea fundamental de correlación entre espíritu y materia, para la evolución de la naturaleza visible, y cómo fue conservada para nuestra instrucción, en el lenguaje arbitrario de los símbolos, y que de estos cada signo, como los del álgebra, tiene un significado definido.


Había llegado la fecha fijada para mi partida de la capital nipona, y me despedí del primer ministro, del embajador norteamericano y de otros conocidos, y después de recibir como regalo del capitán James una colección completa de rosarios de todas las escuelas japonesas, salí el 23 para Sendai, situada en el extremo norte, a doce horas de ferrocarril.

Me acompañaban mi intérprete, Kimura y un simpático sacerdote de la escuela Zen, miembro de mi Comité. 

Para dar una idea del tono de la prensa japonesa, daré el siguiente extracto del Dandokai, diario influyente de Tokio:

“Desde la llegada del coronel Olcott a Japón, el Budismo ha recobrado fuerzas extraordinarias.

Ya hemos dicho que recorre todas las provincias del imperio; ha sido recibido en todas partes con un entusiasmo notable. No se le ha dejado un momento de descanso; él ha enseñado a nuestro pueblo a que aprecie al Budismo, y a ver que nuestro deber es comunicarlo a todas las naciones.

Después de sus discursos en Tokio, estudiantes de la universidad y de las escuelas superiores, han organizado una Asociación de Jóvenes Budistas, según el modelo de la Asociación Cristiana de Jóvenes, para propagar nuestra religión, y algunos personajes influyentes e ilustrados les han alentado en su obra.

Su venida ha renovado el esplendor del Budismo.”


Un corresponsal del Indian Mirror escribió:

“Uno de los altos funcionarios, presente en la conferencia del coronel, predijo que su viaje a Japón tendrá una considerable influencia sobre el Budismo y los budistas.”

Cuando hagamos el resumen de los frutos de este viaje, veremos los notables testimonios de las mismas autoridades japonesas. Es menester que esa gira haya sido hecha en el verdadero momento psicológico.





Gira por las provincias

En Sendai hacia un frío horrible; se recordará que el imperio japonés se extiende a lo largo de Norte a Sud, de suerte que se ven en él climas muy variados.

Mientras ciertos grupos de islas situadas bajo los trópicos, disfrutan de una perpetua primavera, las fronteras septentrionales tienen la temperatura del Kamschatka. Se ha visto la nieve con un espesor de 8 pies.

Y si a esto se agrega que salvo en algunas casas europeas no hay estufas ni caloríferos, y que los muros de papel de casi todas las habitaciones dejan pasar todos los vientos del cielo, se podrá imaginar la comodidad de aquel viaje, y de dar conferencias en grandes templos sin calefacción, para un hombre habituado a vivir en los trópicos.

Me preguntaba qué hubieran hecho los monjes cingaleses con sus togas de algodón amarillo, sus piernas y pies desnudos, y sus cabezas afeitadas.


El día 24 hablé ante el gobernador de la provincia y los principales funcionarios, y Su Excelencia me invitó a cenar, con otras cincuenta personas.

La conferencia del día siguiente en el gran teatro fue un éxito a juzgar por la multitud y los aplausos.

En seguida mi Comité me llevó, para que descansara a ver Matsushima, un bonito lugar a orillas del mar, y donde hay una pequeña gruta y un templo.

Era un día de sol, pero la nieve cubría la tierra y aquella pequeña navegación entre un grupo de islas no era una excursión tan deliciosa como lo hubiera sido en el puerto de Colombo o de Galle.

Pero en fin, era una excursión, un día de reposo entre aquellas conferencias perpetuas en salones repletos, y era un poco de bienvenido descanso.


El 26, mis oyentes, en número de 3'500, me escucharon en medio de un silencio mortal, aunque se pegaron como rabiosos por entrar; pero finalmente se desquitaron con salvas de aplausos tan furiosas que debieron oírse desde lejos.

El 27 salí para Utsunomiya para pernoctar allí, pero a las nueve de la noche cansado como estaba, me arrastraron a ver un templo, y me hicieron pronunciar un discurso de diez minutos (exactamente como al animal de circo de fieras en viaje al que se mueve para que gruña).
Al otro día por la mañana, salíamos para Mayabashi, y a una estación del camino acudieron sacerdotes con trajes de gala, a presentarme sus saludos y ofrecerme un pañuelo de seda.

Llegamos a Mayabashi a las 12,30, y a la una estaba en la tribuna frente a un numeroso auditorio, y al otro día fue una muchedumbre inmensa; a las cinco salíamos para otro sitio donde hablé esa misma noche en el teatro.

El siguiente día nos halló en Kanagama, donde en la casa de mi huésped la vista sobre el puerto de Yokohama era deliciosa. En Yokohama hablé en el gran teatro, que estaba repleto de gente a pesar de la lluvia y el barro.

Era divertido ver en la puerta todos los zuecos y zapatos; cuando llegué habría muy bien un millar de cada clase, en dos montones diferentes, cada par estaba sujeto con una tira retorcida de papel y una etiqueta numerada, cuya contraparte se daba al propietario al entrar.

Recogieron también mi calzado cuando me lo quité a la puerta para ponerme mis buenos calcetines franceses de lana.

Inmediatamente después salí para Shidzuoka y llegamos a las nueve de la noche; ¡qué alegría encontrar una cama! ¿Describiré el mobiliario de mi cuarto en el hotel?

Lo haría con gusto, pero no lo había. Como en todas partes, unas esteras suaves y gruesas puestas en el suelo, servían para sentarse. En un pequeño hueco del muro, un hermoso vaso de porcelana; un arbolito enano, un kakemono con un texto religioso, y eso era todo.

Algunos cojines para sentamos alrededor de un brasero de cobre donde arde carbón de madera, en una caja cuadrada de madera, dos barras de hierro movibles para poner encima a calentar el agua, una bandeja con tazas minúsculas de porcelana cáscara de huevo, y una caja de te verde a mano, para los que deseasen te para tener el estómago caliente, y una acogida cortés, cordial, encantadora, que os hace ver que sois bienvenido.

Esos son mis recuerdos del hotel de Shidzuoka; no todos sin embargo porque falta el de la cama. Imagináos dos delgados colchones picados, uno para acostarse encima y el otro para cubrirse, y almohadones amontonados para formar una almohada, y se acabó.

Nada de cama, ni tarima, ni hamaca; sólo los dos jergones e insidiosas corrientes de aire que salían de todos lados bajo los tabiques movibles.

Traté de enrollar el colchón de encima alrededor de mi cuello, pero hallándolo impracticable, tuve que recurrir a mis ropas, y juré llevar conmigo en lo sucesivo mis mantas, como se hace en la India.


Al otro día llovía a cántaros, pero aun así di una conferencia en el templo, después de una visita al gobernador. Al siguiente día había vuelto el sol, y con él la inevitable conferencia.

Nuestros queridos adversarios los misioneros, trataron de hacerme preguntas sobre los puntos del Budismo que consideraban vulnerables; pero veo en mi diario: “tuvieron lo merecido”; esto basta.

Un tal doctor Kasuabara me hizo el raro presente de un antiguo mandara (pintura religiosa sobre seda tejida), que tenía mil doscientos años, y que puede verse en la biblioteca de Adyar. Representa, según la doctrina Shin-gon, a los Budas y sus discípulos en el paraíso.

Aquel generoso doctor me dijo que el objeto estaba desde hacía siglos en un templo del cual su familia era guardián hereditario, que aquel templo fue quemado en una guerra civil, según creo, y todos sus tesoros artísticos quedaron destruidos, menos aquel mandara, salvado casi por milagro.

Después pasamos por varias ciudades pequeñas, en las que di las conferencias de costumbre, y llegamos a Nagoya, donde vive el señor Bunyu Nanjio. Este me recibió en la estación y me alojó en el templo del Hongwanji.

La recepción en la estación fue una verdadera ovación, con petardos, arcos con banderas japonesas y budistas, una multitud alegre, aclamaciones, y una fila de unos cuarenta cochecillos detrás del mío, ocupados por sacerdotes o laicos importantes.

El día siguiente fue empleado en visitar al gobernador y al viejo castillo, uno de los edificios históricos del Japón, donde admiré pinturas, esculturas, faroles y lacas, y después hablé a 4'000 personas en el Hongwanji. Era un gran espectáculo.

De paso hagamos resaltar un hecho que desconcierta a nuestras teorías populares occidentales sobre la causa de la caída prematura de los cabellos. Decimos que se debe a usar demasiado el sombrero, y que la cabeza tiene exceso de calor.

Pero he notado en el Japón, así como entre los monjes de Ceylán, más o menos la misma proporción de calvos que entre nosotros y sin embargo van con la cabeza descubierta.

Era divertido estar de pie, frente a la puerta, y mirar por encima de las cabezas de tanta gente sentada en el suelo y ver reflejada la luz por los cráneos relucientes en medio de la multitud de cabelleras erizadas, como si fuesen tazas boca abajo entre la hierba de un campo.


Si el 6 no fue un día ocupado, me engaño mucho: a las ocho de la mañana la salida, para dar una conferencia en los alrededores, a 7 millas de distancia; a la una otra conferencia en Nagoya, en el Hongwanji oriental (4'000 oyentes), y por la noche tercera conferencia ante el gobernador, los oficiales de la armada y 2 ó 300 personas escogidas por el gobernador.

Mi intérprete, Kimura, no podía más, y Bunyu Nanjio le reemplazó. Sin embargo Kimura era un joven, y yo tenía cincuenta y siete años.

La amabilidad del gobernador me costó cara porque me retuvo conversando, después de mi discurso, en una habitación donde había una fuerte corriente de aire que me daba en el vientre, y me produjo un ataque de mi antigua enemiga la disentería, que me atormentó casi hasta el último día de mi estancia en el Japón.

Esto hacía todavía más duro viajar en coche y en toda clase de vehículos, hablar de pie, comer a horas irregulares, dormir en cualquier parte y de cualquier modo, perpetuamente ahogado en el aura de millares de personas de toda clase.

En Gifu hubo una muchedumbre igual, pero al otro día me ví obligado a repetir una conferencia en el Club para las personas que no habían querido acudir la víspera al Hongwanji.

Les dije todo lo que pensaba de semejante pequeñez, les eché en cara sus querellas mezquinas con los correligionarios, cuando todos deberían estar unidos por el interés de la religión.

Les recordé que, puesto que yo me había tomado el trabajo de venir desde tan lejos para hablarles, era agradecérmelo muy poco el obligarme, enfermo como me hallaba esa mañana, a rehacer para ellos mi conferencia, porque no habían querido asistir a la reunión pública.

No sé cómo les tradujeron eso, pero al menos los que sabían inglés no ignorarían mi opinión…

Al llegar a la población siguiente, estaba tan enfermo, con fiebre, dolores y diarrea, que me vi obligado a permanecer en la cama. Dos médicos me vieron, pero no me dieron gran alivio, y pasé una mala noche. No obstante eso, conseguí dar una conferencia a 2'500 personas por la mañana antes de salir para Kioto.

Una parte del viaje se hacía por el lago Biwa, y ¡qué hermoso espectáculo formaban aquellas montañas azules coronadas de nevados picos, el agua tranquila, las verdes orillas, los islotes con sus pintorescas aldeas, y los singulares barcos de pesca!

Fui a ver a Dharmapala al hospital y le hallé convaleciente, pero y tuve una recaída de mi antiguo mal. El correo me trajo el último número de The Theosophist y La Doctrina Secreta que acababa de aparecer.

Mi enfermedad me tuvo bastante tranquilo durante algunos días, pero pronto fui a Osaka para hablar sobre la India en el club militar, a invitación del alcalde y del general, comandante de las tropas del distrito.

En seguida fui a Nara para visitar los templos antiguos, pero siempre enfermo. Me mostraron el Buda gigantesco y el templo de la Escuela Kegon, que hoy está casi extinguida, pues no tiene más que cinco templos, en lugar de mil, como antes.

Esta decadencia se debe, según parece, a que los monjes, cediendo a la tentación de empuñar las armas en una guerra civil, fueron vencidos y diezmados; y justamente, porque no es deber de los monjes del Señor Buda envilecer el ideal monástico haciéndose soldados.

Se dice que los monjes laicos de las lamaserías del Tíbet, en número de decenas de millares, hacen otro tanto, pero eso no es una excusa.


Regresé a Kioto en coche, y fueron 20 millas bajo la lluvia. En sesenta y cuatro días había dado 46 conferencias, además de los continuos desplazamientos; dí la número cuarenta y siete enseguida, y continuaba enfermo, pero reanudé mis peregrinaciones.

El 26 recibí un telegrama de H.P.B. rogándome que fuese a Europa para una gira de dos meses.

El 28 salí en coche con mi intérprete y el comité, para una montaña donde ningún europeo había puesto todavía su planta. Yo estaba casi muerto de fatiga, pero me hice fuerte, y encontramos a todo el pueblo en la calle para ver nuestra entrada.

Dí dos conferencias, recibí regalos de libros, e interrogando a más de 200 niños de una escuela budista que habían venido a verme, ví que ni uno solo de ellos sabía quién era el Señor Buda; ignorancia comparable a la de los cingaleses antes de la publicación de mi libro "Catecismo Buddhista".

El 3 descendíamos los rápidos del río Origawa, desde Sonobé hasta Arashima, una veintena de millas, lo cual fue delicioso. Tengo un vivo recuerdo de gargantas montañosas, de un agua verde y clara, de rápidos que se precipitan, de rocas que apenas pueden evitarse, para arriesgar estrellarse contra otras, de un torbellino de excitación, en fin, una cosa superior.

Antes de salir en el cochecillo para Kioto, nos enseñaron una estatua de Buda hecha en madera de sándalo que, según dicen, tiene cerca de tres mil años y es una de las tres estatuas históricas venidas de la India. He ahí una leyenda para quienes deseen creer en ella.

Al día siguiente de nuestro regreso a Kioto, fuimos testigos en el Hongwanji oriental de una magnífica ceremonia, en la cual el marqués Otani personalmente representaba a Sakya Muni. Estaba acompañado por un grupo de jóvenes con espléndidos trajes que personificaban a los bodhisattwas.

El comité me colocó en un sitio excelente para ver pasar la procesión, y el esplendor de las sedas, del oro, la plata y los trajes bordados hubieran hecho abrir mucho los ojos a los budistas del Sud, educados en la tradición de la austera simplicidad de los trajes y de las costumbres de sus monjes.

Otani me hizo lo que se consideró como un honor inaudito, deteniéndose frente al sitio donde yo me encontraba, para hacerme un profundo saludo. De parte de aquel que es para la multitud de sus fieles como una especie de semi-dios, fue un acontecimiento grande como un temblor de tierra.

Sin embargo, quedándole muy agradecido por su cortesía, no puedo decir que aquello me hizo el efecto del saludo de un verdadero Buddha, dada la riqueza de los trajes que llevaba, y que valían muy fácilmente, según me parece, 20'000 a 30'000 dólares, sino más bien el de un noble de la corte feudal del Japón, tal vez de un gran embajador, educado en la observación de los menores matices del protocolo de las cortes, a fin de dar a la menor cortesía exactamente el grado de significación deseado.

En todo caso comprendí perfectamente que el amo del Hongwanji oriental me había dicho, tan claramente como si hubiera hablado, que los budistas de Japón me quedaban muy agradecidos por mis esfuerzos para devolver su influencia a la religión que había consolado a tantos millones de sus antepasados durante quince siglos.






CAPÍTULO 8

Aquella noche formé, o mejor dicho, hice la ceremonia de formar, una Rama local en el Hongwanji: esta Rama jamás ha hecho nada práctico, y me han explicado el porqué en razones tan llenas de sentido común que impidieron que me disgustase.

Cuando discutí el asunto de la extensión de la Sociedad Teosófica en el Japón con los hombres más ilustres de cada escuela, me dijeron que si yo quería venir a establecerme en el país, fundarían tantas Ramas como yo quisiera, y con tantos millares de miembros como pudiera desear.

Pero que de otro modo sería inútil porque el espíritu de escuela estaba tan desarrollado que nadie querría nunca ingresar en una organización en la que, necesariamente, debería haber directivos y simples miembros, y en la que el azar podría hacer que los jefes pertenecieran a una escuela antipática a la suya.

Sólo un hombre blanco, extranjero que no formase parte de ninguna escuela, ni de ningún grupo social, podría llevar adelante una sociedad semejante, y sería menester que fuese un budista sincero; de otro modo, sus intenciones serían sujetas a caución, y yo era el único hombre que ellos conociesen con esas condiciones, de modo que me hacían ese ofrecimiento.

Sabiendo eso, y agregando mis relaciones íntimas con los cingaleses y los birmanos, ví que si podía ser reemplazado en mi obra teosófica y ocuparme exclusivamente de los intereses budistas, podría muy pronto instituir una Liga Budista que lanzaría el Dharma como una marea sobre el mundo entero.

Esto fue el motivo principal que me impulsó a ofrecer mi dimisión de la presidencia, y pasársela a H.P.B., por las razones detalladas en mi discurso de la decimoquinta Convención de la Sociedad Teosófica.

Mis antiguos lectores recordarán el efecto que le produjo esta proposición. Ella se dio cuenta que me había llevado demasiado lejos y que si me dejaba, caería sobre su cabeza una avalancha de responsabilidades oficiales. De manera que me telegrafió y me escribió que si yo presentaba mi dimisión, ella se daría de baja en seguida de la Sociedad Teosófica.

Pero esto no me hubiera detenido si un personaje todavía mucho más elevado que ella no hubiera venido a decirme que aquel proyecto budista debía ser retrasado, y que yo no debía abandonar el puesto que se me había designado.

Por lo tanto la Liga Budista es una obra espléndida que permanece en la mano cerrada del porvenir, porque es inútil decir que jamás podrá ser realizada por ninguna organización conocida, como agencia budista.


El 5 me despedí de los grandes sacerdotes congregados, recomendándoles mucho que conservasen el Comité Central para servirse de él cuando sucediera algo que interesara a todo el Budismo.

Hablé por última vez en Kioto ante el gobernador, el juez y otros personajes importantes, y salí el 6 para Okayama. El gobernador de esta ciudad fue muy amable conmigo durante el tiempo que allí permanecí; me alojaron en el Club, con un espléndido jardín a la moda japonesa, con puentes de piedra y madera, pequeñas islas, colinas artificiales, faroles de piedra, árboles enanos o singularmente recortados y una cantidad de flores.

Para mi primera conferencia, el comité había distribuido, por razones insondables, 10'000 tarjetas de invitación cuando el salón no podía contener más de la mitad, Así fue que se produjo a la entrada bastante desorden. 

Algunos estudiantes de medicina acudieron temprano y se colocaron en las primeras filas para hacer ruido, y una vez trataron de interrumpirme: cuando dije que el Budismo había llevado al Japón los refinamientos de la existencia, un joven sentado a mis pies gritó: “¡No! ¡No!”

Recordando las advertencias de Noguchi en Madrás, y sabiendo cómo se confunde a los jóvenes conspiradores, dejé de hablar, me volví hacia el joven y lo miré fijamente hasta que se vió objeto de la atención general, y después continué mi frase.

Todos se quedaron tranquilos como corderitos.

Terminada la conferencia, vino a buscarme el gobernador para enseñarme una exposición de autógrafos de hombres célebres, es decir, de firmas acompañadas o no de una corta sentencia, y escritas con pincel verticalmente, en grandes caracteres chinos, en rollos de papel o seda. También había pinturas, de las que el gobernador compró una para regalármela.

Después di otra conferencia y salimos para varias pequeñas poblaciones. Llegando en barco a una de ellas, fuimos recibidos por millares de personas en el embarcadero y a su alrededor. Una pequeña embarcación, cubierta por un toldo de seda púrpura, me condujo a la orilla en medio de los cohetes, campanas y aclamaciones.



Bombas de arcilla que estallaban muy alto sobre nuestras cabezas, soltaban quitasoles, dragones, peces, etcétera, lo cual era nuevo para mí. Pero lo que más me gustó fue ver la bandera budista hecha de finas tiras de papel, de los colores debidos, sostenida por un paracaídas tan bien equilibrado con perdigones, que se mantenía quieto en el aire, como si lo hubieran clavado en una pértiga.

Una pequeña brisa se lo llevó suavemente, mientras el sol hacía transparentes sus colores. Al momento me vino a la mente la ficción de la cruz de Constantino con su inscripción in hoc signo vinces ("con este signo vencerás") y señalando la bonita bandera en el cielo, dije haciendo alusión a dicha historia, probablemente falsa:
 
-        “Pero nosotros, hermanos míos, vemos aquí el símbolo de nuestra religión, con el cual debemos hacer la conquista del espíritu y del cerrazón de todas las naciones, si nos unimos en cooperación fraternal.”


Después de la conferencia del día siguiente por la mañana, salí para Hiroshima, uno de los más importantes centros políticos y militares del imperio, en un vapor especial todo empavesado. Al cabo de cinco horas, nos esperaba una recepción todavía más entusiasta.

El cirujano militar en jefe, me condujo en su propio coche, en medio de la solemne procesión que se desarrolló lentamente hacia nuestro alojamiento.

El comité de recepción llevaba como emblema una placa circular que tenía la calada una Swástica tan bonita, que hice provisión para introducirla entre los budistas de Ceylán, y fue adoptada como insignia por la Sociedad de Educación Femenina.

Di las conferencias públicas corrientes, y una para el gobernador, el general Nodzu, comandante del cuerpo de ejército y otros personajes.

Me agradó mucho conocer al general Nodzu, porque es a la vez un fiel budista, uno de los mejores soldados del imperio, y un hombre de apreciable carácter.

Se recordará que en la guerra de China él mandaba una de las dos alas del ejército invasor, y que se cubrió de gloria. He cambiado con él hasta hace poco tiempo cartas relativas a la situación religiosa de su país, en las que dejaba ver claramente su amistosa consideración hacia mí.

De allí a Simonoseki fuí embarcado. Llovía a torrentes en el muelle y sin embargo, la comitiva lo había iluminado con antorchas. A la llegada, bombas, banderas y desfiles de niños como en otras partes. Una bomba, al estallar, desenrolló una larga tira de papel en el que estaba escrito: “Olcott San ha llegado”.

Me explicaron que era un modo de hacerlo saber a los habitantes de los alrededores a fin de que acudiesen a la ciudad. San es la partícula honorífica habitual que se agrega a todos los nombres. Conferencia en el teatro.

Partí de Simonoseki para Nagasaki por la gran línea de vapores de Yokohama a Shanghai, y creí encontrarme en un palacio, después de mis recientes experiencias en los pequeños vapores de cabotaje.

Tuve la sorpresa en el vapor de hallar para almorzar platos populares norteamericanos, como el hominy y tortas fritas de trigo negro, los que no había comido desde que salí de mi país.

En este punto hay algún desorden en mi diario, de suerte que no sé bien cómo me encontré en Igatsu, pero veo que mi comité se sirvió del número oficial de mis oyentes en ese lugar, del que se estaba seguro por el de las tarjetas de entrada, para apreciar el término medio de mis auditorios durante la gira.

De modo que como hubo en total 75 conferencias, según su cómputo, habré hablado ante 187'500 personas ciertamente fue uno de los acontecimientos más notables de la historia contemporánea, y nosotros los teósofos, debemos reconocer que poderosas influencias obraban detrás del agente inferior que parecía mover la lanzadera en el telar del Karma.

Llegué a Nagasaki el 18 de mayo, y di en seguida una conferencia, pero mi excelente intérprete, el profesor Sakuma, estaba enfermo, y esto me valió un incidente desagradable.

Tuve dos intérpretes; el primero me oía, después traducía mis palabras al japonés para el otro, quien a su vez las transmitía al público. Tiemblo pensando lo que muy bien podían hacerme decir con semejante método.

El comité me dio un banquete como despedida, y me escoltó hasta el puerto en procesión con linternas, y el resultado natural de aquellos esplendores fue hacer que perdiera la salida del barco para el Sud.

Volví a sufrir de mis males intestinales, y los males de intérpretes no me faltaron tampoco; en fin, después de algunos días por el sud del Japón, regresé el 23 a Nagasaki. Di una última conferencia, y los dos días siguientes se pasaron en el mar interior en medio de paisajes encantadores.

Los aproveché para preparar una memoria para los grandes sacerdotes que quisieran enviar estudiantes a Colombo para continuar sus estudios sánscritos, palis o cingaleses, bajo la dirección del gran sacerdote Sumangala.

Llegado a Kobe el 27, me ocupé de mi billete de vuelta y otras cosas necesarias para mi partida, sin dejar de dar mi septuagésima sexta y última conferencia, en el Hongwanji.

De pie, frente a la puerta, veía toda la ciudad y el puerto de Kobé extendidos ante mí, como un hermoso cuadro iluminado por un sol esplendoroso. Nunca había visto nada tan encantador.

Me dieron una última cena en un hotel japonés y a la verdadera moda japonesa, cena ofrecida por los miembros del Comité Central, y en seguida me pidieron que escribiese mi nombre con alguna sentencia moral budista en kakemonos como los que se cuelgan en las casas japonesas para adorno.

Ya había escrito tantos recuerdos de esta clase durante mi gira, que me hallaba en seco de máximas, como lo dije al Comité.

Pero como era el último día, insistieron y cedí. Después, cierto miembro del Comité que gustaba mucho de beber el saké (bebida nacional, vino de arróz bastante embriagador), me instaba a que escribiese algo para él.

Protesté porque en Kioto ya había hecho dos kakemonos para su templo, pero dijo que eran para otros y no para él. Era un muchacho simpático y alegre, y terminé por acceder, así que me trajeron un hermoso trozo de seda, la barra de tinta china, el platillo y un pincel.
 
-        “¿Qué quiere que le escriba?''; pregunté.
 
-        “¡Oh!, una buena máxima budista!”, me respondió.

De suerte que colocando la seda sobre un pequeño pupitre de laca, tracé gravemente lo siguiente:
 
-        “Rompe tu botella de sake si quieres llegar al Nirvana.”

Todo el mundo se echó a reír cuando tradujeron la sentencia, y él tuvo el ingenio de unirse a la alegría general.





Viaje de regreso a la India

Al otro día salimos en el Oxus de las Messageries Maritimes, por el mar interior. Entre los pasajeros iba un cura francés, el padre Villion, un sabio que había pasado veintitrés años en el Japón y conocía a fondo la lengua japonesa y la literatura del buddhismo septentrional.

En Shanghai bajamos a tierra, donde pasé buenos momentos con algunos compatriotas. Fui también a visitar la ciudad china y casi me puse enfermo con sus horribles olores, que sobrepasan todo lo que se puede decir ni imaginar.

Por la noche, el sacerdote del Hongwanji vino a verme con el gran sacerdote del templo chino y el mandarín militar de la provincia. El gran sacerdote me hizo un regalo precioso para la biblioteca, un ejemplar del Lalita Vistara, vida legendaria del Buda, in folio, en varios volúmenes, en los cuales cada dos páginas se ve un gran grabado en madera.

Todos los detalles de la vida del Buda tal como el libro los relata, están dibujados allí con un arte admirable. El sacerdote y el general chino me invitaron calurosamente para que viniera a China en una gira como la que hiciera en el Japón, pero decliné el ofrecimiento por varias razones.

Por una disposición singular, los vapores de las Messageries Maritimes pasan quince días en Shanghai hasta la llegada del siguiente. De manera que nos transbordaron al Natal, y esa noche me despertaron para recibir la visita del gran sacerdote del templo Zen y de un delegado del general, trayendo una carta suya. También me dieron libros.

Por fin, salió el barco a la una de la mañana para Hong–Kong, con buen tiempo. En Hong–Kong, encontré la ciudad desolada, dos días antes había caído una lluvia de 24 pulgadas, que causó pérdidas enormes al comercio, y costó al gobierno 1'500'000 dólares.

La calle principal estaba cubierta por tres pies de arena bajada de la montaña, los desagües habían estallado, hubo casas arrastradas y grandes árboles desarraigados llegaron a la ciudad arrastrados por las aguas. El funicular que sube al pico de la montaña estaba detenido y la línea arrancada en varios sitios.

De allí fuimos a Saigón, después hasta Singapoore, y finalmente hasta Colombo, donde arribamos el 18, sin otro incidente que el mal tiempo que sufrimos a partir de Singapoore.

En el local de la Sociedad Teosófica se nos hizo una recepción entusiasta aquella noche, bajo la presidencia del gran sacerdote Sumangala, con representantes de la otra secta, y una multitud improvisada que llenó la sala hasta sofocarse.

El salón estaba adornado con guirnaldas, faroles japoneses y trofeos de banderas japonesas y buddhistas.

En el curso del informe sobre mi misión; presenté a cuatro jóvenes novicios japoneses que a petición mía eran enviados para estudiar con el gran sacerdote y el pandit Batuvantudawe y llevar copias del cánon pâli.

Cada japonés dijo algunas palabras, manifestando el deseo de sus sectas de que se establecieran relaciones estrechas y fraternales entre las dos fracciones hasta entonces separadas de la familia buddhista. El gran sacerdote dijo entonces:

“Todos habéis oído el relato de la misión del coronel Olcott en el Japón, y todos debéis sentiros orgullosos y felices. La propagación y mejoramiento del Budismo es la obra más noble del mundo, y es la del coronel Olcott.

Es cierto que hay algunas diferencias entre el Budismo del Norte y el del Sur, pero a pesar de eso los japoneses son budistas como nosotros, y como nosotros luchan contra los esfuerzos del Cristianismo; por lo tanto debemos mirarlos como hermanos.

No deberemos olvidar jamás la recepción cordial al coronel Olcott que nos representaba, y el amor fraternal que han demostrado hacia nosotros. Tengo confianza en este comienzo de unión espiritual entre los países budistas.”


Los cuatro jóvenes sacerdotes me precedieron a Adyar, conducidos por Dhannapala, y allí les hallé instalados cuando fuí.

Una ojeada sobre el mapa del Japón hará ver la extensión de mi gira, desde Sendai al norte, hasta Kunamoto al sud. Pasé en tierra ciento siete días, y durante ese tiempo visité 33 ciudades, en las que dí 76 conferencias públicas o semipúblicas, ante 187'500 oyentes.

Hasta entonces no había hecho tanto; el máximum precedente había sido de cien días en la provincia de Galle con 57 conferencias a favor de la educación buddhista en CeyIán.

Para terminar con lo de mi gira por el Japón, no estará mal dar algunos extractos del testimonio del señor Tokusawa en la Convención de 1890, que resume los resultados tangibles y duraderos de mi misión:

“Hermanos:

Mi presencia y la de este otro sacerdote japonés os demuestra la influencia que vuestra Sociedad ha adquirido por su presidente en nuestro lejano país.

Con el poco de inglés que sé, no puedo deciros todo lo que el coronel Olcott ha hecho allá. Los efectos de su viaje son tan grandes y duraderos, que la corriente de la opinión pública ha sido enteramente cambiada.
. . .
Hasta una época muy reciente, las personas instruidas del Japón miraban al Buddhismo y sus sacerdotes con desprecio. Algunos fieles discípulos del Señor Buda trataban de contrarrestar la influencia de los cristianos pero era en vano.

Pero en tal momento los budistas oyeron hablar del coronel Olcott y de su obra, y reclamaron su ayuda y simpatía. … El éxito ha sido mayor que nuestras más osadas esperanzas.

El Budismo ha recobrado su vida y los buddhistas comienzan en todas partes la tarea de resucitar su antigua fe. Entre los efectos más visibles de esta resurrección, están las tres universidades buddhistas y diversos colegios que se van a fundar, y la aparición de unos trescientos periódicos que defienden y propagan el Budhismo."


Naturalmente, yo hubiera querido de buena gana irme a mi casa para descansar después de aquel viaje, pero no podía ser y permanecí tres semanas en la isla.

Pronuncié un discurso en Anaradhapura, bajo el histórico árbol de la Bodhi, que fue un retoño cortado del árbol de Buddha Gaya, bajo el cual el Buddha alcanzó la iluminación; y llevado de la India por la hija del emperador Asoka.

En fin, visité numerosos lugares para dar conferencias y formar nuevas Ramas, y recuerdo particularmente un discurso al aire libre en medio de un paisaje tan pintoresco, que hubiera deseado tener allí un fotógrafo para conservar un recuerdo.

Detrás de mí se levantaba una colina en la cual hay excavado un templo, y un espolón llamado la roca del elefante, avanza emergiendo de la colina.

Una muchedumbre de unas 1'500 personas se agrupaba en un anfiteatro natural a mis pies; a la derecha y al frente, un bosque de viejos cocoteros de cuyos troncos habían colgado banderas y otros adornos, que daban la nota requerida de colores vivos. Leadbeater y dos japoneses arengaron a la multitud con éxito.

Se dió a la Rama el nombre de Mliyadeva, que es el del último de los grandes Adeptos históricos, muerto no sé cuándo, pero hace mucho tiempo.

Desde entonces Ceylán no ha poseído Arhat reconocido, y no es sorprendente que el Budismo haya ido siendo cada vez menos y menos espiritual, de modo que hoy se buscaría en vano un hombre al que el pueblo pudiese venerar, por demostrar la verdad de la eficacia del sistema de Yoga esotérico practicado y enseñado por el Fundador.

Esto es lo que hace tan difícil mi obra entre ellos; todo lo que desean es dar educación intelectual y moral a su familia, lo espiritual no está a su alcance, y cuando llegué a la isla me contaron la historia ridícula de que el tiempo de los Arhats han pasado, y en cambio el mismo Buda ha dicho claramente que nunca faltarían Arhats si los miembros de la Sangha observaban los diez preceptos (ver mi Catecismo Buddhista).

En fin, después de bajar hasta el extremo sud de la isla, regresé a Colombo, y el 8 de julio me embarqué para Madrás, y mi Adyar bendito me volvió a ver el día 11, siendo el más feliz de los hombres que vuelven a su casa.










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